La verdadera Iglesia sonríe serenamente ante la muerte como ninguna otra religión lo hace, afrontando el desenlace de la vida en la tierra con la esperanza de una gloria imperecedera.
Una fiel expresión artística de este espíritu católico son las estatuas yacentes medievales. Efigies funerarias talladas en mármol con riguroso esmero que invitan a elevar el espíritu: todo en ellas habla de recogimiento, de humildad y de paz. Aunque la piedra es gélida, algo del fervor religioso de las personas representadas ahí se irradia a su alrededor. Se diría que la piedad que otrora practicaron se prolonga en el tiempo: continúan rezando y su fe, catequizando, aunque ya no estén entre nosotros.
Pero ¿cuál es la finalidad de un sepulcro sino albergar los restos de quienes una vez vivieron? Pues bien, los medievales hicieron de estos espacios funerarios monumentos de esperanza católica. Podrían hacer suyas las palabras de San Paulino de Nola: «Para mí el único arte es la fe; y Cristo, mi poesía».1 En este período de la historia, ¡el arte era catequesis!
Emperadores y reyes, príncipes y princesas, obispos y caballeros, yacen cada uno con sus respectivas insignias y las manos en posición de oración. Curiosamente, están ausentes las notas de tristeza y melancolía que acompañan a la muerte; las esculturas ignoran, como olvidando lo superfluo, los males de la vida y la cruel agonía. De esos momentos de sufrimiento, el medieval sólo retuvo la seriedad y el equilibrio, como frutos inalienables del dolor aceptado con alegría. En resumen, aquellos semblantes parecen decirnos: morir bien es lo importante en esta vida.
También hablan de espera, recordándonos un importante aspecto de nuestro destino definitivo: la resurrección final, cuando las almas regresarán a sus cuerpos. En efecto, para los que dejan este mundo en amistad con Dios, es decir, en estado de gracia, la muerte no es el final, sino el tránsito a la vida sin fin.
¿Qué otra lección nos dan esas estatuas yacentes medievales?
La costumbre de construir monumentos fúnebres viene de lejos. Basta pensar en los sarcófagos del antiguo Egipto. Este pueblo creía en la regeneración de la vida humana después de la muerte y, por ello, desarrollaron un cuidadoso proceso para la conservación de los cadáveres en preciosos ataúdes.
Tanto estas tumbas de la Antigüedad como las esculturas funerarias del período medieval sirven de post scriptum de una época. De hecho, en la forma como una civilización considera la muerte se manifiesta su manera de vivir. Naturalmente, entre un sarcófago egipcio y una estatua yacente medieval la diferencia es enorme.
Los monumentos funerarios de los egipcios merecen atención y estudio. Sin embargo, a pesar de la milenaria inmovilidad de las momias, hay algo perennemente incómodo en ellas. Están «envueltas» por incógnitas nunca esclarecidas. En el sepulcral silencio en el que yacen, sus sarcófagos no dejan de transmitirle una última palabra a la historia, con cierta inquietud, como si reconocieran: «La inmortalidad, no la hemos encontrado. ¿Dónde está?».
Las estatuas yacentes medievales, por su parte, descansan plácidamente. Sobre ellas incide la luz de la divina Revelación, bajo la tutela de la Iglesia. Se ha definido su post scriptum: un auténtico testamento de fe en el triunfo de Nuestro Señor Jesucristo sobre el pecado y la muerte.
Los muertos enterrados allí descansan en Cristo: duermen en paz, hasta que resurjan con sus cuerpos para la gloria eterna.◊
Notas
1 SAN PAULINO DE NOLA. Poema XX: PL 61, 552.