Lo inimaginable y lo soñado se encuentran

La práctica asidua, seria y recta de la religión, durante siglos, ha llevado a las almas a desear el estilo gótico. En cierto momento, cuando surgieron sus primeros esbozos, todos dijeron: «¡Eso es exactamente lo que anhelamos!». Y el gótico se extendió por el mundo entero.

Cuando hay una sociedad —es decir, un cuerpo social entero— que vive al unísono, aparecen los artistas que, imbuidos de un mismo deseo, hacen lo que la sociedad quiere. Y la obra de arte es una consonancia de uno o varios hombres, dotados de talentos especiales para ello, con lo que la sociedad desea.

Una aparente contradicción

Siempre que veo monumentos góticos, y la catedral de Colonia en especial, me impacta el encuentro, en lo más hondo de mi alma, de dos impresiones contradictorias.

Por un lado, se trata de una cosa tan hermosa que si no la conociera no sería capaz de soñarla. Por tanto, supera cualquier sueño que yo pudiera tener. Pero, por otro lado, al mirar aquello, algo en mi interior me dice: «¡Esto debería existir! Esa fachada inimaginable es, al mismo tiempo y paradójicamente, una vieja conocida, como si hubiera soñado con ella toda mi vida.

Lo inimaginable y lo soñado se encuentran en una aparente contradicción, y hay algo en este encuentro que satisface mi alma profundamente. Tengo una impresión interna de ordenación, elevación, apaciguamiento y fuerza, una invitación —acabo de decir de apaciguamiento— a la combatividad, que me hace bien incluso a mi edad.1

Hay en lo más hondo de nosotros algo que, sin percibirlo, delinea una figura de maravillas, que nace de las necesidades de nuestra alma

En última instancia, hay algo en nosotros que desea una cosa que no somos capaces de imaginar. Pero esa parte de nuestro espíritu, que está hecho para ciertas cosas, las desea y las conoce tan bien que, cuando las ve, tiene la sensación de encontrarse con un viejo conocido. Y, por otro lado, se sorprende porque se encuentra con lo inimaginable. Entonces, hay en lo más profundo de nosotros mismos algo que, sin que lo percibamos, perfila una figura de maravillas, que yo no diría soñada, sino anhelada, esbozada, que nace de las necesidades de nuestra alma.

Algo misterioso, que pide dedicación y entusiasmo

Cuando nos encontramos con esta maravilla, nos decimos:

«¡Ah, aquí está la fachada esperada! No podría morir sin haberla visto. Mi vida no estaría completa; no sería plenamente yo mismo si no lo hubiera contemplado. Oh, bendita fachada, oh, bendito estilo, que hace aflorar algo profundo en mi alma y, en cierto modo, hace que me conozca a mí mismo, comprendiendo aquello para lo que he sido creado.

»Es algo misterioso que pide toda mi dedicación, todo mi entusiasmo, y que mi alma sea enteramente así. Una escuela de pensamiento, de sensibilidad, un estilo de voluntad, una forma de ser surge de ahí, para la cual siento que he nacido. Se trata de algo mucho más grande que yo.

»Aquellos hombres que me precedieron también tenían este deseo en lo más hondo de sus almas. E incluso concibieron lo que yo no concebí e hicieron lo que yo no hice. Tenían un deseo tan elevado y tan universal, correspondiente a los anhelos profundos de tantos hombres, que el monumento quedó para siempre: ¡la catedral de Colonia!».

Aspectos de la catedral de Colonia (Alemania)

El «lumen» de nuestras almas: más bello que los vitrales

Más bello que los vitrales de la catedral de Colonia es el «lumen» que existe en el fondo de nuestras almas, por el que nos extasiamos cuando la vemos

Hay un concepto de luz que nace en mi espíritu, que no es, por supuesto, la luz eléctrica ni siquiera una hermosa luz tamizada por un vitral, sino mucho más que eso: una luz que está en el alma humana, buscando lo que haya luminoso fuera, para la celebración del encuentro y de la participación. La luz de adentro se encuentra con la luz de afuera. Más bello que todas los vitrales de la catedral de Colonia es el lumen que existe en el fondo de nuestras almas, por el que nos extasiamos cuando vemos esta catedral. Es una claridad existente en nosotros, un movimiento de alma, un deseo, que es más pulcro que lo que deseamos.

Imaginemos que alguien le ofreciera una flor a Nuestra Señora. Ésta miraría la rosa y esbozaría una sonrisa encantadora. Lo que había en el fondo de Ella, al encontrarse con la rosa, brilló. Pero… ¡cuánto más hermosa es la sonrisa de la Santísima Virgen que la rosa! De modo que lo que hay en el fondo de su alma vale más que lo que la hizo sonreír.

Podemos decir algo parecido de las almas que aman la catedral de Colonia. Cada vez que una persona pasa por allí y, con espíritu de fe, la mira y se emociona —admira un vitral, una ojiva, una escultura, las torres, esa pequeña aguja entre las dos torres—, la catedral que tiene en el fondo de su alma, las maravillas que posee en germen sonríen. Y esto agrada más a Nuestro Señor en el sagrario y a Nuestra Señora en el Cielo que la propia catedral.

Cuando vemos los esplendores de la catedral de piedra, la gente que entra y sale, decimos: «¡Cómo les gusta esto a los hombres!». Y también podemos afirmar: «¡A Dios, en lo más alto del Cielo, ¡cómo le gusta esto!».

De hecho, más hermoso que la catedral es el amor que el hombre tiene por ella. Porque el hombre es la obra maestra de Dios en el universo visible. Y todos los movimientos de alma que existen en nosotros, que nos llevan a amar aquello que Dios ha hecho o que el Espíritu Santo ha sugerido para gloria de Dios, son más hermosos que las cosas materiales realizadas por el hombre.

Sonreímos ante la catedral; el Creador y María Santísima nos sonríen a nosotros. Exactamente como en el caso de la rosa. El oferente de esta flor sonreiría al ver a Nuestra Señora sonreír ante la rosa. Y diría: «Esa sonrisa es más hermosa que la rosa. El alma que vio la rosa es más pulcra que la rosa vista por ella».

Así es el pulchrum que hay en el fondo del alma del inocente. Se trata de una forma de luz, que consiste en el anhelo, en el deseo, en la voluntad de encontrar algo que no sabemos qué es, pero cuando la encontramos nos damos cuenta de que lo estábamos buscando. Y en ello reside el carácter enigmático de este fenómeno.

Los grandes encuentros de nuestra vida

Hay un dicho francés muy cierto, que de vez en cuando repito en estas exposiciones: «El que no sabe lo que busca, no sabe lo que encuentra». Sin embargo, tiene sus limitaciones. A veces los grandes encuentros de nuestra vida ocurren con cosas que buscábamos sin saberlo, porque son inefables; es decir, no hay palabras capaces de expresarlas adecuadamente.

Lo mejor de nuestra alma está en lo que buscamos, pero no tenemos palabras para expresarlo; y cuando lo hallamos, no tenemos palabras para elogiarlo

Lo mejor de nuestra alma está en lo que buscamos, pero no tenemos palabras para expresarlo; y cuando lo encontramos, no tenemos palabras para elogiarlo lo suficiente. Y en este encuentro de lo inexpresable con lo que está por encima de todo elogio, se forma un arco, que da alegría a nuestra alma. Ahí reside el sentido de nuestra vida.

Un hombre que a lo largo de su vida ha encontrado lo que debía buscar puede decir: «¡He vivido!». Si no lo encontró, en el momento de su muerte puede decir: «He andado por la vida como un perro sin dueño. He comido de los cubos de basura, he bebido de las alcantarillas, he descansado al relente, en el barro, bajo la lluvia o el sol, pero no he vivido. Porque no encontré una mano amiga que me agradara, un buen dueño que me acariciara. Fui hecho para la fidelidad, para servir, pero no encontré a nadie a quien servir. He pasado una vida vacía y moriré de todos modos».

Cuando el niño se convierte en joven, luego en hombre, etcétera, esa búsqueda va siendo satisfecha por las circunstancias de la vida, porque encuentra, ya en los primeros vislumbres —si está buscando realmente—, la sabiduría.

Dicen las Escrituras que la sabiduría es como una mendiga que está a la puerta de nuestras almas desde la madrugada, esperando que abramos y la recibamos (cf. Sab 6, 13-14). En realidad, tiene el esplendor de una reina, que, con sus caricias de madre, su incomparable iluminación, invita a la inocencia a seguirla. Y la inocencia que recorre el camino de la sabiduría es el pedúnculo, la raíz de la santidad.

Así pues, esa inocencia que se deja guiar por la sabiduría hace que el hombre encuentre muy pronto a la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana y diga: «Aquí hay un misterio. ¡Ésta es la maravilla de las maravillas! A ella me entrego, y de una vez por todas. A través de la Iglesia, ¡cuántas otras maravillas que ver! En la civilización cristiana, ¡cuántas bellezas del pasado!».

La luz interior del alma inocente

Y cada uno de nosotros va construyendo una especie de museo interior, más bello que cualquier sala decorada, donde guardamos los «objetos» que poseemos. Son los recuerdos de lo que nos tocó el alma, de esos momentos en los que tuvimos tal entusiasmo, satisfacción y equilibrio que nos quedamos un poco sin aliento y sin saber qué decir.

El Dr. Plinio contempla la catedral de Notre Dame
de París, en 1988

A lo largo del tiempo hemos ido coleccionando lo que hemos visto, las impresiones que hemos tenido, los razonamientos que hemos hecho, las deliberaciones que hemos tomado, los gestos que hemos presenciado en relación con lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero también con lo mentiroso, lo malo y lo feo, que constituye el horror simétrico con lo bello y lo realza.

Todo esto lo vamos ordenando, explicitando nuestra propia alma con lo que seleccionamos y, al explicitarlo, progresamos en el conocimiento de nosotros mismos. En otras palabras, esa luz existente en nuestro interior se va definiendo. Nos vamos convirtiendo en ella y ella se va convirtiendo en nosotros. Mirándola, nos volvemos cada vez más ella; por otro lado, mirándonos, ella se vuelve cada vez más nosotros.

Hay una reversibilidad. La luz entra en nosotros y parece haber sido creada sólo para ser nosotros. Exactamente como un hermoso vitral sobre el cual incide un rayo de sol: lo atraviesa tan bien y transmite una luz tan bonita, que se diría que el sol existe para que ese rayo incida sobre ese vitral. Durante todo el día abrasa el vitral, reflejándose y esparciendo por el suelo rubíes, esmeraldas, zafiros o topacios, y luego se marcha a acostarse porque ha cumplido su tarea. Empieza a anochecer.

Da la impresión de que el sol vive para esa joya proyectada en el suelo, que camina mientras él se mueve; el astro rey va transformando cada centímetro del granito, sucesivamente, en una joya. Hasta que, cumplida la tarea, la joya se desvanece y el sol se esconde. Ya no se ve su reflejo en el suelo, sino sólo en el vitral. Y hasta los últimos destellos del día, miramos ese trozo de vitral que nos encantó: verde, rojo, azul, amarillo. Cuando el sol se pone del todo, dan ganas de decir: «Yo también me voy a dormir, porque he tenido un día completo. ¡He visto la joya atravesando el granito de la catedral!».

Estos encuentros de alma, que definen la vida del inocente, expresan algo que nos diría más o menos lo siguiente: «Has sido hecho para eso; eso ha sido hecho para ti. Y lo amas tanto que se diría que eso eres tú, o tú eres eso. Y cuando hablas de eso, aunque eso no esté presente, se tiene la impresión de verlo, porque está en tu alma. Y, presente en tu alma, tal vez sea visto más bellamente que en su realidad policromada y material».

Belleza quintaesenciada y superior

Todos se dan cuenta de que todo esto es un modo de afirmar: Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, creatorem cæli et terrae, visibilium omnium et invisibiliumCreo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

¿Por qué Dios? Porque el hombre sabe perfectamente que un trozo de vidrio es un trozo de vidrio, y el sol no es más que el sol. Y que todo eso sería una ilusión si no fuera la expresión de un Ser infinitamente mayor, que se oculta a nuestros sentidos, pero se muestra a través de estos símbolos. Todo esa maravilla sería absurda si ese Ser no existiera. Ahora bien, como no es posible que tanto orden y tanta belleza sean absurdos, se impone la conclusión: ¡es eso!

Cristo bendiciendo – Sainte-Chapelle, París

Sin percibirlo, al amar ese rubí, ese juego de luces, ese vitral, al amar el alma que ama ese vitral, en el fondo amamos aún más al purísimo Espíritu, eterno e invisible, que creó todo eso para decirnos:

«Hijo mío, yo existo. Ámame y entiende: esto es semejante a mí; pero, sobre todo, por muy bello que esto sea, yo soy infinitamente distinto a esto, por una forma de belleza tan quintaesenciada y superior, que sólo cuando me veas de verdad te darás cuenta de lo que soy. Ven, hijo mío, te estoy esperando. Lucha un poco más y te mostraré bellezas aún mayores en el Cielo, en proporción a lo grande y dura que sea tu lucha. Cuando estés preparado para ver lo que yo quería que vieras cuando te creé, te llamaré.

Al amar estas maravillas, en el fondo amamos al purísimo Espíritu que creó todo esto para decirnos: «¡Hijo mío, soy tu catedral!»

»¡Hijo mío, yo soy tu catedral! ¡La catedral demasiado grande! ¡La catedral demasiado hermosa! La catedral que hizo florecer una sonrisa en los labios de la Virgen como ninguna joya, ninguna rosa, ninguna de las meras criaturas que conoció, la hizo florecer».

Esta catedral es Nuestro Señor Jesucristo. Es el Corazón de Jesús, que depositó armonías inefables en el Corazón de María. Allí lo conoceremos.

Cuando vemos monumentos como la catedral de Colonia, tenemos una cierta sensación de lo demasiado grande, de lo demasiado delicioso, que no guarda proporción con nosotros, pero hacia el cual volamos; es la esperanza del Cielo. ◊

Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año xiii.
N.º 152 (nov, 2010); pp. 30-35.

 

Notas


1 Cuando el Dr. Plinio pronunció esta conferencia tenía 60 años.

 

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