Suena el grave tañido de las campanas: ¡talán, tolón, talán, tolón! Sus repiques invitan a los católicos a prepararse para el Santo Sacrificio, que está a punto de comenzar.
Ardientemente deseosos de ayudar en el servicio del altar, los monaguillos ya están en su sitio en silencio, esperando que empiece la celebración. El celoso sacristán comprueba una vez más que todo esté en orden, especialmente la mesa sagrada, donde tendrá lugar el milagro de la transubstanciación eucarística.
En esa envolvente atmósfera, de repente se oye una voz:
—¡Oh, qué hermosa ceremonia va a realizarse pronto! —le decía el mantel de lino al altar.
—¡Sí, sí, sí! —le respondía éste—. Los peregrinos que aquí llegan los domingos tienen muchas ganas de participar en esta Misa, porque en ningún otro lugar se celebra el Día del Señor con tanto esplendor y sacralidad.
Tras estas palabras, comienza la Celebración Eucarística con una solemne procesión formada por el crucero —el que lleva la cruz—, los monaguillos con los ciriales —también llamados ceroferarios—, los acólitos, diáconos y, finalmente, el sacerdote.
Dispuestos en los bancos, los fieles parecían extasiados con el ambiente en el despuntar mismo del acto litúrgico.
Sin embargo, ese día se dio un comportamiento insólito, pues no todos estaban compenetrados de la grandeza de la Santa Misa… Una de las velas trataba de sobresalir de entre las demás, generando, con su pabilo demasiado largo, una llama más grande.
Ya era famosa entre los demás ornatos litúrgicos por su pretensión. Se gloriaba de la belleza que confería su luz, creía que era el objeto principal del altar y se juzgaba hecha del material más precioso existente sobre la faz de la tierra. Pero ese día recibiría una lección que nunca se borraría de su memoria.
En el momento del sermón, notó que la mirada de los presentes no se dirigía hacia ella, sino hacia el púlpito, donde el sacerdote comentaba, con inspiradas palabras, los misterios de la vida de Jesús. Así que decidió moverse locamente para «reconquistar» al público. No obstante, todo fue en vano: los fieles permanecían concentrados en las exhortaciones del celebrante.
Sólo una persona se percató de esa actitud tan desconsiderada: el sacristán.
El resto de los objetos litúrgicos comprendieron lo que planeaba el personaje y se escandalizaron profundamente. De hecho, no se daba cuenta de lo feo que es la manía de llamar la atención sobre sí. En general, cuanto más trata alguien de ser glorificado, más despreciable se vuelve para quienes lo rodean.
Sus compañeros se lo reprochaban, al mismo tiempo que sentían lástima por ella: «Pobrecita», se decían, «no se da cuenta del papel tan ridículo que está protagonizando al actuar de esta manera». Y la dejaron de lado, porque querían seguir escuchando el sermón del sacerdote sin distraerse con cosas secundarias. Y permanecieron recogidos hasta el final de la celebración.
Al ver frustrados sus objetivos, no se detuvo ahí: concluida la homilía e iniciado el ofertorio, intensificó todavía más su llama. Aun así, no sirvió de nada… Y pensó para sus adentros:
—¡Qué insensatez! ¿Nadie ha notado la belleza de mi combustión?
La Misa proseguía, hasta que llegó el momento de la consagración. Como toda la gente estaba pendiente del altar, ya que allí se encontraban las especies eucarísticas, la vela imaginó erróneamente que era ella la que estaba siendo contemplada tan atentamente. Y gritó:
—¡Por fin! ¡Fijaos cuántas miradas se ven atraídas por mí, extasiadas con mi irradiación! Mi luz da vida al ceremonial; soy el elemento sin el cual no puede haber Misa. Presento el más alto simbolismo: mi cera más pura recuerda que Cristo es el Hijo de la siempre Virgen e Inmaculada María; mi fuego, alimentado por mi pabilo, representa la fe que los fieles del mundo entero deben conservar con fuerza en su alma para iluminar el universo. ¡Oh, sí, soy realmente extraordinaria!
Su exaltación egocéntrica fue in crescendo, hasta el momento en que el sacristán ya no pudo permanecer inerte ante aquellos movimientos exagerados. De hecho, esperaba que el pabilo se redujera de tamaño a medida que se consumía el fuego y así la llama también disminuiría. Sin embargo, al ver que la mecha no se ajustaba, antes de la comunión se acercó y la dobló discretamente, esperando que eso solucionara el problema.
La vela protestó indignada:
—¿Qué está pasando? ¡¿Este hombre está tratando de atenuar mi brillo?! ¡Qué barbaridad!
Y decidió destacarse tanto como el sacristán había tratado de sofocarla.
Entonces le ocurrió lo peor: le cortaron casi todo el pabilo. La desdichada vela se sentía como si la muerte se apoderara de ella… No esperaba que pudiera pasarle algo así. Lloraba escandalosamente, al mismo tiempo que intentaba mantener las apariencias ante los demás objetos del presbiterio.
Mientras los fieles se ponían en la fila para recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesús, ella tejía una sarta de murmuraciones:
—¿Por qué pasan sin prestar atención en mí? ¡Pero qué desconsideración! ¡Qué falta de percepción!
Y, para asombro de todos, empezó a comportarse peor que antes: tuvo la osadía de soltar ostentosas chispas, con la finalidad de recibir la ansiada consideración. Eran centellas que le parecían brillantes y bellas, capaces de restaurar la «honra perdida». A su vez, los otros veían lo absurdo de ese comportamiento.
El sacristán, ya impaciente, se dijo a sí mismo:
—¡Dios mío! No logro a asistir correctamente la Misa. Esta vela me está distrayendo a mí y a todos los fieles también. ¡Voy a ponerle fin a esta situación!
Sin más remedio, fue al altar, cogió el candelabro, apagó la vela y se la llevó… A continuación, trajo una nueva para reemplazarla. Y la antigua quedó guardada en un cajón, sin soporte, sin fuego, sin luz, sin miradas ajenas, sin dejar buenos recuerdos…
Esto es lo que puede llegar a ocurrirle a quien anhela ser visto y busca el elogio de los demás en todo momento. Esta es la ruina de las personas pretenciosas: cuanto más quieren llamar la atención, más serán relegadas. Con razón nos advierte la célebre frase del Señor: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 14). ◊