En el mundo egoísta e interesado en el que vivimos, es difícil encontrar un amigo verdadero que esté siempre dispuesto a ayudarnos sin esperar nada a cambio. Incluso, tal vez, tengamos la impresión de que ya no existe ese tipo de persona…
Pero sí, ¡existe! ¡Y son millones! Los santos que están en el Cielo, que participan de la caridad de Dios mismo y están totalmente unidos a Él, sienten por nosotros una bienquerencia que ni siquiera nuestro hipotético mejor amigo nos manifestaría.
Es imposible imaginar a los bienaventurados inmersos en el torrente de las delicias de Dios (cf. Sal 35, 9) y ajenos a la ardua vida de los pobres mortales. En realidad, el fuego del amor divino los impulsa a interesarse por nosotros, como afirma Santo Tomás: «Los santos que están en el Cielo tanto más oran por los viadores […] cuanto más perfecta es su caridad» (Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 11).
Como fundamento para la veracidad de esa intercesión celestial, el Doctor Angélico aduce la autoridad de San Jerónimo: «Si los Apóstoles y los mártires, en su vida corporal, cuando aún debían preocuparse por sí mismos, podían orar por los demás, cuánto más después de haber alcanzado la corona, la victoria y el triunfo» (Contra Vigilantium, n.º 6: PL 23, 344).
Además, la oración de los bienaventurados tiene «eficacia impetratoria en virtud de sus méritos y de la divina aceptación» (Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 11, ad 1), pues, habiendo ganado las batallas de la vida, mientras estaban en la tierra «merecieron poder orar por nosotros» (ad 5). ¡Ésa es la unión espiritual entre todos los miembros de la Iglesia!
Pero, podría objetar alguien, ¿para qué recurrir a los santos, si los méritos de Jesucristo ya nos lo pueden conseguir todo? El Aquinate responde luminosamente: «Dios quiere que los seres inferiores sean ayudados por todos los superiores. Por este motivo nos es preciso implorar el auxilio no sólo de los santos superiores, sino también de los inferiores» (ad 4). Además, «Dios quiere darnos a conocer su santidad» (ad 4), porque, como dice la liturgia en uno de los prefacios de los santos, al coronar los méritos de los justos el Señor exalta sus propios dones.
De hecho, a pesar de que sería absolutamente suficiente recurrir en nuestras oraciones sólo a la misericordia divina, el Sagrado Corazón de Jesús, en su infinita bondad, se complace en hacer a sus amigos (cf. Jn 15, 15) partícipes de su poder mediador. No es como el superior que prefiere emprender él solo las acciones que podría delegar en otros; al contrario, actúa como un jefe bondadoso al que le gusta involucrar en el mando a sus subordinados.
Cuando tenemos que realizar ágilmente un trámite complicado, solemos preguntar a nuestros allegados cuál es la manera más eficaz de conseguir lo que necesitamos, y siempre buscamos una «entrada» o un «padrino» para ese fin. «Quien no tiene padrino, muere pagano», reza un dicho popular. Pues bien, no olvidemos que tenemos miles de «padrinos» en el Cielo, que nos conocen y nos aman. Para ayudarnos, ¡sólo esperan que recurramos a su intercesión! ◊

