«Pregunta a las bestias y te instruirán; a las aves del cielo, y te informarán» (Job 12, 7). Si un pájaro pudiera hablar, cómo nos gustaría preguntarle: «Dinos, ¿qué se ve en las vastedades celestiales? ¿Cómo es afrontar los vientos, las tormentas, la inestabilidad del clima y de la atmósfera? ¿Qué encantos, peligros y hazañas hacen tu existencia en el aire?». Cuántas lecciones de sabiduría podríamos sacar… Pues bien, lo que las aves no pueden transmitir, el hombre se arriesga a interpretarlo.
Existe un pájaro que curiosamente parece hecho para indicar el valor de la vida sobrenatural infundida en nosotros por el Bautismo: el vencejo común. Su principal característica no es el animado aleteo de las golondrinas, sino tener el cielo como hábitat permanente. Posee la rara capacidad de volar hasta diez meses consecutivos, sin tomarse un solo descanso. Su metabolismo le permite soportar largos recorridos a alta velocidad; incluso recupera las fuerzas durmiendo en el aire. Goza de un agudo instinto para «interpretar» los vientos, aprovechándolos para planear.
Sin embargo, esta ave tiene una carencia: sus patas son cortas y están desprovistas de garras, de modo que si se posara en un terreno llano no conseguiría impulsarse de nuevo para volar; esperaría a que un viento fuerte la elevara, de lo contrario moriría donde aterrizó… ¿Será esto un defecto? No. Dios la concibió para las alturas, como el pez fue hecho para nadar.
Ahora bien, nos admira que una simple criatura se mantenga en el cielo durante casi un año. Pero si ese pájaro pudiera pensar, osaría preguntarnos: «Decidme cómo es ser un hombre, habitante de la tierra, llamado a vivir en el Cielo. Decidme, ¿cómo os volvisteis celestiales por el Bautismo, partícipes de la naturaleza misma de Dios? Contadme las maravillas de la gracia; describidme los magníficos y grandiosos panoramas, que me están prohibidos, del mundo sobrenatural».
Oh, qué vergüenza del que pensara: «Alturas de la gracia, ¡qué me importan! Hace tiempo que aterricé en el muérdago del placer y del pecado».
«Volar»… se ríen los pecadores empedernidos. «Volar»… anhelan las almas arrepentidas. Lloran sus males, codician las alturas que ya no pueden alcanzar por sí solas. Y aquí se detiene la hipotética voz del pájaro para hablarnos a cada uno de nosotros el ángel de la guarda:
Cuando te veas agobiado bajo el peso de tus propias miserias, postrado en tierra por tus faltas; cuando, por desgracia, hayas perdido la gracia por el pecado, no mires el abismo que pende bajo tus pies. Al contrario, mira hacia lo alto, hacia ese Cielo que te pertenecía, que en realidad es tuyo, y que por un momento te ha sido robado. La nostalgia te invadirá y de tu alma brotará la más hermosa súplica a María: «Madre mía, compadécete de mí, ¡hazme volar!».
Las suaves brisas de la compunción anuncian la proximidad de una resurrección. Y el mismo Dios que le sopló al muñeco de Adán, infundiéndole vida, el mismo Dios hecho hombre que sopló sobre los Apóstoles, comunicándoles el divino Espíritu Santo (cf. Jn 20, 22), te espera en el confesionario para enviar sobre tu alma los nuevos vientos de la gracia, para hacerte volar otra vez en los elevados cielos del mundo sobrenatural.
Cuando te des cuenta, estarás no ya entre nubes, sino envuelto en los brazos de la Santísima Virgen, que rogó y lloró por ti, perdonándote con extrema compasión.
Ella poblará los siglos futuros de innumerables almas que, aunque pequeñitas y débiles, a su voz recibirán nuevo aliento y vigor. Es la nueva era que comenzará, en la cual María será efectivamente Reina y a justo título Madre, porque a través de su poder impetrador obtendrá de Dios, a favor de una humanidad que yace en tinieblas, mil resurrecciones a la vida de la gracia. ◊
Madre guíame en mi vida , que yo sea lo que Dios quiere de mi pon en mi palabras y obras lo que debo hacer y no hacer .