La monumental imagen de Nuestro Señor que preside una de las postales más bellas de Brasil, lejos de tener una finalidad meramente estética, nos remonta a altísimas nociones teológicas. El corazón a la vista, las llagas expuestas y los brazos abiertos justifican el título sumamente apropiado que lleva la estatua: Cristo Redentor.
En efecto, el corazón y las llagas simbolizan el amor infinito de un Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos y por cuyas cicatrices hemos sido curados (cf. Is 53, 45). Los brazos, perpetuamente extendidos hacia el hombre redimido, manifiestan la continua disposición de nuestro Salvador para perdonar y acoger al pecador arrepentido, cualesquiera que sean sus faltas. Además, la imagen se halla en lo alto, a la vista de todos, como representando la universalidad de la Redención, de cuyos frutos todos pueden beneficiarse.
Los Evangelios lo demuestran: Jesús vino al mundo para salvar. No es otra la enseñanza que se saca de parábolas como las del hijo pródigo, de la oveja descarriada y de la dracma perdida (cf. Lc 15), o de pasajes como el de la mujer sorprendida en adulterio, sobre lo cual el divino Juez no pronunció ningún otro decreto que el de la misericordia: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11).
En su manifestación extrema, la blasfemia es el más grave de los pecados, y entre ellos la blasfemia contra el Espíritu Santo llega a ser la más funesta
Ante tal evidencia, no podemos sino rebosar de gratitud para con nuestro amantísimo Redentor. Pues ¿qué más podría haber hecho por amor a nosotros? De hecho, la única condición requerida por la justicia divina para que el pecador encuentre misericordia es el sincero arrepentimiento de sus faltas: «Un corazón quebrantado y humillado, Dios no lo desprecia nunca» (cf. Sal 50, 19).
Sin embargo, igualmente frecuentes son los pasajes en los que podemos vislumbrar la inexorable justicia del Señor y la radicalidad exigida a sus seguidores: «Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la gehena» (Mt 5, 29).
¿Habrá entonces una contradicción en los Evangelios? No. Todas estas nociones son armónicas y constituyen un único todo divinamente arquitectónico, aunque algunos fragmentos puedan causarnos de vez en cuando cierto sobresalto, debido a nuestra parva comprensión acerca de su auténtico significado.
«No tendrá perdón jamás»
En este sentido, los Evangelios sinópticos registran un pasaje misterioso, que parece contradecir otras enseñanzas del divino Maestro.
San Marcos escribe: «Todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre» (3, 28-29). San Mateo refiere términos similares: «Cualquier pecado o blasfemia serán perdonados a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y quien diga una palabra contra el Hijo del hombre será perdonado, pero quien hable contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este mundo ni en el otro» (12, 31-32). Finalmente, narra el evangelista San Lucas: «Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará» (Lc 12, 10).
Ahora bien, ¿no fue el propio Jesús quien enseñó a Pedro que no hay límites para el perdón (cf. Mt 18, 21-22)? Entonces, ¿cómo puede existir un tipo de pecado que sea, en sí mismo, imperdonable?
El tema es desarrollado brillantemente por Santo Tomás de Aquino, en cuyas obras encontramos una minuciosa explicación aliada a su amplia y clarísima visión teológica, tan característica de este gigante del pensamiento cristiano.
Un tema tratado en varias obras
La blasfemia contra el Espíritu Santo es una temática recurrente en varios escritos del Doctor Angélico: en su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, en las Cuestiones disputadas sobre el mal, en las Cuestiones de Quodlibet y en el Comentario al Corpus Paulinum. Además, diversos pensamientos de los Padres de la Iglesia y de autores cristianos acerca del asunto son recogidos en su Catena Áurea. Finalmente, la célebre Suma Teológica, sobre la que pondremos especial atención, alberga la peculiar explicación metódica y esclarecedora que el lector habituado al contacto con esta obra conoce tan bien.1
Los escribas pecaron contra el Espíritu Santo al haber blasfemado contra Cristo en cuanto Dios, y no sólo en cuanto hombre
Dedicada específicamente a la blasfemia contra el Espíritu Santo, la cuestión 14 de la Secunda secundæ se inserta en el Tratado sobre la fe, y va precedida de consideraciones sobre la blasfemia en general, en la cuestión 13. En ésta, el Aquinate2 afirma que la blasfemia en su manifestación extrema, es decir, la infidelidad acompañada de la repulsa de la voluntad que detesta la honra divina, constituye el más grave de los pecados. Partiendo de este supuesto, podemos entonces considerar aquel que, entre los pecados más graves, llega a ser el más funesto.
Para Santo Tomás,3 la blasfemia contra el Espíritu Santo puede ser considerada bajo tres prismas, a un tiempo diversos y correlatos, que resultan de las opiniones de los Padres de la Iglesia y de otros autores acerca del tema.
Blasfemia, impenitencia y malicia
En primer lugar, se dice que hay pecado contra el Espíritu Santo cuando se profiere literalmente una blasfemia contra Él, ya sea considerando Espíritu Santo como nombre propio de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, ya sea atribuyéndolo como nombre esencial de toda la Trinidad, de la cual cada Persona es espíritu y es santa.
Por eso, la Sagrada Escritura distingue la blasfemia contra el Espíritu Santo de la blasfemia contra el Hijo del hombre. Porque Jesús realizaba acciones propias a la humanidad, como alimentarse, por las cuales los judíos lo injuriaron con calumnias, diciendo que se excedía en el comer y en el beber (cf. Mt 11, 19). Dicha ofensa constituía un pecado contra el Hijo del hombre, Jesucristo, respecto de su humanidad santísima. Sin embargo, el Redentor también realizaba acciones propias a su divinidad, como expulsar demonios y resucitar muertos. Y fue porque blasfemaron contra Cristo en cuanto Dios que los escribas pecaron contra el Espíritu Santo, pues le atribuyeron al diablo lo que le pertenece al Creador, cuando afirmaron: «Expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios» (Mc 3, 22).
Sobre esta distinción, el Doctor Angélico4 menciona también un ejemplo muy esclarecedor, tomado de San Atanasio. Mientras caminaban hacia la tierra prometida, los hijos de Israel murmuraron repetidamente contra Moisés y Aarón por la falta de pan y de agua, pero el Señor toleró pacientemente esta falta, ya que en ella había excusa de la debilidad de la carne. No obstante, cuando ese mismo pueblo fabricó un ídolo de metal fundido y le atribuyó beneficios divinos —«Éste es tu dios, Israel, el que te sacó de Egipto» (Éx 32, 4)—, Dios los castigó severamente, permitiendo que miles de hombres cayeran muertos en el campamento y amenazándolos con futuros castigos (cf. Éx 32, 34).
Al recusar la misericordia divina, el pecador rechaza a Dios mismo y, de manera especial, rechaza la bondad del Espíritu Paráclito
En una segunda acepción, esta vez originaria de San Agustín, el pecado contra el Espíritu Santo puede ser entendido como la propia impenitencia final, por la que alguien permanece en su falta hasta la muerte. ¿Y por qué tal pecado llevaría ese nombre? Porque es precisamente por el divino Paráclito, Amor del Padre y del Hijo, por el que la remisión de los pecados es obrada. Así, al rechazar el perdón divino, el pecador rechaza a quien se lo ofrece: Dios mismo.
Santo Tomás presenta también un tercer modo de entender ese gravísimo pecado, pero sin mencionar el nombre de los maestros a quienes se atribuye el desarrollo del asunto.
He aquí la explicación: así como al Padre le es propio el poder y al Hijo, la sabiduría, al Espíritu Santo le es propia la bondad. En consecuencia, se pueden enumerar tres categorías de pecados, cada una de ellas dirigida especialmente a una Persona de la Santísima Trinidad: los de debilidad, en oposición al poder, contra el Padre; los de la ignorancia, en oposición a la sabiduría, contra el Hijo; y finalmente los de malicia, en oposición a la bondad, contra el Espíritu Santo. Pecar contra la bondad y, por tanto, contra el Paráclito, es pecar por malicia, por libre elección del mal, es decir, escogiéndolo conscientemente sin excusa alguna de debilidad de la carne o ignorancia de la mente.5
Un pecado de odio a Dios
Pero la duda sigue siendo: ¿por qué el pecado contra el Espíritu Santo es tenido por irremisible e imperdonable?
Para contestar a esta pregunta, analicemos aún esa falta bajo la tercera acepción enunciada por Santo Tomás. Si consideramos que el pecado de malicia se comete por desprecio consciente de los efectos del Espíritu Santo en el alma humana,6 llegamos a la grave conclusión de que quien así obra odia a Dios.
Cabe aquí hacer una distinción. El mal del pecado consiste en el alejamiento de Dios, y esto puede ocurrir de dos maneras: de modo relativo, como ocurre en los pecados de lujuria o gula, en los que el hombre desea un placer desordenado que trae consigo la separación del Señor como consecuencia necesaria; y de modo voluntario y directo, como en el caso del odio a Él. Así pues, por la malicia que implica esta falta, el odio contra Dios es por excelencia el pecado contra el Espíritu Santo.7
Especies de pecado contra el Espíritu Santo
A su vez, ese pecado se divide en seis especies,8 relacionadas con los medios de los que el hombre puede servirse para evitar las faltas o para permanecer en ellas.
Así, lo que primero nos libera del pecado es la realidad del juicio divino, frente a la cual surgen dos errores: la desesperación, contrario a la esperanza en la misericordia de Dios, y la presunción, que presume alcanzar la gloria sin méritos ni penitencia por las faltas y se opone al temor de la justicia divina, que castiga los pecados.
También pueden apartarnos del pecado los dones de Dios, como el conocimiento de la verdad, contra el cual surge la impugnación a la verdad, es decir, la negación de la verdad de fe conocida como tal, con el objetivo de pecar más libremente. Está igualmente el precioso auxilio de la gracia interior, eliminado por la envidia de la gracia fraterna, es decir, la que obra en nuestros hermanos, pecado eminentemente diabólico, que lleva al hombre a entristecerse no sólo por los beneficios espirituales concedidos al prójimo, sino también por el aumento de la gracia de Dios en el mundo.
La blasfemia contra el Espíritu Santo excluye los medios que llevan al hombre a arrepentirse y pedir perdón, y por eso se dice que es «irremisible»
Finalmente, la consideración del pecado le puede servir al hombre como medio para distanciarse del mal, bien por su vileza y horror, que lo alejan de Dios, bien por la mezquindad de los bienes transitorios que a través de él se alcanzan, lo que debería dificultar la fijación de la voluntad en el pecado. Pero a la consideración de la miseria del pecado y de la repulsa de Dios se opone la impenitencia del corazón, entendida como el propósito deliberado de no arrepentirse nunca de las faltas; y contra la meditación de las escasas ventajas del pecado se levanta la obstinación, por la que el hombre se aferra firme y ciegamente a sus propias faltas y sus despreciables placeres.
De modo que la pregunta planteada unas líneas más arriba encuentra una respuesta adecuada: la blasfemia contra el Espíritu Santo no se llama «irremisible» por el hecho de que jamás puede ser perdonada, sino porque excluye efectivamente los medios que pueden llevar al hombre a arrepentirse y a pedir perdón, de la misma manera que de una dolencia que priva al enfermo de las condiciones favorables para su recuperación se dice que es incurable.9 «El pecado contra el Espíritu Santo obstruye el camino de la gracia, motivo por el que, si permanece el pecado contra el Espíritu Santo, no hay capacidad para la gracia por parte del que peca»,10 afirma el Aquinate.
Vigilancia y confianza
Sírvanos la consideración de ese gravísimo pecado —el peor de todos— para que crezcamos en la vigilancia y en la confianza.
Vigilancia, porque nada grande sucede en un instante. Sucesivas infidelidades, dureza de corazón, desprecio por la práctica de la religión… Todo ello puede, con el tiempo, llevar a cualquier hombre a cometer los pecados más graves.
Y confianza porque, en palabras del Doctor Angélico, el pecado contra el Espíritu Santo «es irremisible por su naturaleza, en cuanto que excluye lo que causa la remisión del pecado. No queda, sin embargo, cerrado del todo el camino del perdón y de la salud a la omnipotencia y misericordia de Dios, la cual, como por milagro, sana a veces espiritualmente a esos impenitentes».11 Si ni siquiera el peor de los pecados logra ponerle límites a la bondad del Todopoderoso, ¿cómo podemos desconfiar de su amor por nosotros?
Pero tampoco podemos engañarnos pensando que todos los hombres son buenos y alcanzan el perdón de sus propias faltas sin el debido arrepentimiento de sus pecados. Los impenitentes no obtendrán ni el perdón ni la vida eterna. Al contrario, pagarán su iniquidad en llamas eternas, pues nadie se salva si no lo desea. El que quiere permanecer en el pecado no puede aspirar a la gloria futura. ◊
Notas
1 Con respecto al tema, confiérase: SANTO TOMÁS DE AQUINO. Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. L. II, dist. 43; Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 2, a. 8, ad 4; Quodlibet II, q. 8, a. 1; Comentario a la Epístola a los romanos, c. II; Catena Aurea. Evangelio según Mateo, c. XII, vv. 31-32; Evangelio según Marcos, c. III, vv. 23-30; Suma Teológica. II-II, q. 14.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 13, a. 3.
3 Cf. Ídem, q. 14, a. 1.
4 Cf. Ídem, a. 3.
5 Cf. Ídem, I-II, q. 78, a. 1.
6 Cf. Ídem, II-II, q. 14, a. 2.
7 Cf. Ídem, q. 34, a. 2, ad 1.
8 Cf. Ídem, q. 14, a. 2.
9 Cf. Ídem, a. 3.
10 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. L. II, dist. 43, q. 1, a. 4, ad 1.
11 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 14, a. 3.