Dios, cuando exige la renuncia de algún bien, lo restituye después con superabundancia. Por eso, los que sepan ser «pobres en el espíritu» en esta vida, recibirán «un tesoro en el Cielo».

 

Nuestra frágil naturaleza humana contiene en sí dos leyes opuestas: la de la carne y la del espíritu. Cuando queremos hacer el bien, es el mal el que se nos presenta; cuando nos enfervorizamos en la virtud, el deseo de nuestros miembros nos invita al pecado (cf. Rom 7, 21-23).

Sometidos a esta ardua contradicción, la lucha contra el mal existente en nosotros mismos pasó a ser el único camino para la salvación. Y para salir airosos de esa pelea, Dios nos ha concedido poderosas armas, como la oración, la vigilancia, la caridad, la alegría y tantas otras.

Ahora bien, así como un soldado no porta todos sus utensilios de guerra durante el desfile triunfal de la victoria, algunas de esas armas de combate espiritual no nos acompañarán a la felicidad eterna, pues su servicio habrá cesado. Este es el caso de la virtud de la pobreza.

Una necesidad nacida del pecado

Antes del primer pecado, Adán y Eva no poseían en sí el desorden de las pasiones, las cuales estaban siempre sometidas a la razón y ésta, por su parte, a la fe, por el don de integridad. Practicaban la virtud sin ningún esfuerzo o lucha y de su interior nunca surgía inclinación hacia el mal. Enteramente libres, ambos podían disfrutar de todas las maravillas del paraíso, que eran como un «álbum de fotos» de Dios: a través de ellas podían convivir con su Artífice en espíritu de contemplación.

Detalle de «El Bien y el Mal», por Víctor Orsel – Museo de Bellas Artes, Lyon (Francia)

Ahora bien, a fin de ponerlos a prueba y coronarlos de méritos, Dios permitió que la serpiente se introdujera en el paraíso y les sugiriera el pecado original. Seducidos, pues, por la falsa satisfacción que les conllevaría comer del único fruto prohibido en aquel jardín de delicias, pecaron y consigo condenaron a toda su descendencia a una perpetua guerra interior contra sus propias malas tendencias.

En esta nueva realidad, las criaturas, que antes eran para ellos un vínculo con el Creador, se convirtieron en un peligro de perdición. Sus pasiones desequilibradas los llevaron a desear de forma egoísta —por lo tanto, sin una finalidad sobrenatural— la mera fruición de todas las cosas, que se transformaron en una carga para prenderlos al mundo y arrastrarlos así a la condenación.

Por esa razón, surgió la necesidad de que el ser humano se controle en el uso de los bienes materiales y a menudo hasta de abastecerse de ellos, a fin de dominar su corazón.

La virtud católica por excelencia

En semejante contexto de lucha interior, la práctica de la pobreza educa al alma y la hace volverse hacia Dios, mientras el hombre está peregrinando en este valle de lágrimas. Por eso, no es únicamente cosa de los religiosos, como piensan algunos, sino de todos los que desean salvarse.

Sin embargo, conviene aclarar que esa virtud consiste principalmente en un estado de espíritu. La mera carencia de bienes materiales no es suficiente, ni siquiera imprescindible, para practicarla, como afirma Benedicto XVI. «La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva […]. El corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y codiciando sólo bienes materiales».1 Los pobres en el espíritu de los que nos habla el Evangelio (cf. Mt 5, 3), no son tanto los indigentes, sino los que tienen auténtico desapego de los bienes terrenales y se valen del mundo como si de él no se valieran, seguros de que la representación de éste se termina (cf. 1 Cor 7, 29-31).

En suma, la pobreza de espíritu «es, en cierto sentido, la virtud católica por excelencia, pues para hacer enteramente la voluntad de Nuestro Señor», nuestra más alta finalidad, «hemos de ser desapegados de todo lo que poseemos. De lo contrario, al sernos pedido, en nombre del servicio a Dios, la renuncia de algo a lo que nos hemos aficionado, bastante más difícil será nuestra conformidad con el superior designio divino».2

Amar a Dios en las criaturas

Vivir la virtud de la pobreza así concebida exige, no obstante, una predisposición de alma muy importante.

«La caridad», por Manuel Ocaranza – Museo Nacional de Arte, Ciudad de México

Hay que entender que el núcleo de la vida cristiana consiste en el amor a Dios. Y esto debe ser practicado no solamente sobre todas las cosas, sino por medio de todas las cosas: al igual que en el paraíso antes del pecado, hemos de hacer de las criaturas un medio de elevarnos a Dios y servirlo.

Si esta forma de desprendimiento rige nuestras apetencias, entonces sabremos renunciar a los bienes que nos alejan de la santidad y utilizar con desasimiento aquellos que nos son útiles y necesarios.

Este combate espiritual por el desapego es, naturalmente, muy arduo. Pero no durará para siempre. Los que no desistieren a mitad del camino tendrán, en la eternidad, el júbilo de ver restaurada en sus almas esa pureza de intención propia a la integridad original de la naturaleza humana elevada por la gracia. Una vez salvados, recibirán de Dios inapreciables e infinitos tesoros, pues, al contrario que el demonio, que promete conceder lo que nos va a robar, Dios, cuando nos exige la renuncia de algún bien, nos lo restituye después con superabundancia: «Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).

Como afirmaba Santa Teresa del Niño Jesús, la pobreza es santa, ¡pero no entrará en el Cielo!3 Más bien será el castigo de los que eligieron ser ricos de corazón en esta vida.

«Usurero con una mujer llorosa», por Gabriel Metsu – Museo de Bellas Artes, Massachusetts (EE. UU.)

¡Seamos ejemplos vivos de desapego!

Pocas virtudes han sido tan distorsionadas por la maldad humana, a lo largo de los siglos, como la pobreza. Lamentablemente, a menudo es confundida con el miserabilismo —proyectado incluso en las iglesias y en el servicio del altar—, con la suciedad y hasta con un filantropismo ateo, que se vanagloria de alimentar los estómagos, pero se olvida de salvar a las almas…

Tales deformaciones, sin embargo, no son más que un egoísmo disfrazado de virtud, que niega al servicio de Dios y del prójimo lo que desea guardarse para sí. El genuino espíritu de pobreza, por el contrario, sabe cómo usarlo todo para amar y glorificar a Dios.

Nuestra misión de católicos es ser ejemplos vivos del auténtico desapego enseñado en el Evangelio. Trabajando siempre para aumentar la gloria de la Iglesia y conquistar almas, despreciemos todo lo que nos debilita en el amor a Dios y así estaremos apresurando la instauración del feliz reinado de Jesús y de María sobre todo el universo. 

 

Notas

1 BENEDICTO XVI. Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración. Bogotá: Planeta, 2007, p. 104.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «O partido de Jesus e o do mundo». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XI. N.º 118 (ene, 2008); p. 12.
3 Cf. SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS. Não morro… entro na vida. Últimos colóquios. 3.ª ed. São Paulo: Paulinas, 1981, p. 68.

 

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