Cuando la Iglesia aparece sacudida por una salvaje tempestad, entonces es cuando emerge más bella, más vigorosa, más pura, refulgiendo en el esplendor de las mayores virtudes.
Ciertamente sabéis bien, Venerables Hermanos, que Dios nunca priva a la Iglesia de consuelo alguno, pese a padecer continuamente tribulaciones. Porque Cristo la amó y se entregó por ella, para santificarla y presentarla gloriosa ante Él, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5, 25-27).
Dios hace que el error sirva al triunfo de la verdad
Al contrario, cuando más desenfrenada es la licencia de las costumbres, más feroz el ímpetu de la persecución, más astutas las insidias del error, que parecen amenazar su total ruina, hasta el punto de arrancar de su seno a buen número de sus hijos para arrastrarlos en el torbellino de la impiedad y de los vicios, es entonces cuando la Iglesia experimenta la protección divina con mayor eficacia. Pues, lo quieran o no los malvados, Dios hace que el error mismo sirva al triunfo de la verdad, de la cual la Iglesia es su guardiana vigilante; que la corrupción sirva al aumento de la santidad, de la cual ella misma es promotora y maestra; que la persecución concurra a una admirable liberación de nuestros enemigos.
De modo que cuando la Iglesia aparece ante los ojos profanos sacudida por una salvaje tempestad y casi hundida, entonces es cuando emerge más bella, más vigorosa, más pura, refulgiendo en el esplendor de las mayores virtudes.
Así, la suprema benignidad de Dios confirma con nuevos argumentos que la Iglesia es obra divina; sea porque en la prueba más dolorosa —la de los errores y de las culpas que se infiltran en sus propios miembros— le hace superar la amargura; sea porque le muestra cumplidas las palabras de Cristo: «las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18); sea porque comprueba realmente realizada la promesa: «sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20); sea, en fin, porque da testimonio de esa misteriosa virtud por la cual «otro Paráclito» (Jn 14, 16), prometido por Cristo en el momento de su Ascensión, derrama continuamente sus dones en ella, la defiende y consuela en cada una de sus tribulaciones: «El Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros» (cf. Jn 14, 17).
De esta fuente brotan la vida y el vigor de la Iglesia; de ella fluyen también el espíritu que la distingue de todas las demás sociedades, como enseña el Concilio Ecuménico Vaticano, por los signos manifiestos, que la marcan y la constituyen «como un estandarte levantado entre las naciones».1
Intachable en la santidad de su doctrina y de sus leyes
Y, de hecho, es sólo por un milagro del poder divino que, atrapada entre el torrente de la corrupción y la frecuente deficiencia de sus miembros, la Iglesia, en cuanto Cuerpo Místico de Cristo, pueda permanecer intachable en la santidad de su doctrina, de sus leyes y de su finalidad; obtener, asimismo, fecundos efectos que de sus mismas causas se derivan; y cosechar, de la fe y de la justicia de sus hijos, abundantes frutos de salvación.
Y no es un signo menos evidente de su vida divina que —entre tantas y tan vergonzosas complicidades de perversas opiniones, entre un número tan grande de rebeldes, entre tantas multiformes variedades de errores— persevere inmutable y constante, como columna y soporte de la verdad, en la profesión de la misma doctrina, en la comunión de los mismos sacramentos, en su divina constitución, en el gobierno, en la moral. […]
Se denominaron reformadores, pero eran corruptores
Esta admirable influencia de la Divina Providencia en la obra de restauración promovida por la Iglesia se manifiesta espléndidamente en el siglo que vio surgir, para estímulo de los buenos, a San Carlos Borromeo. Por entonces, bajo el tiránico dominio de las pasiones, en medio del distorsionado y oscurecido conocimiento de la verdad, la lucha contra los errores era constante y la sociedad humana, precipitándose en lo peor, parecía correr hacia el abismo. De entre estas calamidades surgían hombres orgullosos y rebeldes, enemigos de la cruz de Cristo, hombres de sentimientos terrenales, cuyo Dios es el vientre (cf. Flp 3, 18-19).
Éstos, en lugar de aplicarse en corregir las costumbres, negaban los dogmas, multiplicaban los desórdenes, relajaban el freno del libertinaje para sí mismos y para los demás; o bien, despreciando la dirección autorizada de la Iglesia y adulando las pasiones de los príncipes o de los pueblos más corruptos, derrocaban de una manera casi tiránica su doctrina, su constitución, su disciplina. Luego, imitando a aquellos impíos a quienes se dirige la amenaza: «¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien!» (Is 5, 20), a ese tumulto de rebelión y esa perversión de la fe y la moral lo llamaron reforma y a ellos mismos, reformadores. Pero, en realidad, eran corruptores. […]
Renovarse para discernir la voluntad de Dios
La Iglesia, de hecho, conociendo bien cómo los sentimientos y los pensamientos del hombre están inclinados al mal (cf. Gén 8, 21), no cesa nunca de luchar contra los vicios y los errores, para que sea destruido el cuerpo del pecado y dejemos de servir al pecado (cf. Rom 6, 6).
Y en esta lucha, como maestra de sí misma y guiada por la gracia, la cual es infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, adopta la norma de pensar y de actuar del Doctor de los Gentiles, que dice: «Renovaos en el espíritu de vuestra mente» (Ef 4, 25); y «no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12, 2).
Ni el hijo de la Iglesia ni el reformador sincero se convencen nunca de haber alcanzado la meta, sino que sólo declaran tender a ella, como el Apóstol: «Olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús» (Flp 3, 13-14).
De esto se desprende que, unidos con Cristo en la Iglesia, «hagamos crecer todas las cosas hacia Él, que es la cabeza, del cual todo el cuerpo procura ese crecimiento, para construcción de sí mismo en la caridad» (cf. Ef 4, 15-16). Y la Iglesia, nuestra madre, sale siempre a cumplir ese misterio de la voluntad divina, de recapitular todas las cosas en Cristo, en la ordenada plenitud de los tiempos (cf. Ef 1, 10).
El origen de las apostasías es el mismo: el enemigo del hombre
No pensaban en estas cosas los reformadores a quienes se opuso Carlos Borromeo; pretendían reformar la fe y la disciplina a su antojo. Ni son mejores las pretensiones de los reformadores modernos contra quienes tenemos que luchar, Venerables Hermanos. Ellos también subvierten la doctrina, las leyes, las instituciones de la Iglesia, siempre con el grito de la cultura y la civilización en sus labios, no porque les importe demasiado este punto, sino porque con estos pomposos nombres pueden ocultar más fácilmente la maldad de sus intenciones.
¿Y cuáles son, en realidad, sus objetivos, cuáles sus complots, cuál el camino que pretenden seguir? Ninguno de vosotros lo ignoráis, y cuyos designios ya han sido denunciados y condenados por Nos. Proponen una apostasía universal de la fe y de la disciplina de la Iglesia; una apostasía mucho peor que la antigua, que puso en peligro el siglo de Carlos Borromeo, porque se insinúa más hábilmente, escondida en las mismas entrañas de la Iglesia, y extrae más sutilmente consecuencias extremas de sus principios erróneos. ◊
Fragmentos de: SAN PÍO X.
«Editæ Saæpe», 26/5/1910.
Traducción: Heraldos del Evangelio.
Notas
1 CONCILIO VATICANO I. Dei Filius, c. III.