Ya fueran sus palabras pronunciadas al calor de una radiante mañana en Betania o mientras el ocaso teñía de tonalidades doradas las agradables aguas del mar de Tiberíades, por dondequiera que el suavísimo timbre de la voz del divino Redentor se escuchara, penetraba de un modo misterioso en las almas y revelaba algo de los secretos de la Sabiduría increada. Como cuando Jesús les dijo a sus discípulos: «El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo» (Mt 13, 44).
Un tesoro escondido… Bella y poética imagen para tiempos pasados, pero lamentablemente un poco lejana para los conturbados días presentes. ¿Dónde y cómo encontrar un tesoro en «campos» sembrados de rascacielos, decorados con asfalto y alquitrán, ennegrecidos con tanta contaminación y pecado?
El primer encuentro
En 1956, Mons. João —por entonces un joven de 17 años— estaba lejos de imaginar que en el vestíbulo de un edificio de la calle Vieira de Carvalho, de São Paulo, encontraría de un modo inusitado el mayor tesoro de su vida. Tras una mañana de estudios, se dirigía a la sede del grupo Catolicismo —núcleo que más tarde daría origen a la TFP— situada en aquel inmueble, dejando atrás, al entrar en el recinto, un mundo feo y revolucionario. Se sentía ya feliz en un ambiente que consideraba sagrado; mientras esperaba a que llegara el ascensor, aparecieron en la entrada el Dr. Plinio y su madre, Dña. Lucilia.1
De un modo inusitado, el joven João encontró, en un edificio de la calle Vieira de Carvalho, el mayor tesoro de su vida
Su primera reacción fue la de analizarlos, viendo cómo los reflejos de uno repercutían en el otro. Contempló en un instante la enorme semejanza de alma que existía entre ambos y se quedó encantado con la venerable figura de Dña. Lucilia, entendiendo que se trataba de una mujer completamente fuera de lo común.
No era sólo la distinción de quien pertenecía a una de las familias más tradicionales de São Paulo, ni siquiera la delicadeza con que aceptó su ayuda para subir las escaleras del vestíbulo lo que lo impresionaron. Aún necesitaría décadas para decantar el significado y la trascendencia de ese primer encuentro que, a pesar de ser sublime, fue natural y simple, como lo sería siempre su relación con aquella señora «hecha de porcelana».
Reflejo del Sagrado Corazón de Jesús
Transcurridos once años después de aquella primera mirada —a lo largo de los cuales se siguieron otros encuentros, tan fugaces como marcantes—, el Dr. Plinio fue acometido de una fuerte crisis de diabetes. Durante el período en que estuvo convaleciente en su residencia, João tuvo la oportunidad de servirlo más de cerca y, en consecuencia, de pasar tiempo con Dña. Lucilia.
Poco a poco empezó a notar la terrible soledad en la que vivía aquella noble señora, despreciada por sus más allegados, a excepción de su hijo. Su bondad era totalmente incomprendida, aun cuando el rebosante afecto de su corazón fuera, en cierto modo, capaz de abarcar a la humanidad entera.
Descubriendo los encantos de su alma en los momentos en que podía observarla, se dejaba empapar de esa dulzura cautivadora. En su interior se formaba la imagen de una virtud singular, forjada por el dolor en el apagamiento y en la soledad de la vida de un ama de casa.
En la convivencia con Dña. Lucilia, Mons. João contempló las grandezas de un Dios hecho perdón y sintió el calor del Corazón «materno» de Jesús
Paulatinamente, Mons. João fue percibiendo que Dña. Lucilia había obtenido del Señor un amor profundo y una bondad sin reservas para con los hombres. Veía cómo dedicaba largas horas de contemplación ante la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y comprobó, así, esta afirmación del Dr. Plinio: «De algún modo, Él vive en ella».2 Su persona irradiaba la sacralidad del Redentor en todos los ambientes en los que se encontrara, tiñéndolos de lo sobrenatural y haciendo que las maravillas que habitaban su interior se reflejaran hasta en sus mínimos gestos. El clima creado a su alrededor era tan deslumbrate y tan invitador a practicar el bien, que las personas se sentían en la presencia de Dios mismo, el cual habitaba su virginal alma de bautizada.
Doña Lucilia impresionaba tanto a Mons. João que, en varias ocasiones, contaba él, había sentido inclinación a arrodillarse ante ella para venerarla, asombrado con la inocencia de su alma, la serenidad de su carácter, la tranquilidad de su porte, la pureza de intención de sus obras, la bienquerencia de su trato…, en definitiva, la como que «angelicalidad» de sus virtudes.
Una relación celestial
La convivencia —que más tarde Mons. João la denominaría «luciliana»— se componía de variados encuentros a lo largo del día. Esperaba, ansioso, el momento de poder estar con Dña. Lucilia, aprovechando cualquier oportunidad para analizarla y guardando en su corazón todos los pormenores.
Bastaba acercarse a ella y saludarla, besándole respetuosamente la mano, para sentirse envuelto por su serenidad. La mirada aterciopelada y penetrante de esta dama era para él un reflejo de la pureza de Dios. Décadas después de su fallecimiento, Mons. João recordaba con añoranza el bienestar y la alegría que experimentaba en esa mirada, pues era bondadosa, llena de misericordia y dispuesta a perdonarlo todo.
Sin embargo, al constatar que muchas personas preferían quedarse fuera de su influencia, rechazando así la bienquerencia que rebosaba de su corazón, su mirada se veía envuelta en una hermosa y noble bruma de melancolía: el desencanto por un afecto no correspondido. Este sufrimiento había acrisolado su alma, engrandeciéndola y configurándola plenamente con la Bondad crucificada.
Los recuerdos de esta convivencia celestial no se componen de grandes hazañas ni de lances heroicos. Por el contrario, en las afables relaciones familiares, tomando el té en compañía de Dña. Lucilia, conversando sobre episodios de la infancia del Dr. Plinio, al regalarle una simple rosa u observándola discretamente mientras rezaba el rosario, Mons. João contempló, como en un espejo, las grandezas de un Dios hecho perdón y sintió el calor del Corazón «materno» de Jesús. Una bondad seria, respetuosa, afectuosa, humilde y suave era la clave con la que se relacionaba con los demás.
Sin saber cómo ni cuándo, Mons. João percibió que entre ambos se dio un fenómeno supremamente místico, mediante el cual parte del modo de ser de Dña. Lucilia, de su espíritu, de su mentalidad y de su bienquerencia pasaban a él, con miras, quizá, a extender esas relaciones a otras almas.
Una madre para los siglos futuros
Así pues, no tardó en discernir con tino profético la misión de esa singular madre en el porvenir. Intuyó que tenía un papel providencial, a la manera de una «innovación» propiciada por Dios para atender las apetencias y necesidades de hombres cada vez más huérfanos de bondad. Un tesoro divino, mezcla de novedad y tradición, de un alma encargada de realizar de un modo particular, preciso y minúsculo el bien que la Santísima Virgen obra universalmente a favor de las almas.
Era un alma encargada de realizar de un modo preciso, particular y minúsculo el bien que la Santísima Virgen obra universalmente a favor de las almas
En este sentido, Dña. Lucilia era como la última semilla de la Edad Media que, al caer en la tierra, hizo que naciera algo nuevo para la cristiandad, abriendo, como intercesora, las puertas de una dadivosidad inaudita, capaz de «arruinar» los depósitos de la gracia divina, si éstos no fueran infinitos. Iluminó con los rayos de esa misma civilización cristiana, de la que era heredera, un mundo decadente, donde la bienquerencia había sido sustituida por la vulgaridad, el afecto por el interés, la caridad por un filantropismo ateo.
Meditando sobre las razones de esa manera de actuar de la Providencia, a Mons. João le pareció que, debido a la corrupción y los desvaríos de la sociedad revolucionaria, era necesario que Dios se mostrara más próximo a un mundo que había destruido la imagen de Jesús y de su Madre Santísima, dándole, en Dña. Lucilia, la oportunidad de recordar sus verdaderas fisonomías.
De tal madre, tal hijo
De hecho, era un espejo de ciertas perfecciones divinas, cuyo primer beneficiario había sido su propio hijo, el Dr. Plinio. Admirando de cerca las sólidas virtudes de este varón, Mons. João comprobó cómo era sustentado en la virtud por la presencia de su madre. Doña Lucilia fue el parámetro, la senda, la «tabla de la ley» que lo amparó en su vida espiritual y, siendo llamada por la Providencia a defenderlo, era normal que en la base de la fidelidad del Dr. Plinio estuvieran sus oraciones.
En varias ocasiones, el Dr. Plinio reveló al respecto que había entendido la santidad al contemplar a su madre. Impresionante comentario proveniente de alguien que poseía un profundo discernimiento de los espíritus y que, por tanto, mirando a Dña. Lucilia contemplaba, por un don místico, su alma. La juzgaba entonces tan elevada que le servía de patrón para su propia santificación.
En suma, en la raíz de su perseverancia e, indirectamente, de toda la obra que realizaría por la Iglesia, estaban el ejemplo y el sacrificio de esta dama.
Y Mons. João sentía que también era su madre. Se convirtió en el mayor tesoro de su vida que jamás habría soñado.
El tesoro… en la eternidad
Ahora bien, el fallecimiento de Dña. Lucilia lo cogió totalmente por sorpresa. Ella era de tal forma «su tesoro» que, pensaba, nunca se separarían… El bienestar que la rodeaba, incluso en los momentos de mayor aflicción o enfermedad, hacía que pareciera inmune al sufrimiento y daba la impresión de que viviría eternamente… Por eso, mientras velaba su cuerpo, se preguntaba perplejo: «¿Acaso esta luz nos va a abandonar?».
Tras la muerte de Dña. Lucilia, Mons. João se convirtió en apóstol de sus virtudes, permitiéndole a ella abrazar a una multitud de hijos que recurren a su intercesión
Desde la perspectiva de los años, comprobamos que tantos recuerdos, tantas sonrisas y tantos estímulos les fueron dados a Mons. João para que, guardados en su corazón, nos iluminaran en el futuro. Para él, Dña. Lucilia no se había marchado, mas estaría siempre a su lado, pues la unión de almas entre ellos era profunda. De alguna manera se había hecho «eterna», ya que, desde aquel 21 de abril de 1968, se había convertido en como que su «ángel de la guarda».
A partir de entonces, su presencia —no ya física— se manifestaba por un diálogo constante, marcado por imponderables y por un contacto enteramente místico, cuya iniciativa partía del Cielo. Doña Lucilia se hacía sentir de un modo aún más intenso que si estuviera viva, acompañándolo en cada paso, retirándole los obstáculos de su camino, arreglando situaciones y amparando constantemente a la gran familia espiritual que él difundía por el mundo.
Madre de una multitud de hijos
Y aquí la epopeya de Mons. João adquiere un colorido inesperado. Podía considerarse el afortunado hombre de la parábola, porque había encontrado un tesoro escondido a los ojos del mundo…, pero sentía vivamente que no debía ser el único en disfrutar de esta preciosidad.
Así pues, tras la muerte de Dña. Lucilia, se convirtió en un verdadero apóstol de sus virtudes, difundiendo la devoción a ella entre los jóvenes miembros de la TFP y sus familias, animándolos en las vías de la santidad mediante su ejemplo y obteniendo, por su intercesión, numerosos beneficios. Le revelaba a todos este sublime tesoro, permitiéndole a Dña. Lucilia —que en vida no había podido acoger a tantos hijos bajo su chal materno— abrazar a miles y miles de ellos, presentándolos en sus brazos a la Divina Misericordia.
Ante la tumba de Dña. Lucilia crecía el número de personas que invocaban su intercesión, una señal de haber recibido favores o de esperar alcanzarlos. Y al igual que en la vida, siempre se manifestó solícita en atender a cualquiera que le pidiera su auxilio, casi ansiosa por ayudar al necesitado incluso antes de que éste completara la formulación de su petición.
Monseñor João observó en estas intervenciones que una de las gracias más características de la suave y discreta acción de Dña. Lucilia sobre las almas era un efecto pacificador sobre el temperamento, una serenidad que equilibraba e infundía la certeza de encontrar en ella un amparo seguro, en medio de las incertidumbres y tempestades del mar embravecido del mundo moderno.
Y enseguida también comprobaría que sería sustento y refugio en los días tormentosos que se avecinaban.
Fiel sustentáculo, ardoroso hijo
Con el fallecimiento del Dr. Plinio en 1995, Mons. João veía el comienzo de un nuevo capítulo en su vida, en el que necesitaría el amparo más cercano e intenso de Dña. Lucilia. Durante cuarenta años había colaborado con su hijo y en muchas situaciones su auxilio se había hecho notar; estaba seguro de que tal solicitud no faltaría. ¡Y así fue, pues se multiplicó! Hubo rupturas, dramas e incertidumbres, decisiones drásticas que tomar, pasos audaces que dar, en fin, mil dificultades que, sin la asistencia sobrenatural de su protectora, no habría superado.
En numerosas ocasiones, Mons. João declaró que no tenía dudas del papel asumido por Dña. Lucilia en la inesperada recuperación de varias enfermedades que padeció, en las inexplicables soluciones a casos complicadísimos y en la perseverancia de los cuantiosos jóvenes, consagrados e incluso sacerdotes que él, con sus oraciones, reunía bajo el chal lila de esa maternal señora. Estas intervenciones se revelaban discretas, suaves y eficaces, como lo habían sido sus acciones en la tierra.
La acción de Dña. Lucilia se perpetuó en el ministerio de Mons. João, contribuyendo a vivificar el corazón de la Santa Iglesia
Sin embargo, como en los comienzos de la cristiandad, tampoco faltaron los Herodes, Judas y Nerón, que intentaron a toda costa hacer desaparecer esta luz. Afrontando dolorosas oposiciones internas, equívocos, falsas acusaciones y un sinfín de persecuciones, Mons. João fue el fiel abanderado de la legítima devoción a Dña. Lucilia —anclada en las más firmes y ortodoxas tradiciones de la Iglesia—, no sólo con su ejemplo, sino sobre todo con sus obras.
Ya en vida del Dr. Plinio, el amor filial le había llevado a recopilar los hechos de la vida de Dña. Lucilia y a escribir una biografía ilustrada,3 a propagar su espiritualidad por los cuatro rincones de la tierra, a divulgar los milagros obtenidos por su intercesión y a ofrecerle nuevos hijos espirituales, eslabonando una auténtica cadena de devotos: almas que, unidas a ella, están más cerca del Sagrado Corazón de Jesús.
Una luz para el porvenir
Sólo muchos años después Mons. João comprendió que hasta su relación con la Santa Iglesia estaba, de un modo absolutamente sobrenatural, inserta en esta cadena de amor «luciliano», que penetraba en sus actos y le hacía distribuir con largueza dádivas espirituales a la multitud de hijos que Dios le había concedido. Con la unción sacerdotal, esas dádivas adquirieron nueva fuerza y un matiz de bondad difícil de concebir otro igual, preludio, quizá, de un régimen de gracias sin precedentes para la humanidad. La acción de Dña. Lucilia se perpetuaba así, contribuyendo de manera muy especial a vivificar el corazón del Cuerpo Místico de Cristo.
En este sentido, y a la luz de las promesas de Fátima, podemos develar un poco más los misterios que cubren la singular relación entre ellos, pues para Mons. João la acción de Dña. Lucilia se intensificará especialmente en la hora de los grandes castigos anunciados en Cova da Iria: se hará sentir místicamente, obteniendo del Sagrado Corazón de Jesús la curación, el perdón y la restauración para las almas que se abran a su influencia.
Monseñor João fue el hijo fiel que, infatigablemente, preparó los cimientos para que la promesa de triunfo del Inmaculado Corazón de María se realice cuanto antes, haciendo que ese reino nazca, en primer lugar, en los corazones de los devotos de Dña. Lucilia. ◊
Notas
1 Lucilia Corrêa de Oliveira nació el 22 de abril de 1876 en la ciudad de Pirassununga, Brasil. Tuvo un papel muy importante en la formación del Dr. Plinio, por lo que es considerada por sus discípulos como una madre espiritual.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2008, t. I, p. 527.
3 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013.