Dado que el hombre está compuesto de cuerpo y alma, más nocivos que los males que afectan a los cuerpos son los que dañan a las almas. ¡Cuán a menudo nos olvidamos de esta realidad!

 

Desde hace casi dos años la humanidad viene siendo azotada por un nuevo virus. En consecuencia, la preocupación por la salud está altamente en boga en nuestros días, hasta el punto de que muchos tratan de informarse acerca de las enfermedades más recientes, así como de los medios para prevenirlas.

Sin embargo, no pocas veces nos olvidamos de que mucho más nocivos que los males que afectan al cuerpo son aquellos que dañan al alma, pues mientras los primeros pueden llevarnos a la muerte temporal, los otros nos conducen a la perdición eterna.

Una enfermedad milenaria

Tras la caída de nuestros primeros padres —que muchos consideran que ocurrió hace cerca de siete mil años—, el hombre se vio gravemente perjudicado en su integridad, sea física, sea espiritual. De hecho, la intemperancia de las pasiones y la inclinación hacia el mal, presentes ahora en todos los habitantes de este valle de lágrimas, no existían en el alma de Adán y de Eva antes del pecado original.

A partir de entonces, una enfermedad, a menudo olvidada, comenzó a asolar a la humanidad: la presunción o pretensión. Por su gravedad y amplitud, bien se la puede considerar como una auténtica pandemia… espiritual.

¿Qué es la pretensión?

Alegoría de la vanidad, por Pietro Cándido

En sentido lato, pretensión es la «acción de pretender» —querer ser o conseguir algo— y su «efecto», la cosa que se pretende. Ahora bien, en ambos casos se distinguen dos clases de propósitos para lograr tal fin.

Una primera significación sería positiva, es decir, la legítima actitud de un individuo que, tras medir sus cualidades, aspira alcanzar un objetivo proporcionado consigo mismo y que para ello aplica los medios adecuados. Por ejemplo, un estudiante de Medicina tendría el derecho de pretender ejercer la profesión y convertirse en un médico experimentado y de éxito.

Pero en correspondencia con la segunda acepción de «pretender», ese término es visto, en general, de forma negativa e incluso peyorativa —de donde se deriva la presunción. ¿Por qué?

El vicio de la presunción

Al contrario de lo que les podía parecer a algunos, el vicio de la presunción no está vinculado a la prosperidad económica. El rico no tiene porqué ser necesariamente presuntuoso y para ser presuntuoso no hace falta ser rico… Un ejemplo de esto lo encontramos en San Lázaro, el amigo del Señor, del cual dice la tradición que se trataba de un hombre con muchas posesiones.

Tampoco se confunde con el deseo de perfección y de grandeza, siempre que éstas se ajusten a la realidad.

La raíz de la presunción se halla en el orgullo, fruto del desarreglo interior del hombre, por el cual sus deseos a menudo tienden a objetivos que no le competen o no están a su alcance. Como resultado, pasa a vivir una realidad imaginaria con la que busca iludirse a sí mismo o a los demás. He aquí al presuntuoso, en la fuerza del término.

Hay casos en los que el presuntuoso posee de hecho ciertas habilidades o dotes, pero las exagera hasta extremos que ya no son los reales y empieza a anhelar ávidamente una realización que no le corresponde.

Luego, ¿cómo desear ser grande sin caer en esas exageraciones?

Magnanimidad, humildad y presunción

Tratando sobre la fortaleza, Santo Tomás de Aquino enumera la magnanimidad como una de sus virtudes anexas. Esta última es precisamente la que «pone los grandes honores un modo racional»,1 es decir, la que le proporciona al hombre el desear cosas admirables sin caer, no obstante, en el vicio de la presunción ni en el de la pusilanimidad.

San Bernardo predica la Segunda Cruzada en Vézelay, por Émile Signol – Palacio de Versalles (Francia)

En efecto, se peca por exageración o por defecto. La presunción es el desvío por exceso,2 mientras que la pusilanimidad lo es por carencia, porque «así como por la presunción uno sobrepasa la medida de su capacidad al pretender más de lo que puede, así también el pusilánime falla en esa medida de su capacidad al rehusar tender a lo que es proporcionado a sus posibilidades».3

Por lo tanto, una actitud humilde y sin pretensiones no consiste en rechazar toda y cualquier aspiración, sino en desear lo que le es debido, según la voluntad de Dios.

Mosaico de la predicación de San Pablo en Berea, Vería (Grecia)

En este sentido, la vida de los santos nos da una continua lección. A fin de cuentas, ¿cómo negaríamos que figuras como San Pablo, San Bernardo, Santa Teresa y otras muchas hayan aspirado, con éxito, a grandes metas? En cambio, lo que hacía que sus obras no solamente fueran lícitas, sino plenas de mérito era que las cumplían para mayor gloria de Dios, sin deseo alguno de realización personal. Ese es el termómetro de la presunción.

De manera que si ambiciono lo fausto para mí, sin duda la fiebre de la presunción ha comenzado a provocar sus delirios en mi interior. No obstante, si aspiro a realizaciones —incluso desmesuradamente grandes— para gloria de Dios, no es la fiebre, sino el fuego del amor divino lo que abrasa mi alma.

Primer milagro realizado por Santa Teresa de Jesús, resucitando a su sobrino, por Luis de Madrazo – Museo del Prado, Madrid

Ahora bien, ¿cómo puedo reconocer si lo que me mueve a hacer algo es caridad o amor propio? ¿Cómo sé si actúo presuntuosa o modestamente?

Los síntomas de la presunción

En las enfermedades naturales, la percepción de sus síntomas nos proporciona una noción bien exacta de los males que afectan al cuerpo. En las enfermedades sobrenaturales, eso también nos es de gran valor.

Con base en su experiencia en la dirección de almas, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira «diagnosticó», en una conferencia realizada en 1969,4 algunos «síntomas» de la presunción, a fin de facilitarles a sus seguidores el discernimiento acerca de la existencia de ese vicio en sí mismos.

Aunque puedan concurrir otros síntomas no enumerados aquí o algunos de ellos sean reconocidos en más de una enfermedad sobrenatural, la constatación de todos le facilitará al lector tener una noción clara del grado de desarrollo de la «enfermedad».

La agitación

«La agitación no sólo es producida por la presunción, sino que ésta produce siempre la primera», explica el Dr. Plinio.

Cuando un individuo tiene el mencionado vicio, trata de imponer —tanto a él como a los otros— un elevado concepto de sí mismo. Y como resultado del esfuerzo de causar buena impresión, queda tenso y agitado.

Imaginemos, por ejemplo, a un orador que antes de dar una conferencia empieza a sentir una extraña ansiedad. ¿No será ésta el fruto de cierta vanidad oculta, que ansía realizarse en una gloria infundada? Es algo a cuestionarse…

Por el contrario, el alma sin pretensiones sabe medirse: es aquello que es, con sus cualidades y limitaciones, y al respecto «ni se avergüenza, ni se molesta». Tal actitud interior genera una enorme estabilidad.

La inquietud

El segundo síntoma es la inquietud.

Uno podría objetar: ¿eso no es lo mismo que la agitación? No. Si una persona gana una gran fortuna en la lotería es posible que se agite. Estaría muy contenta con lo ocurrido, llegando quizá a perder el control de sus primeras reacciones tras oír la noticia. Sin embargo, ¿alguien diría acaso que está inquieta? El Dr. Plinio cree que no, porque la inquietud siempre se produce por medio de un temor.

Como el presuntuoso tiene recelo de no conseguir realizar sus objetivos o no escenificar bien su seudorealidad, se aflige ante tan difícil tarea. Además, por el hecho de no contentarse nunca con la gloria recibida, aunque alcance determinado resultado, enseguida deseará obtener el doble. Como, no obstante, percibe instintivamente que hay mucho riesgo de no llegar a eso, se inquieta.

En síntesis, mientras que la agitación proviene del deseo de aparentar ser más de lo que se es, la inquietud surge cuando ese objetivo parece muy difícil de ser alcanzado, haciéndose inminente el fracaso.

Por otro lado, el alma modesta, sin pretensiones, experimenta en sí una gran serenidad, porque sabe que todo ser humano es contingente por naturaleza y que, sin el auxilio divino, sus obras nunca resultarán tan perfectas como desearía. En consecuencia, hace todo lo que está a su alcance, pero sin aflicción. Lo que no sea posible para sí, lo será para su Señor, pues a fin de cuentas «Dios lo puede todo» (Mt 19, 26).

La irritabilidad

El tercer síntoma de la presunción es la irritabilidad.

De la misma forma que el presuntuoso se inquieta ante la posibilidad de que no le otorguen el debido valor a su falsa imagen, cuando se da cuenta de que sus proyectos de realización han sido manchados, aun levemente, tiende a irritarse ante ese fracaso.

Imaginemos a un individuo que juzga poseer una belleza que no se corresponde con la realidad. Cuando oye una crítica a su apariencia, se irrita profundamente con ese interlocutor poco delicado.

Pensemos, por otra parte, en alguien que se considera el mejor atleta de su ciudad. Si honran a otro deportista en su presencia, se irritará fácilmente. El Dr. Plinio imagina, no sin cierta jocosidad, lo que pasaría por la mente de alguien así: «¡Cómo pueden elogiarlo delante de mí, que soy el astro y el fénix de los atletas! ¡Cómo osan alabar a ese, que no es sino una gota de agua ante el mar que soy yo!».

¿Por qué esa irritación? En su alma la fiebre de la presunción tiende a causar delirios de cólera.

Si, por el contrario, la brisa suave de la modestia murmura en su interior, sabrá no irritarse delante de los ultrajes, los cuales siempre serán inferiores a los sufridos, injustamente, por el Redentor en su Pasión. Por eso, a semejanza del divino Maestro, el discípulo fiel se volverá «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Es afable.

La desconfianza

«La persona que esconde algo siempre desconfía», observa el Dr. Plinio. El presuntuoso oculta su falta de valor; por tanto, al temer que los demás perciban su farsa, desconfía de todo y de todos.

El Dr. Plinio en la década de 1970

Se parece a un hombre que, por defecto de nacimiento, poseyera únicamente una oreja. Para remediar tal situación, encarga una oreja de silicona tan bien conseguida que se acerca bastante a la natural. Sin embargo, bastaría que alguien se fijara detenidamente en él para que, ipso facto, se pusiera a desconfiar de que le estaban mirando la oreja postiza. Lo mismo sucede con el que crea para sí la máscara de la presunción.

Pero el que vive sin esa máscara deja de estar continuamente preocupado consigo mismo y, de manera perspicaz, aprende a analizarlo todo con distancia, frialdad, tranquilidad y sin sobresaltos.

El frenesí

El quinto síntoma es el frenesí.

El presuntuoso quiere ganar y, en su «estadio interior», continuamente está alimentado por los vítores del triunfo. En su frenética pasión, en su exagerada afición, no se contenta con los resultados alcanzados, sino que siempre quiere aumentar su gloria y su prestigio: los desea duplicados, triplicados… hasta el infinito.

Imaginemos a una persona que le guste, por ejemplo, ser considerada como alguien de conversación entretenida. Supongamos que, por medio de un esfuerzo descomunal, repitiendo cosas que ha oído de otros e imitando a terceros —una porción de «orejas de silicona»—, logra alcanzar un resultado muy superior a su natural. No se contentará y enseguida querrá conseguir mucho más. Resultado: vivirá en un estado permanente de frenesí.

Sin embargo, nadie será mejor o peor por actuar frenéticamente con mayor o menor intensidad. Se trata más de un sentimiento irracional que de un medio lógico de alcanzar un fin.

Al contrario, el que confía y tiene fe llegará a mover montañas (cf. Mt 17, 20). En resumen, la persona sin pretensiones no tiene accesos de frenesí; reza.

La solución

He aquí los síntomas más relevantes de la presunción y, en consecuencia, de la modestia. Su elenco no está hecho en un orden cronológico, quizá porque esa «enfermedad» es muy variada en cada «paciente».

Por otra parte, casi siempre un síntoma vendrá acompañado del otro, de manera que en el orden práctico son difícilmente separables.

No obstante, si el lector constata la existencia de alguno de ellos en su alma, no se desespere. Antes bien, aumente su confianza en aquel que no vino «a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9, 13) y pídale, por intercesión de su Santísima Madre, que lo libre de esa enfermedad, seguro de que, por mucho que tarde, un día la curación vendrá. 

 

Notas

1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 129, a. 3.
2 Cf. Ídem, q. 130, a. 2.
3 Ídem, q. 133, a. 1.
4 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 11/3/1969.

 

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