Las virtudes, dice San Bernardo,1 son los astros, y el hombre virtuoso es el firmamento. Sería agradable hacer un viaje por la vastedad de ese universo. Ante todo, nos encontraríamos con el sol fulgurante de la caridad. Junto a él, sin duda, el sereno resplandor de la esperanza, la belleza de la fe y las deslumbrantes miríadas de perfecciones que, conectadas entre sí, forman constelaciones y galaxias, unas más hermosas que otras.
No obstante, si continuáramos con nuestra gira, nos toparíamos con una virtud admirable, llena de luces, colores y atractivo, ornato de todas las demás, aunque lamentablemente muy olvidada en el mundo actual: la magnanimidad.
La corona de todas las virtudes
Hija de la fortaleza, «inclina a emprender obras grandes, espléndidas y dignas de honor en todo género de virtudes».2 Santo Tomás de Aquino3 dedica una amplia cuestión de la Suma Teológica para tratar ese asunto. Según él, la magnanimidad implica «una tendencia del ánimo hacia cosas grandes»4 —de hecho, en su raíz latina, el término se traduce como grandeza de alma.
El Doctor Angélico parece tan a gusto desarrollando el tema que se da el lujo de describir al magnánimo hasta en las minucias: sus movimientos son lentos, su voz es armoniosa y acompasada, no se entretiene con asuntos pequeños y de importancia secundaria, el principal criterio con el que valora las cosas es el de la honestidad, no el de la mera utilidad.5
Por cierto, ya que hablamos de valores, la magnanimidad y la riqueza material se relacionan de una manera muy peculiar. A diferencia de las demás virtudes, que en general no tienen ninguna relación con la fortuna, la magnanimidad encuentra en ésta una contribución para sí misma. Así pues, según Santo Tomás,6 a una persona que poseyera muchos bienes le resultaría más fácil practicarla.
Acciones espléndidas y heroicas
Consideradas en su conjunto, estas características le pueden chocar bastante al espíritu revolucionario hodierno… Quizá alguien diga que estamos haciendo una apología de los plutócratas, o que acabamos de enumerar los ingredientes para formar un pretencioso con aires de caviar importado, un codicioso —en lenguaje corriente, un esnob—; en definitiva, una persona antipática.
Parecería lógica dicha afirmación; muy lógica y muy equivocada. Sí, porque se fundamenta en una falsa concepción de la virtud, especialmente la de la humildad. Esta visión, de hecho, se ha apoderado por completo de nuestra sociedad, y la consecuencia, como ya hemos dicho, es que se sabe poco de la magnanimidad. Incluso los buenos autores de espiritualidad parecen incómodos manejando esta «nitroglicerina», que puede hacer estallar una vida espiritual en cualquier momento, y le dedican poco espacio en sus tratados. Sin embargo, el gran Santo Tomás de Aquino desarrolló el tema con total soltura y naturalidad. ¿Cómo se explica?
A nuestro juicio, se trata de una cuestión de mentalidad. El Aquinate era, ante todo, hijo de su tiempo —una época sin duda más feliz que la nuestra. Mientras que para nuestros contemporáneos el santo o el profeta es el hombre rico y educado que se humilla, se despoja y se abaja hasta el pobre y analfabeto para aconsejarlo y brindarle todo tipo de auxilio filantrópico, para el medieval era algo bastante distinto: la persona virtuosa era aquella, a menudo modesta, que iba a la mansión del noble, del rey o del Papa, a fin de mostrarle el camino del Cielo.7 Cuando se trataba del bien al prójimo y de la gloria de Dios, no tenía derecho, so pretexto de «humildad», a dejar de hacer algo grandioso.
Desde este punto de vista, la realización de actos heroicos y prestigiosos no consiste en sí mismo un pecado, y muchas veces, dependiendo de las circunstancias, puede ser incluso extremadamente virtuoso. Los ejemplos abundan por todos lados. Empecemos por uno ocurrido, por cierto, a finales de la Edad Media.
Pastora, guerrera y heroína
Santa Juana de Arco, aun siendo de familia pobre y desconocida, se convirtió en la heroína de la guerra contra los ingleses y llevó a cabo magníficas hazañas, provocando el terror en el bando contrario. Hubo innumerables batallas en las que, por el cálculo humano, la lucha resultaba favorable a los enemigos, pero por la fe y la intrepidez de la Doncella de Orleans, sus tropas milagrosamente obtuvieron la victoria.
Es inútil intentar describir las cataratas de gloria que cayeron sobre ella, gracias a ese heroísmo. Sin embargo, en medio del apoteosis obró su mayor milagro: siguió siendo la virgen humilde, modesta y sin pretensiones de su infancia. Por un lado, Santa Juana de Arco no se dejó manchar por la soberbia, incluso siendo objeto de los honores de toda una nación; por otro, tampoco desistió de continuar realizando obras épicas.
La verdadera humildad
La magnanimidad no contradice a la humildad; al contrario, encuentra en ella su fundamento. Por tanto, es imprescindible cultivar esta última para adquirir la primera: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20, 26). Pero ¿en qué consiste esa humildad de la que tanto se habla y, aparentemente, tan poco se sabe?
Ya se han escrito tratados enteros sobre el asunto, por lo múltiple y vasto que es. No obstante, para el propósito de nuestra exposición, bastan algunas consideraciones. La humildad constituye una disposición de alma que hace que el hombre siempre tenga presente cómo es polvo y cómo al polvo ha de volver; le hace reconocer, por tanto, su insuficiencia, su nada y su contingencia —su condición de criatura, en una palabra—, llevándolo a confiar plenamente en Dios y por ello a someterse a Él. El humilde-magnánimo practica grandes actos en una total desconfianza de sí mismo, lo que resulta en un completo abandono al cuidado de la Providencia.
Ciertamente, tener altas aspiraciones confiando en las propias fuerzas es soberbia. Sin embargo, —en absoluto— no cuando alguien las alimenta apoyándose en el auxilio divino. Porque cuanto más se somete el hombre a Dios, más se yergue ante Él, como predica San Agustín: «Una cosa es elevarse hacia Dios y otra elevarse contra Él. A quien se postra ante Él, lo levanta; a quien se levanta contra Él, lo derriba».8
San Pablo conocía bien esta verdad. En su epístola a los cristianos de Corinto, al recordar las glorias que le hicieron merecer el título de el Apóstol, afirma: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15, 10). Por eso proclama en otra carta: «Todo lo puedo», completando a continuación la frase que marcó la historia, «en aquel que me conforta» (Flp 4, 13).
Sólo a Dios le pertenece toda alabanza
De San Francisco de Asís —del pobre, del dulce, del humildísimo San Francisco— se cuenta que, pasando cierta vez por un pueblo, fue objeto de grandes honores y muestras de estima por parte de los lugareños. Todos besaban su hábito, sus manos y sus pies, y el santo no mostró repugnancia alguna.
Al ver su compañero la actitud del Poverello, pensó temerariamente que éste se alegraba con tales honores, y por eso lo reprendió. Cuál no sería su sorpresa cuando el santo le responde: «Esta gente, hermano, ninguna cosa hace en comparación de la honra que debía hacer». Viendo que el fraile no lo entendía, le dice: «Esta honra que me ves hacer, no la atribuyo yo a mí sino toda la refiero a Dios, cuya es, quedándome yo en lo profundo de mi vileza; y ellos ganan con esto, porque reconocen y honran a Dios en su criatura».9
Qué hermosa unión: buscar la santidad —el mayor honor que un hombre puede alcanzar—, ser considerado y glorificado como tal y, al mismo tiempo, recibir estas alabanzas sin ninguna alteración de ánimo, inquebrantable en la humildad. Qué perfección altísima, qué humildad profundísima.
Grandeza, ¿incluso en el mundo de hoy?
Pero ¿es posible ser magnánimo aun en nuestro siglo, en el que todo —por desgracia, el hombre inclusive— parece desechable y sin valor? ¿No es ésa una virtud que se extinguió en tiempos de San Francisco, Santo Tomás y Santa Juana de Arco?
Contra hechos no hay argumentos. Ilustrémoslo con un ejemplo histórico muy cercano a nosotros, y veremos que la grandeza es inmortal.
Con ocasión de las elecciones brasileñas de 1933, se constituyó en São Paulo la Liga Electoral Católica (LEC), cuyo objetivo era presentar candidatos católicos para el cargo de diputado federal. El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, como secretario general de la LEC, fue nombrado para postularse junto a otras tres destacadas personalidades de la época.
Poco después de conocer la propuesta, un serio problema de conciencia asaltó su espíritu. Tenía un apoyo nada pequeño en los círculos religiosos de su tiempo y era un líder muy admirado e influyente. Temía que hubiera sido elegido sólo porque su prestigio de congregante mariano movería a los católicos a favorecer a la liga en las elecciones venideras. De tal modo quiso demostrar su total desinterés en el servicio de la causa de la Iglesia, que pensó seriamente renunciar a ser candidato, si discernía que ésa fuera la voluntad del arzobispo de São Paulo, que dirigía la LEC.
Humildad y grandeza se besan
Algo le decía, no obstante, que debía aceptar la candidatura para servirse del cargo de diputado federal a favor de los intereses de la Santa Iglesia. De hecho, tras consultar a un reconocido moralista, decidió seguir esa vía: «Salí tranquilo, pues tenía la prueba de encontrarme en el buen camino. Pero esta vía tenía que pasar por el despojamiento espiritual, por la actitud de quien recibe un don de la Providencia y, justo al inicio, dice: “Esto es vuestro. ¡Quitádmelo cuando queráis, y si vos me dais fuerzas seguiré adelante!”».10
El Dr. Plinio empezó a trabajar entonces persistentemente, con el objetivo de ser elegido y ayudar a la Iglesia lo máximo posible.
Finalmente, llegó el día de las elecciones y comenzó el escrutinio. A fin de no tener ningún pretexto para enorgullecerse, hizo el propósito de no mirar los periódicos. Un día su hermana le avisó de que había sido elegido diputado federal con 24.780 votos, el doble de lo que había recibido el segundo puesto: «Con tan sólo 23 años, Plinio Correa de Oliveira era el diputado más joven y más votado de todo Brasil».11
Al enterarse de esto, no se dejó arrastrar por la gloria de la que empezó a ser blanco. Decidió firmemente utilizarla para favorecer la causa católica. Reconocía que tal gracia le había sido concedida por Dios precisamente con vistas a este fin y, con total modestia, estaba dispuesto a abandonarlo todo si ésa fuera la voluntad divina. La grandeza y la gloria no eclipsaron su humildad.
Magnanimidad, es decir, santidad
A pesar de todos estos loables ejemplos, nuestro pequeño esbozo sobre la magnanimidad estaría incompleto si no se le proporcionara al lector lo principal: la práctica.
Todos estamos llamados a la grandeza de alma, pero quizá no todos nos sintamos identificados con la descripción tomista del magnánimo, reproducida en parte al principio de este artículo. Ciertos temperamentos rehúsan tener movimientos lentos, muchas voces son incapaces por naturaleza de articularse armoniosa y acompasadamente, y la propia condición social u ocupación de una enorme variedad de personas no les permite dedicarse sólo a asuntos de gran importancia, ni disfrutar de los medios económicos para realizar obras portentosas.
En cuanto a esto, no hay razón para afligirse. Antes que nada sepamos que, según Santo Tomás,12 un rasgo característico del magnánimo es la confianza. Además, ¿en qué consisten las acciones más grandiosas? En aquellas que son dignas de mayor honra. Ahora bien, si hay alguna cosa que, por encima de todas las otras, merece alabanza, ésa es la virtud. La obra más excelente que cualquier hombre puede realizar —tan espléndida que, ante ella, cualquier hazaña épica se asemeja al polvo— se llama santidad.
Por ese motivo, el magnánimo busca ser digno de honor mediante la práctica eximia de la virtud, y esto lo aprecia más que cualquier gloria recibida de los hombres.13 En verdad, la grandeza le confiere decoro al organismo sobrenatural, a modo de amplificador de las virtudes.14
Modelar toda la existencia según los dictados de la eterna bienaventuranza: en esto consiste la magnanimidad. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma (cf. Mc 8, 36)? Las exterioridades reflejarán en mayor o menor medida el interior, conforme los designios de Dios para cada uno, pero la gloria del Cielo es el verdadero fin de la virtud de la magnanimidad.15 ◊
Notas
1 Cf. SAN BERNARDO DE CLARAVAL. «Sermones sobre el Cantar de los Cantares». Sermón 27, n.º 8. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1987, t. V, p. 397.
2 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 590.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 129.
4 Ídem, a. 1.
5 Cf. Ídem, a. 3, ad 3; ad 5.
6 Cf. Ídem, a. 8.
7 Cf. CHERSTERTON, Gilbert Keith. Heretics. Peabody (MA): Hendrickson, 2007, p. 153.
8 SAN AGUSTÍN DE HIPONA. «Sermón 351», n.º 1. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1985, t. XXVI, p. 175.
9 RODRÍGUEZ, SJ, Alonso. Ejercicio de perfección y virtudes cristianas. Barcelona: Librería Religiosa, 1861, t. II, p. 250.
10 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV-Heraldos del Evangelio, 2016, t. II, p. 318.
11 Ídem, pp. 320-323.
12 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., a. 6.
13 Cf. Ídem, a. 4, ad 1.
14 Cf. Ídem, ad 3.
15 Cf. Ídem, q. 131, a. 1, ad 2.