Dios, nuestro Señor, dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». ¿Qué paz es la que Cristo nos concede y que el mundo no nos la puede ofrecer?
Preguntémosles a los hombres de nuestros días qué es lo que más anhelan para sí y para el mundo y la mayoría ciertamente responderá: ¡la paz! San Agustín afirmaba que «es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia».1
Sin embargo, principalmente en el último siglo, el deseo de paz aumentó tanto que ha adquirido expresiones diversas.
Un bien anhelado, pero no alcanzado
Las dos guerras mundiales dejaron profundas secuelas en la humanidad, debido a su violencia y su capacidad de destrucción. Como si no fuera suficiente, acabada en 1945 la más terrible de ellas, el comunismo soviético siguió amedrentando a muchos de los pueblos eslavos y orientales y el mundo fue testigo de nuevas acometidas bélicas, sobre todo, en Asia y en África.
Durante el período conocido como Guerra Fría, pese a la aparente ausencia de un enfrentamiento formal, Estados Unidos y la Unión Soviética se enzarzaron en una carrera armamentística que apuntaba, tarde o temprano, a un conflicto nuclear de drásticas dimensiones. Algo similar sucedió en los umbrales del tercer milenio, con la aparición del terrorismo a gran escala.
No asombra, por tanto, que el ideal de paz aflorara como objetivo a ser alcanzado entre los hombres, cansados de sangre, muerte y destrucción. ¿Qué respuesta podría dar el mundo a tales calamidades? Tratados, acuerdos entre Estados y reuniones con las grandes potencias fueron llevados a cabo, y continúan realizándose, con el compromiso de preservar la paz.
Tales esfuerzos trajeron, además de alentadoras promesas, un crucial interrogante: ¿Se lograría los resultados esperados? ¿O serían vanas tentativas de materializar una quimera? No mucho tiempo después del inicio de esos hechos, personas como el conceptuado teólogo dominico Victorino Rodríguez darían una respuesta negativa a tales preguntas: «La ONU se constituyó para garantizar la paz entre las naciones. El año 1986 fue proclamado Año Internacional de la Paz. Pero no se logra la deseada paz; ni la paz mesiánica donde germinó el Evangelio, ni la paz octaviana donde se desarrolló el Derecho; ni cuando el poder disuasorio de la defensa nuclear bastaría para que los hombres dejasen de hacer o fomentar la guerra».2
Tamaña era la preocupación mundial que hasta nuevos significados le dieron a la paz, alejados del verdadero. En la década de 1960, por ejemplo, en el movimiento hippie resonaba su consigna más conocida: «Paz y amor». Hábilmente manipulado, dicho eslogan llevaba a pensar que su realización consistía en la pura ausencia de guerra y en la plena satisfacción de los placeres carnales.
Ante ese cuadro, cabe preguntarse: a fin de cuentas, ¿cómo se entiende la verdadera concordia? ¿Cómo conquistarla? Dios, nuestro Señor, dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). ¿Qué paz es la que Cristo nos concede y que el mundo no nos la puede ofrecer?
Paz, tranquilidad y orden
San Agustín define la paz como «la tranquilidad del orden».3 Estos dos elementos se combinan muy estrechamente. De hecho, ambos están de tal manera vinculados entre sí que son prácticamente inseparables; si se disocian, tienden a convertirse en una caricatura de ellos mismos.
El orden es la recta disposición de las cosas de acuerdo con su naturaleza y fin. Una imagen de este principio la encontramos en la rica y compleja organización del cuerpo humano. En él todos los sistemas poseen una finalidad, según los órganos que los componen; éstos, a su vez, dependen del buen funcionamiento de los tejidos y las células. Luego decimos que el cuerpo está ordenado porque sus partes cumplen una función y una finalidad, que concurren al bien del conjunto.
El orden debe favorecer la tranquila libertad de las partes. Por ejemplo, en una nación en la cual sus ciudadanos son vigilados constantemente y donde el cumplimiento de la ley se produce bajo la sombra del miedo, existe un orden violento y, por eso mismo, inestable. No engendra paz, pues le falta la tranquilidad.
La verdadera tranquilidad puede ser definida como la quietud y sosiego del ente que se complace en la situación en la que está, no por indolencia, comodismo o enquistamiento, sino porque cumple en ella su finalidad. Es lo que ocurre con la inteligencia cuando conoce la verdad o con la voluntad cuando posee el bien; o incluso con un niño que está en brazos de su madre, pues «sabe» que el cuidado materno suple sus necesidades.
Para que haya genuina paz, la tranquilidad debe proceder del verdadero orden. No sorprende que San Agustín definiera la paz como la tranquilidad del orden. De lo contrario, se busca la tranquilidad en función de sí mismo y, a menudo, se encuentra la tranquilidad en el desorden.4 Se trata de una seguridad espuria, una tranquilidad engañosa, la falsa paz de la que hablan las Escrituras: la de los pecadores empedernidos que ya no sienten la picadura de los remordimientos (cf. Sal 72, 4-9) y proclaman: «“¡Paz, paz!”, cuando no hay paz» (Jer 6, 14). Ese es el ilusorio sosiego que reina, por ejemplo, en una familia en la que los padres ceden ante todos los caprichos de su hijo bajo el falaz pretexto de que así podrán «tener un poco de paz»5 o bien la pseudopaz de un pantano, como ejemplifica elocuentemente el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, donde, en medio de la aparente quietud del agua estancada y podrida, regurgitan toda clase de organismos deletéreos.
La verdadera paz es fruto del Espíritu Santo
La paz auténtica —y, por tanto, cristiana— sólo se puede entender a la luz de la divina Revelación. La Santa Iglesia siempre ha recordado la existencia de los frutos del Espíritu Santo, mencionados por San Pablo en la Carta a los gálatas: «En cambio, el fruto del Espíritu es: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22-23).
Al favorecer al alma bautizada con las virtudes infusas y los dones sobrenaturales, Dios espera de ella obras dignas del Cielo, lo cual solamente es posible con el auxilio del Paráclito. A medida que el bautizado se deja modelar por Él, entonces «se dice que la operación del hombre es fruto del Espíritu Santo».6
En teología se emplea ese término por analogía con la naturaleza. Así como el fruto de un árbol es lo mejor y lo más placentero que éste produce, del mismo modo los frutos del Espíritu Santo son actos humanos que proceden del influjo divino y trae consigo cierto delite.7
Entre tales frutos, el Apóstol enumera la paz, precedida, no obstante, de la caridad y de la alegría. ¿Qué razón hay en esta secuencia?
Frutos de los que procede la paz
La caridad es la más importante de las virtudes y el primero de los frutos, «fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino».8 Lejos de ser un mero sentimiento, implica la ordenación del hombre hacia Dios, en una actitud de sumisión filial y obediencia dócil, conforme enseña el Señor: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15).
A la caridad le sucede la alegría, pues, según el Doctor Angélico, «el gozo lo causa la presencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva».9 En cambio, San Juan afirma en su primera epístola: «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (4, 16). Por la caridad el Señor se hace presente en quien lo ama, concediéndole así la posesión del mayor de los bienes. Por consiguiente, el gozo espiritual, fruto del Espíritu Santo, fluye naturalmente del amor a Dios.
Sólo alcanzaremos la alegría perfecta en el Cielo, donde «será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes».10 Sin embargo, en esta vida la felicidad que viene del Espíritu Santo le da al bautizado un preludio del gozo eterno. Y cuando la alegría es plena —en la medida en que es posible en esta tierra— entonces se obtiene la paz, por dos razones.
Solamente en Dios el corazón humano encuentra descanso
En primer lugar, porque la paz supone «el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien deseado».11 De hecho, quien está insatisfecho con el objeto que lo hace feliz no tiene gozo completo y de ese descontento sobreviene la inquietud interior.
Es natural que el hombre tenga deseos y en esta vida jamás nos veremos libres de ellos. La experiencia cotidiana nos muestra que el ser humano nunca está satisfecho con lo que tiene, ya sea en relación con el dinero, con la salud física o con el placer; situación que lo coloca ante un dilema: o ir siempre en busca de más bienes terrenales, con la ilusión de encontrarlo, o amar al único Ser —eterno e infinitamente bueno— capaz de complacer en plenitud todos sus anhelos.
Es lo que expresa la consagrada frase de San Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».12 Isaías ya les aconsejaba a los suyos al respecto, dirigiéndoles las siguientes palabras de parte de Dios: «¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad vuestro oído, venid a mí» (Is 55, 2-3).
Que nada turbe vuestros corazones
Además, la paz que resulta de la caridad y de la alegría exige «la ausencia de agitación»,13 pues no podemos disfrutar adecuadamente de un bien si las perturbaciones, tanto internas como externas, nos incomodan.
La vida del hombre sobre la tierra, todos lo sabemos, es una lucha constante, cuyo embate principal ocurre en nuestro interior. Las pasiones nos hacen guerra y, a menudo, no practicamos el bien que deseamos, sino el mal hacia el cual nos sentimos arrastrados. Por otra parte, en nuestro sagrario interior, Dios se hace presente por la gracia y nos advierte por la voz de la conciencia. Las leyes del espíritu y de la carne pelean en este campo de batalla que somos nosotros.
A ese combate se le suman las enfermedades, las adversidades, los desentendimientos y toda clase de peligros. En consecuencia, con facilidad surgen en nuestro interior aquellos sentimientos tan comunes a los hombres cuando no reaccionan convenientemente a los infortunios: cansancio, hastío, desánimo, tedio, depresión e inquietud…
No obstante, las disposiciones del alma enteramente entregada a la acción del Espíritu Santo son otras. Quien ama exclusivamente a Dios no se perturba por nada, pues, como San Pablo, todo lo considera basura ante el bien supremo de ganar a Cristo y ser hallado en Él (cf. Flp 3, 8-9). Y, en ese mismo sentido, canta el salmista: «Mucha paz tienen los que aman tu ley, y nada los hace tropezar» (118, 165). Nada puede turbar la seguridad de quien sabe que está con el Todopoderoso: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 31).
Objetivo imposible sin la gracia divina
Introducido en el orden sobrenatural, elevado a la participación en la naturaleza divina y hecho templo de la Santísima Trinidad, el bautizado debe vivir según lo que esta condición le pide. Ahora bien, esto es imposible sin la gracia de Dios.
La ordenación interna del bautizado está en llevar una vida recta e íntegra, mediante la asistencia de los sacramentos, la oración y las buenas obras. Cuando el hombre peca y pierde la gracia santificante, establece para sí un fin ruin, distinto de aquel para el cual Dios lo destinó. Obviamente, en ese camino no encontrará paz, sino frustración y remordimiento.
De donde concluye el Doctor Angélico que «sin gracia santificante no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente»,14 pues la gracia conlleva la amistad con Dios.
El corazón del malvado y la paz del justo
Las Escrituras ilustran bien esta verdad, al mostrar que no hay paz para los que están fuera de la gracia de Dios y violan sus mandamientos.
El profeta Isaías describe con elocuencia la perturbación de los que desprecian al Señor: «Los malvados son como el mar borrascoso, que no puede calmarse: sus aguas remueven cieno y lodo» (57, 20). El malvado, porque se hace enemigo del Creador, no puede disfrutar de la verdadera paz. Sus pensamientos son como un «mar borrascoso», en donde se maquina la traición, el error y la infamia. En su corazón, sucio por la maldad de sus crímenes, «se remueven cieno y lodo». El propio Señor de los ejércitos es categórico cuando afirma que para ellos «no hay paz» (cf. Is 48, 22).
Por su parte, el justo disfruta de verdadera paz incluso en medio de tormentos y dificultades. Esto es causa de disgusto y envidia para sus enemigos, porque no entienden cómo puede gozar de tamaña tranquilidad. «Las almas de los justos están en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz» (Sab 3, 1-3).
Cristo, autor de la paz
«Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz» (Is 52, 7), exclamaba estupefacto Isaías siglos antes de que el Verbo se encarnara. Y San Jerónimo, comentando ese pasaje, explica: «Nuestra paz es este mismo que mediante la sangre de su cruz ha pacificado todo en el Cielo y en la tierra».15
El Señor es el verdadero autor de la paz, ya que, como afirma el catecismo, «por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne”, reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios».16
Finalmente, nos logró la paz con Dios, pagando la deuda que contra nosotros pesaba, según exclama San Pablo: «Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5, 1-2).
Si quieres la paz, ¡prepárate para la guerra!
Es curioso, pero inevitable, que cuando nos planteamos hablar sobre la paz terminamos recurriendo a la idea de la guerra. Dos adversarios luchan por la hegemonía en el corazón del hombre: por un lado, Nuestro Señor Jesucristo propone la única y verdadera paz; por otro, el mundo, con sus mentiras e ilusiones, trata de perderlo presentándole una caricatura de ella.
Sin embargo, ambos contendientes difieren no solamente en el don que ofrecen, sino también en los medios que emplean para conseguir su objetivo. ¿Qué camino sugiere el demonio para obtener la paz mundial? Y Cristo, ¿qué vías nos proporciona? Son cuestiones que responderemos en un próximo artículo. ◊
Reina de la paz, de la lucha y del sufrimiento
Plinio Corrêa de Oliveira
En la Letanía Lauretana, Nuestra Señora es invocada como Regina Pacis, Reina de la Paz. Procuremos analizar el significado más profundo de este título que la devoción católica atribuye a la Santísima Virgen.
La paz referida en esa advocación puede ser considerada bajo dos aspectos. En primer lugar, la del interior del alma; en segundo lugar, la exterior, es decir, de la sociedad.
Concepto erróneo de paz interior
Para comprender la primera acepción, antes debemos tener en cuenta que diversos conceptos y palabras atinentes a asuntos de piedad sufrieron, a lo largo de los últimos tiempos, ponderosas distorsiones en el modo de definirlos.
Así pues, se suele pensar que la paz interior de una persona consta de dos elementos. No es asaltada por ninguna tentación, ni se ve, por tanto, a vueltas con luchas internas. Su vida espiritual es tranquila, distendida, agradable, sin problemas. Esta persona se asemejaría a alguien que está sentado dentro de un helicóptero en ascensión, en el cual, sin esfuerzo alguno, llega hasta el cielo con toda paz.
En consecuencia, no tiene ninguna cruz o sufrimiento. No pasa por angustias a propósito de enfermedades, de carencias materiales o de dificultades familiares. Para ella, todo transcurre en un sereno y perfecto orden, sin desavenencias ni adversidades contra las que tenga que luchar. Tal es el concepto corriente de paz interior.
Falsa noción de paz externa
Veamos ahora la idea común que se tiene de la paz externa.
Según la noción hoy extendida, la paz no es la obra de la justicia, de la virtud, sino de una cierta prosperidad materialista. Importa, ante todo, la estabilidad económica, las cuentas bancarias conservadas y nutridas, la jubilación asegurada, las personas alimentadas, con el confort y bienestar diarios garantizados. No hay peleas por cuestiones pecuniarias, todos viven alegres y tranquilos. Entonces, la paz reina en la nación.
Cuando todos los pueblos se encontrasen en esa feliz situación, algunos imaginan que no habría conflictos internacionales, ningún país desearía agredir a otro y la población mundial llevaría una existencia calma y pacífica.
¿No habría padecido angustias la Reina de la Paz?
Conforme ese equivocado concepto, la devoción a Nuestra Señora Reina de la Paz consistiría en rendirle culto a la Madre de Dios en cuanto protectora de ese róseo estado de cosas, porque es el modelo de la persona que nunca tuvo pruebas, angustias, dolores. Fue concebida sin pecado original y, por tanto, su vida entera fue muy calma, sin dificultades. Tuvo un Hijo y un esposo muy buenos, residió en una pequeña ciudad llamada Nazaret, donde no había desavenencias de ninguna clase y Ella pasaba sus días enteramente relajada.
Es verdad que su Hijo, en determinado momento, sufrió y que María, durante la Pasión, había experimentado algún disgusto, del cual se recuperó enseguida, resignada. Poco después lo vería subir a los Cielos y se alegró al percibir que su Hijo se encontraba en muy buen sitio. Se acabaron los problemas, pasó el resto de su vida en la tranquilidad doméstica, bajo los filiales cuidados del apóstol Juan.
Ese es el ideal de ciertas mentalidades, cuando hablan de Nuestra Señora de la Paz.
Un enunciado que no excluye luchas y sufrimientos
Ahora bien, la búsqueda de una correcta interpretación de ese título mariano nos llevaría a considerar que las primeras noticias sobre la Virgen en la Sagrada Escritura nos la presentan como la adversaria del demonio y la que aplastaría la cabeza de la serpiente: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer», le dijo Dios a la víbora, «entre tu descendencia y su descendencia» (cf. Gén 3, 15). Es decir, hay una actitud fundamental de rechazo y de combate al mal en aquella que es invocada como Reina de la Paz.
Aparte de esto, como se infiere de las palabras divinas, todas las luchas libradas por la Iglesia y por los católicos contra los adversarios de la fe tienen en la mujer, es decir, en Nuestra Señora, el primer ejemplo de coraje y de fuerza para vencerlos. Entonces, si la paz fuera simplemente ausencia de lucha, ¿cómo la Virgen María iba a ser la Reina de la Paz?
Más aún. Si la paz consiste en no tener sufrimiento ni angustias, ¿cómo se explican las palabras de Simeón dirigidas a Nuestra Señora, según las cuales una espada de dolor atravesaría su corazón? En realidad, María sufrió un diluvio de dolores en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Ella vio surgir y crecer las antipatías, las animosidades y el odio con relación a su divino Hijo; de Él oyó la predicción de que sufriría y moriría crucificado, y no lo abandonó un solo instante, acompañándolo y participando de su martirio hasta el consummatum est en lo alto del Calvario, hasta la deposición del cuerpo sagrado en el sepulcro. Y todo lo sufrió en una actitud de lucha y de paz, para la redención del género humano, para aplastar al demonio y vencer la muerte.
Por consiguiente, la auténtica noción de paz no excluye la lucha ni el sufrimiento. Y donde está la Reina de la Paz, allí está la enemistad contra la serpiente y contra el mal. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XI.
N.º 124 (jul, 2008); pp. 10-14.
Notas
1 SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XIX, c. 11. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1392.
2 RODRÍGUEZ, OP, Victorino. Teología de la paz. Madrid: Aguirre, 1988, p. 9.
3 SAN AGUSTÍN, op. cit., c. 13, n.º 1, p. 1398.
4 Como bien explica Étienne Gilson, «la paz deseada por las sociedades no es sólo paz, sino una mera tranquilidad de hecho, mantenida a toda costa y cualesquiera que sean las bases sobre las que se asienta» (GILSON, Étienne. Introduction à l’étude de saint Augustin. 3.ª ed. Paris: J. VRIN, 1949, pp. 227-228).
5 Cf. RIAUD, Alexis. La acción del Espíritu Santo en las almas. Madrid: Palabra, 2005, p. 112.
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.70, a.1.
7 Cf. LEGUEU, Stanislas. Le Saint Esprit. Angers: P. Desnoes, 1905, p. 133.
8 CEC 1827.
9 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 28, a. 1.
10 Ídem, a. 3.
11 RIAUD, op. cit., p. 113.
12 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. I, c. 1, n.º 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1979, v. II, p. 73
13 RIAUD, op. cit., p. 113.
14 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 29, a. 3, ad 1.
15 SAN JERÓNIMO. Comentario a Isaías. L. XIV, c. 52, vv. 7-8. In: Obras. Madrid: BAC, 2007, v. VIb, p. 131
16 CEC 2305.