En su saludo al final del Regina Cœli del 22 de mayo, el Papa Francisco se dirigió a los participantes de la manifestación nacional Elijamos la vida con estas palabras: «Les agradezco su compromiso en favor de la vida y en defensa de la objeción de conciencia, cuyo ejercicio se intenta limitar a menudo. Por desgracia, en los últimos años se ha producido un cambio en la mentalidad común, y hoy en día nos inclinamos cada vez más a pensar que la vida es un bien a nuestra total disposición, que podemos elegir manipular, hacer nacer o morir a nuestro gusto, como resultado exclusivo de una elección individual. ¡Recordemos que la vida es un don de Dios! Siempre es sagrada e inviolable, y no podemos silenciar la voz de la conciencia».1
Esta clara intervención del pontífice sobre la sacralidad de la vida se produjo cuando ya parecía seguro que la Corte Suprema de los Estados Unidos volvería a examinar la histórica sentencia Roe vs. Wade, 2 que hace cuarenta y nueve años legalizó de facto el aborto a nivel federal.
Así pues, aun con un sentido y sincero respeto por la diversidad de opiniones, pero precisamente por ello — de modo a que no se elabore y se justifique al respecto una especie de teoría de «pluralismo unidireccional», donde al final se admite y tiene derecho de ciudadanía sólo una opinión, la de la «cultura dominante» o de la mayoría—, creo que no está de más tomar la intervención del Santo Padre y la decisión del Tribunal Supremo como momentos propicios para reflexionar serenamente acerca de la juridicidad misma de una ley que permite el aborto, y no dar por sentado lo que, en realidad, nunca puede ser considerado como tal, ya que se trata de la vida de una persona y de una persona inocente.
El deber de intervenir y no una mera reivindicación de un derecho
Quisiera compartir unas sencillas reflexiones relacionadas, en primer lugar, con la cuestión preliminar y más genérica sobre el derecho del magisterio de la Iglesia a intervenir en la esfera política cuando está en juego la vida y la dignidad de la persona humana. A continuación, trataré de hacer una aplicación acerca de lo dicho específicamente sobre la ley del aborto. Ley que, por desgracia, forma parte del ordenamiento jurídico de muchos Estados desde hace bastantes años y que la opinión pública la percibe cada vez más como «asentada» y fruto de la modernidad y la civilización, legal y, por tanto, en consecuencia, lícita a nivel moral.
En cuanto al primer punto, sería oportuno que todos, católicos y no católicos, releyeran el esclarecedor contenido del núm. 76 de la constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II. En él, los Padres conciliares recordaron con extrema claridad y equilibrio la verdadera y sana relación que debe existir entre la Iglesia y la comunidad política. Considerando que cada una es independiente y autónoma en sus respectivos terrenos, en el único servicio a las mismas personas humanas, no obstante, el texto afirma con cristalina claridad, al mismo tiempo, que la Iglesia tiene el derecho de predicar la fe siempre y por todas partes y de enseñar su doctrina social y, en particular, «dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas». Como se desprende de aquí, los Padres conciliares solamente manifiestan una exigencia propia de la misión de la Iglesia que, visto más de cerca, no tanto reivindica el derecho ante la comunidad política de poder exponer el depósito de la fe y de enseñar la manera coherente de vivirla, sino más bien se recuerda a sí misma el deber de hacerlo para no traicionar el mandato que le ha sido encomendado por su Fundador. Al actuar de este modo, la Iglesia no hace más que proponer el mensaje salvífico de la verdad evangélica y no desea, en absoluto, imponérselo a quien quiera que sea. Cosa que, por cierto, hoy más que en el pasado, surtiría el efecto contrario.
Esto no quiere decir, sin embargo, que, a través de las formas y en los lugares y tiempos oportunos de la vida política y social, quien ejerce la autoridad en la Iglesia no tenga el deber de señalar la importancia de ciertas opciones. En el desempeño de esta su tarea específica, el magisterio eclesiástico no hace más que recordarles a todos las exigencias intrínsecas e irrevocables de la naturaleza humana, exigencias que evidentemente, para quien se profesa creyente, son vinculantes de manera muy particular a la luz de la Revelación y en vista de la salvación eterna.
Ley humana para salvaguardar los derechos de todos
En este contexto, examinemos ahora, casi a modo de ejemplo y aplicación de lo dicho, la cuestión de la legalización del aborto en muchos de los ordenamientos jurídicos actuales, presentada por la «cultura» contemporánea como una conquista de la civilización, un «derecho inviolable» de la mujer moderna. Aunque es y seguirá siéndolo siempre, objetivamente, un crimen abominable3 —que pretende hacerse pasar por un derecho4—, pues se trata del asesinato del inocente por excelencia, el más pobre de entre los pobres, ¡porque no ha nacido!
Por lo tanto, la pretensión de legitimar jurídicamente el aborto se resiste a ver la intrínseca contradicción jurídica sobre la que descansa. En efecto, si la idea de «Estado de derecho» nació y se afirmó en el transcurso del tiempo por ser la salvaguardia de los derechos de todos, contra toda anarquía o totalitarismo, ¿cómo se puede admitir en su ordenamiento jurídico una ley que hace del derecho fundamental y primario, es decir, el derecho a la vida, objeto de una concesión arbitraria? Si cada uno de nosotros ha venido a la vida porque su propia madre le ha hecho ese «favor», ahí ya no se puede hablar de auténtico y particular «derecho»; entonces se desmorona ruinosamente toda la concepción y la consecuente estructura del moderno Estado de derecho, ya que precisamente su primer y fundamental derecho se reduce, a lo sumo, ¡a un favor!
Ahora bien, si el magisterio, aun a costa de la impopularidad y de las acusaciones de injerencia, no se cansa de repetir en todo sitio y ocasión el supremo e inviolable valor de la vida desde su concepción, lo hace consciente de que ese es su deber concreto. Un deber que, pese a haber nacido y estar iluminado por la fe, no puede quedar relegado a ella. Esto tiene un significado específico para parlamentarios, políticos y presidentes de países que se declaran católicos. La defensa de la vida no es una cuestión confesional, por la cual basta con declararse no creyente para encontrar justificación a opciones y comportamientos contrarios a la razón, la verdad, el derecho y la justicia. Con la vida y dignidad de la persona humana, tocamos ámbitos y decisiones que no están sujetas al mero consenso de la mayoría para ser moralmente adoptadas. Todo esto exige del magisterio y, en particular, de los bautizados que ocupan cargos en la administración pública, el deber de intervenir en la esfera política, evitando ese complejo de inferioridad que a menudo ha jugado un papel considerable, con desastrosos resultados, en la responsabilidad política de los católicos. El diálogo es importante y necesario, pero sin perjuicio de la importancia de la búsqueda de la verdad y la justicia, que nunca pueden sacrificarse en el altar del compromiso, el oportunismo o el cínico utilitarismo, especialmente cuando en ese altar se inmolan inocentes.
Conclusión
Estas breves y sencillas reflexiones nos aportan esperanza, pero sobre todo nos comprometen a rezarle al Señor para que los católicos de hoy cada vez sean más conscientes de la necesidad de llegar a la fe adulta, indispensable para anunciar y dar testimonio al mundo contemporáneo la belleza y el encanto de la fe. Una fe que es fruto de una relación vivida con aquel que tanto nos ha amado hasta el punto de dar su vida por nosotros en la cruz, que nunca está contra el hombre, sino siempre para todo hombre y para todos los hombres, sin excluir a nadie. ◊
Notas
1 FRANCISCO. Regina Cœli, 22/5/2022.
2 Para quien quiera conocer los antecedentes y la situación actual, remito a: MOLINARI, Elena. Aborto, la Corte Suprema può revocare il suo “sì”. Poi parola agli Stati. In: www.avvenire.it.
3 Cf. CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.º 51.
4 Cf. SAN JUAN PABLO II. Evangelium vitae, n.º 4. Toda esta encíclica debería ser objeto de meditación, sobre todo hoy por su actualidad, pero conviene prestarles una atención especial a los números 22 y 23.