Nadie puede recuperarse por sí mismo

¿Cómo se explica que tantas almas abandonen una vida de pecado o de paganismo para abrazar la cruz de Cristo con la esperanza de la felicidad eterna? ¿Qué hicieron para lograr un cambio tan radical? ¿Qué mérito tuvieron para ello? ¡Ninguno! Se convirtieron sólo porque Dios lo quiso: recibieron la gracia de la conversión y simplemente no pusieron obstáculos.

El Altísimo es quien busca a las almas, como nos lo explicará Santo Tomás. Denomina a la conversión «levantarse del pecado» (Suma Teológica. I-II, q. 109, a. 7) y afirma que el hombre «no puede recuperarse por sí mismo; necesita que se le infunda de nuevo la gracia, como si para resucitar a un cuerpo muerto se le infundiera de nuevo el alma» (a. 7, ad 2).

Para que haya conversión se supone que hay alguna laguna en el alma, si no la ausencia o pérdida de la gracia habitual infundida en el bautismo. Y «que el hombre se convierta a Dios no puede ocurrir sino bajo el impulso del mismo Dios que lo convierte» (a. 6), comenta el Doctor Angélico. Esto es porque, «cuando la naturaleza está intacta, puede recuperar por sí misma un estado que le es connatural y proporcionado; pero no puede sin un auxilio exterior recuperar un estado que sobrepasa su condición natural» (a. 7, ad 3).

El Señor no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Y para ello únicamente pide su cooperación, instándole a dejarse llevar: «La gracia santificante la recibe el hombre después que, bajo el impulso de la moción divina, se ha esforzado con su libre albedrío por salir del pecado» (a. 7, ad 1).

Sin embargo, una vez cesado el acto de pecar, permanece el reato de la pena, que es la condición de reo del pecador que necesita reparar la ofensa cometida. Además, el Aquinate afirma que el pecado, por su deformidad, mancha el alma privándola del decoro de la gracia, corrompe la naturaleza y la desordena, haciendo que la voluntad humana no se someta a Dios (cf. a. 7).

Ahora bien, la reparación de estos tres males, continúa Santo Tomás, requiere invariablemente la intervención divina: «La belleza de la gracia proviene de la luz de la iluminación divina, y no puede recuperarse más que si Dios ilumina de nuevo el alma. […] A su vez, el orden natural por el que el hombre se somete a Dios no puede restablecerse más que atrayendo Dios hacia sí la voluntad del hombre, como ya dijimos. En tercer lugar, el reato de la pena eterna no puede ser perdonado sino por Dios, ya que contra Él se cometió la ofensa y Él es el juez» (a. 7). Por lo tanto, concluye, sin el auxilio de la gracia como don habitual y moción interior divina no hay conversión.

«Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). Así pues, la gracia de la conversión es y siempre será una iniciativa de Dios. ◊

 

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