Nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica Annum Sacrum, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir: «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En Él han de colocarse todas las esperanzas; en Él han de buscar y esperar la salvación de los hombres». […]
Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al Sacratísimo Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí aquellas piadosas asociaciones, que por todas partes se multiplican, para promover el culto al Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida por todas partes, de comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al deseo de Cristo Jesús. […]
El deber de la expiación
Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación. […]
Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna.
Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira» (Ef 2, 3). […]
Unidos al sacrificio de Cristo
Mas, aunque la copiosa Redención de Cristo sobreabundantemente «perdonó nuestros pecados» (Col 2, 13); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (cf. Col 1, 24), aun a las oraciones y satisfacciones que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores podemos y debemos añadir también las nuestras.
Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse»;1 por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias vivas, santas, agradables a Dios» (Rom 12, 1). […]
Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol (cf. Gál 5, 24), tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos.
La pasión de Cristo se renueva en la Iglesia
Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza. […]
Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo Místico, que es la Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín: «Cristo padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo».2
Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que respiraba amenazas y muerte contra los discípulos» (Hch 9, 1), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9, 5); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna.
Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo Místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con Él nuestra propia necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro» (1 Cor 12, 27), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros. […]
Necesidad de reparación
Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos, «en poder del Maligno» (1 Jn 5, 19). […]
Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás. […]
Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20), de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres sobremanera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas. ◊
Fragmentos de: PÍO XI.
Miserentissimus Redemptor, 8/5/1928.
Notas
1 CONCILIO DE TRENTO. Sesión XXII, c. 2.
2 SAN AGUSTÍN. Enarratio in psalmum LXXXVI, n.º 5.