Al contemplar el lento apagado de las luces de la civilización cristiana, en la que paulatinamente sus baluartes fueron atacados y dejados en ruinas, hasta no quedar casi nada de ellos, el alma católica se arrodilla ante tales escombros, otrora rodeados de esplendor y promesa, y su amor parece inquirir de aquellas piedras ya sin brillo: ¿cómo fue posible llegar a tal desolación? Entonces, volviendo la mirada hacia el pasado, busca en el curso de los acontecimientos la respuesta a su perplejidad.
Como protagonista de la Primera Revolución figura Martín Lutero. Pero ¿fue él, de hecho, el primer «protestante»? Ya hemos visto que no. Enfrentamientos similares con la Santa Sede ya se habían producido en siglos anteriores. ¿Por qué entonces el fraile agustino rasgó la cristiandad, llevándose consigo una tercera parte de ella, cuando declaró su ruptura con la Iglesia?
Algo parecido nos preguntamos acerca de la Segunda Revolución. Yace decapitada la hija primogénita de la Iglesia: el rey era la cabeza de la sociedad y fue cruelmente asesinado y su figura arrancada del alma de sus súbditos. Ahora bien, el desvarío de la nobleza y la penuria de los campesinos, alegatos para la insurrección en la Francia del siglo xviii, ¿constituían una coyuntura inaudita en el país? ¿Qué llevó a aquella gente a arrastrarse a un estado tan indigno, cuando sus antepasados habían superado valientemente vicisitudes peores?
Podríamos repetir esa observación con la Tercera Revolución y con otros episodios históricos en los que la saña revolucionaria consiguió grandes objetivos.
¿Qué factor desencadenó esas explosiones en la época precisa en que ocurrieron y no en siglos anteriores, en los cuales también se presentaron ideas y situaciones análogas? Es necesario reconocer que hubo una preparación previa que les confirió el éxito. Para explicar dicho fenómeno, el Dr. Plinio recurrió varias veces a la siguiente metáfora.
Imagínese el lector que una persona se presentara ante la entidad responsable de la conservación de un verde y frondoso bosque para exponer sus planes de incendiarlo. El director le respondería indiferente: «Todos los días pasa por aquí el tren con sus chispas y ¡la vegetación nunca se ha quemado! ¡No va a ser usted con su fósforo quien hará semejante barbaridad!». El delincuente estaría escuchando en silencio. Sin embargo, durante noches consecutivas, éste enviaría a unos hombres a que inyectaran en aquellos árboles una sustancia misteriosa que los hiciera secarse por completo. Un día, con el mismo fósforo del que se había burlado el director, prendería fuego; en poco tiempo, el bosque entero estaría ardiendo. Lo que antes había resistido a unas chispas, ahora se había vuelto combustible.
Aunque elocuente en sí misma, hay que explicar la metáfora. En efecto, si el «bosque» simboliza la civilización cristiana, compuesta por los innumerables árboles de las virtudes, de las costumbres e instituciones santas, ¿a qué corresponderían las «inyecciones misteriosas»? He aquí un dato fundamental para entender la cuestión…
El Dr. Plinio lo descubrió tempranamente, al asistir, cuando aún no había cruzado el umbral de la infancia, a una de estas «inyecciones».
En el colegio, choque entre dos mundos
Un silbato resonó en el patio y, como si ese sonido agudo y prolongado la hubiera detonado, le siguió una explosión. Los muchachos sobreexcitados, transpirando de agitación, corrían por todas partes, gritando en completo desorden. Al margen de la confusión, un jovencito lo observaba todo. Aquel era su primer día de clases.
Plinio Corrêa de Oliveira, que por entonces tenía 10 años, había crecido en un hogar con profundas raíces tradicionales, en donde la educación y la compostura se traducían en distinción en el trato y la fe revestía los primeros pasos de su existencia con una luz dorada y sobrenatural. «Acostumbrado a esta educación, entré en el colegio como si un bólido me hubiera lanzado bruscamente —desde dentro de este ambiente tan acogedor, tranquilo y antiguo— treinta años adelante y de lleno en el mare magnum embrutecido de la Revolución»,1 comentaría más tarde.
No se trataba de una mera extrañeza infantil, fruto de la inmadurez que se topa con lo desconocido; era un choque del bien con el mal, del orden con el desorden, del pequeño Plinio que, viviendo en el «paraíso terrenal» de la inocencia, escuchaba los primeros rugidos de la Revolución.
En estos primeros encuentros, no obstante, se le presentaba inoculada con vientos de novedad, en apariencia tan emocionantes como inofensivos, y sólo un fino discernimiento sería capaz de reconocer su maldad.
El joven Plinio, de hecho, empezó a observar cómo entre los chicos de su edad la brutalidad sustituía a la ceremonia, y el respeto dejaba paso a una intimidad inescrupulosa: unos a otros se daban manotazos en la espalda, intercambiándose insultos o bromas de mal gusto; en el lenguaje, las palabras indecentes entraban en el vocabulario corriente, ejerciendo una atracción especial; en la indumentaria, la compostura se volvía anticuada, y se imponía un estilo más relajado e informal.
Por otra parte, si el ambiente doméstico lo animaba a desarrollar todos los aspectos saludables de su personalidad, en el colegio, en sentido contrario, existía una presión que llevaba a todos a adherir a un mismo estado de espíritu y modos revolucionarios, en una acción intensamente masificadora.
Transformaciones radicales son impuestas a la sociedad
Con el fin de la Primera Guerra Mundial, esos cambios se volvieron más nítidos todavía. Al salir exhausta de aquella tragedia, la humanidad tenía ansias de bienestar, espontaneidad y disfrute, y se arrojó con voracidad en las vías de la novedad. Para ello, el cine jugó un papel decisivo al proporcionar algo más allá de la distracción o el ocio, como observó el Dr. Plinio: «Notaba que el cine tenía un efecto tendencial sobre todas las personas, modelándoles su temperamento, sus costumbres, su modo de ser y de pensar, en última instancia, transformándoles su existencia. Era el gran vehículo del progreso y de la Revolución».2
Las películas cómicas inauguraban una manera de reír, de hacer bromas y de divertirse, así como los dramas policíacos creaban un estado de espíritu embriagado de pasión, tensiones y fiebre de velocidad, que parecía querer llevar al auge la capacidad humana de sentir.3 Sin embargo, no se incentivaba cualquier placer: los del espíritu estaban desterrados de la moda.
En esta nueva consideración de la vida y de las actividades humanas, Dios ya no tenía espacio: se buscaba una especie de «cielo» terrenal y materialista, garantizado para quien tuviera salud, dinero y suerte. Y así el concepto de mal pasó a identificarse con sufrimiento o dolor, cuya eliminación sería siempre un bien.
Poco a poco, las innovaciones irían superando los límites del puro sentimiento e invadiendo el campo de las ideas y de los hechos. El Dr. Plinio para entonces ya sería una persona adulta y estaría listo para librar su heroica lucha en defensa de la Iglesia y la civilización cristiana. Pero la fase inicial de su enfrentamiento con la Revolución siempre será un fértil campo de inspiración para comprender cómo ella trabaja para realizar su proyecto.
El desorden en el espíritu humano
Al describir el proceso revolucionario en las mentalidades, tan sutilmente llevado a cabo por medios a veces insospechados y con mensajes contrarios a la moralidad y a la religión, nos topamos con su campo de acción más profundo —y quizá el más importante—, tal como lo describe el Dr. Plinio: «Podemos también distinguir en la Revolución tres profundidades, que cronológicamente hasta cierto punto se interpenetran. La primera, es decir, la más profunda, consiste en una crisis en las tendencias».4
Antes del pecado de Adán, las tendencias humanas —originadas de los sentidos del alma y del cuerpo— estaban en completo orden: «Por la justicia original, la razón controlaba perfectamente las fuerzas inferiores del alma; y la razón misma, sujeta a Dios, se perfeccionaba».5 Mientras nuestros primeros padres fueran dóciles a Dios, su lado espiritual predominaría sobre el animal: naturalmente se centrarían más en las cosas del espíritu que en las de la carne. Esta disposición regía todos los aspectos de la vida en el Edén, incluso las corrientes, como explicó el Dr. Plinio a su joven audiencia:
«Mirando cualquier cosa del paraíso, o simplemente sintiéndola, el hombre sabía dirigir su alma sobre todo hacia Dios, Creador de todo. En el calor y la brisa fresca, sabía ver la Providencia divina. No se detenía en el deleite —como en un balneario de hoy, extendiendo los brazos y tratando de disfrutar del viento— sino que pensaba: “¡Cómo el calor del día me recuerda el poder de Dios! Cómo la brisa fresca me recuerda la sabiduría con la que Él limita su propio poder, para que su presencia no resulte excesiva para con el hombre que ama”. Y recibía cada cosa como un don y un afecto de Dios».6
Adán, sin embargo, expulsó de su alma este paraíso. Con su pecado se rompió el perfecto equilibrio que lo habitaba: su inteligencia se embotó; su voluntad se endureció con relación al bien, haciéndose débil e indecisa, y obrar correctamente se volvió difícil; la concupiscencia, antes reglada por la templanza, se enardeció en demasía7 y comenzó, contrariando los principios de la razón, a buscar la saciedad en los bienes terrenales.
Herederos de la culpa original, incluso en aquellos que fueron bañados por las aguas del Bautismo, sus efectos permanecen. Por tanto, la corrupción de la sensualidad —en su significado amplio, identificado por Santo Tomás de Aquino con el apetito sensitivo—, por la cual nos vemos inclinados al pecado, nunca desaparece del todo en esta vida,8 de tal modo que practicar el bien, reprimiendo tal propensión, constituye la gran lucha de la existencia.
La Revolución, a su vez, se empeña por exacerbar esta debilidad humana, pues de ello depende el éxito de sus maquinaciones.
En las tendencias, el dinamismo del proceso
Santo Tomás9 explica que así como en el bien la razón tiene una importancia principal, en el mal, por el contrario, la parte inferior del alma se encuentra en primer lugar.
Siendo así, el objetivo de la Revolución en esta primera etapa es poner todas las tendencias en desorden. «¿Esto qué significa? Instituir en el espíritu humano una intemperancia completa, para lo más y para lo menos. De manera que, por ejemplo, en las ocasiones en las que haya un propósito para que uno sienta la cosa “x”, sienta “y”; cuando haya ocasión de sentir “y”, sienta “z” o no sienta nada. Y, como corolario de la intemperancia, instituir un desorden total en el mundo del sentir».10
En general, tal desorden sustituirá al Cielo por el placer como meta en la vida. De acuerdo con la psicología, el carácter o la educación, las manifestaciones del desenfreno se revestirán de características propias. Habrá, por ejemplo, quienes desean sensaciones intensas y ruidosas; mentalidades más mediocres o más finas se contentarán con minúsculos placeres y preferirán sorber la vida con cucharillas de té.
Para todos, en último análisis, ¿en qué consiste una vida placentera? Primeramente, en despreocupación y diversión que deleite el cuerpo, de forma directa e inmediata. En segundo lugar, hacer lo que a uno le dé la gana, ¡la voluntad misma es la ley! Las tendencias desenfrenadas conducen paulatinamente a la abolición de todos los frenos impuestos por la moral y las buenas costumbres; y el hombre, proclamándose libre, se vuelve esclavo de sus pasiones.
Medios para alcanzar las tendencias del ser humano
Exacerbadas las malas propensiones de la generalidad de los individuos, la Revolución tendrá condiciones para dar los próximos pasos previstos: «Estas tendencias desordenadas, que por su propia naturaleza luchan con realizarse, no conformándose ya a todo un orden de cosas que les es contrario, comienzan modificando las mentalidades, los modos de ser, las expresiones artísticas y las costumbres, sin tocar siquiera de manera directa —habitualmente, al menos— las ideas».11
Habiendo sido trabajado el campo por este proceso, más adelante las doctrinas encontrarán el suelo firme para consolidarse como ideas explícitas. Sólo entonces la Revolución estará lista para alcanzar «el terreno de los hechos, donde empieza a obrar, por medios cruentos o incruentos, la transformación de las instituciones, de las leyes y de las costumbres, tanto en el ámbito religioso como en la sociedad temporal».12
Por lo tanto, el éxito de los grandes acontecimientos revolucionarios siempre será consecuencia de una preparación, primero tendencial y luego sofística. El Dr. Plinio ejemplifica esta realidad con la pólvora que recorre un reguero antes de la deflagración de los fuegos artificiales. Para que se produjera la explosión, necesariamente hubo ese «camino» antecedente.
Entre numerosos casos históricos que ilustran este principio, es esclarecedora la declaración de cierto personaje público español que, en plena marcha descristianizante de esa nación ibérica, afirmó que era necesario acabar con el tabú de la virginidad para lograr abolir el derecho a la propiedad.
Cabe señalar también que este proceso no se lleva a cabo de un modo manifiesto, sino más bien astuto y discreto, pues cuanto menos se haga notar, mayor posibilidad tendrá de no encontrar resistencia. En efecto, la Revolución sólo avanza «a costa de ocultar su aspecto total, su espíritu verdadero, sus fines últimos».13
Un ejemplo arquetípico lo tenemos en el Renacimiento y en el Humanismo que, como hemos visto, prepararon el camino para el estallido de la seudorreforma protestante. Esculturas perfectas desde el punto de vista artístico, que representaban la fuerza y la excelencia humanas, admiradas indiscriminadamente, sembraron en la humanidad la idea —aún difusa— de que la época en la que el hombre dependía de Dios, tal como la retrataban las pinturas medievales, estaba superada. Si alguien dijera eso, sin duda sería recriminado en toda la cristiandad; las artes lo proclamaron, todos lo aceptaron. Dominados ya por la fascinación de un arte neopagano y, a menudo, francamente indecente, los espíritus se adhirieron fácilmente a la degradación moral en los hechos.
Se podrían citar ejemplos en todos los ámbitos de la cultura a lo largo de los siglos, hasta la extenuación. Tenga en cuenta, lector, que cada gran explosión ideológica o social siempre fue precedida por una revolución cultural, y esto no es mera coincidencia…
Se establece así un círculo vicioso que —salvo una intervención misericordiosa de la Providencia— nada lo puede detener: la Revolución tendencial arroja al hombre en la intemperancia; sus malas inclinaciones, atendidas y estimuladas a la vez, exigen más; un nuevo invento le es ofrecido. En resumen, «los errores engendran errores y las revoluciones allanan el camino unas a las otras».14
Aspecto tendencial de la lucha en nuestros días
Hasta inicios del siglo pasado, la Revolución utilizaba el «arma» tendencial como remota preparación para la quiebra de un principio. Hoy en día, sin embargo, prácticamente ha dejado de actuar en el campo ideológico, o al menos le dedica mucho menos énfasis, centrando sus esfuerzos en las distintas facetas de la llamada «revolución cultural». ¿Su experiencia secular le habrá enseñado que basta con mover las pasiones para triunfar o es que la desintegración del alma humana ya se halla tan avanzada que su inicua labor se ha visto muy facilitada?
No por casualidad, el Dr. Plinio observó en la tercera parte de Revolución y Contra-Revolución, escrita en 1976, la importancia que había adquirido el aspecto tendencial revolucionario y que, por tanto, era necesario «prepararse para luchar, no sólo con el objetivo de alertar a los hombres contra esta preponderancia de las tendencias —fundamentalmente subversiva del buen orden humano— que así se iba incrementando, sino también a valerse, en el plano tendencial, de todos los recursos legítimos y apropiados para combatir a esa misma Revolución en las tendencias».15
Y podemos afirmar con toda seguridad que, en el último medio siglo, esa primacía no ha hecho más que aumentar… Por consiguiente, a quienes no quieran dejarse llevar por ella, el Dr. Plinio les indica una única solución: «El miedo a perder la gracia nos coloca en un incesante combate, en todo momento, y este combate comienza con el discernimiento y la vigilancia».16
Que la Santísima Virgen conceda a todos los contrarrevolucionarios sagacidad y acuidad para permanecer adversos a ese enemigo que nos rodea incluso en las mínimas facetas de la vida cotidiana. ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas Autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2010, t. II, pp. 40-41.
2 Ídem, p. 89.
3 Cf. Ídem, pp. 94-103.
4 RCR, P. I, c. 5, 1.
5 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 85, a. 3.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 9/11/1984.
7 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 82, a. 3.
8 Cf. Ídem, q. 74, a. 3, ad 2.
9 Cf. Ídem, q. 82, a. 3, ad 3.
10 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo: 8/8/1993.
11 RCR, P. I, c. 5, 1.
12 Ídem, 3.
13 Ídem, P. II, c. 5, 3, A.
14 Ídem, P. I, c. 6, 3.
15 Ídem, P. III, c. 3, 3.
16 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 9/11/1984.
Sencillamente espectacular el presente artículo, gracias. Esta explicitación de que el paraíso se encontraba en el equilibrio de sus potencias intrínsecas, manifestadas en sus conductas externas, «Adán, sin embargo, expulsó de su alma este paraíso. Con su pecado se rompió el perfecto equilibrio que lo habitaba». Luego todas las consecuencias que se derivaron, hasta llegar tendencialmente a la Revolución de los sentidos sobre la rezón y etc.
Ante este magnífico y detallado artículo firmado por la Hna. María Beatriz Ribeiro, sólo nos queda admirar la sabiduría y discernimiento del Dr. Plinio, dándonos a conocer el trabajo demoníaco que trata de conseguir “secar por completo” al hombre de virtud y hacer desaparecer así todo freno moral. Ésta es la revolución en las tendencias.
El Prof. Plinio afirma cómo el cine, por ejemplo, tenía y tiene un efecto tendencial sobre todas las personas para moldear su temperamento, sus costumbres, su modo de ver y de pensar. Nuestro Fundador discierne así invitación que nos puede hacer ese “lodo” y el vicio de vivir en medio de él, por lo que nos advierte: O la persona lo repele con suma energía en el primer momento, o le acaba tomando un gusto que en el segundo momento nos hace relajados de espíritu.
Conscientes de nuestra inclinación al pecado y de que tal tendencia nunca desaparecerá del todo en esta vida, nuestra gran lucha es la de —por obra de la gracia— hacer el bien y reprimir tal predisposición.
Fé Colao García
Asturias (España)