Era sábado por la mañana. Nada más bajar a desayunar y encontrarse con uno de los veteranos de la obra del Dr. Plinio en España, Mons. João le preguntó:
—¿Don Fulano de Tal ha llegado de viaje?
—No. Anoche fuimos a recogerlo al aeropuerto, pero no venía en el vuelo previsto. Ha tenido que haber algún problema en el embarque.
—¡Nada de eso! ¡Ha sido secuestrado!
Esta afirmación, seguida de una fuerte aprensión, parecía exagerada a primera vista y, sobre todo, sin justificación racional. Se hicieron muchas conjeturas acerca del paradero de aquel joven, que no había regresado de un viaje común y corriente. Monseñor João, que lo conocía muy bien, pues lo tenía bajo su autoridad y formación hacía casi una década, se mantenía en su súbita corazonada y pensaba cómo rescatarlo de esa comprometida situación en la que sentía que se hallaba. Asumido por la preocupación, llegaba a «verlo» vestido de blanco en una construcción de piedra —con claustro y un muro alto, de difícil acceso—, pero contento por la asistencia y la protección de la Santísima Virgen.
En poco tiempo se confirmó esa increíble hipótesis. Monseñor João hizo todo lo posible para, conforme a la ley, liberarlo de tal aprieto y, después de veintiún días, lo recibió de vuelta con una gran fiesta en una de las casas del Grupo. Rebosante de gratitud, el joven le contó al Dr. Plinio por teléfono el apoyo inestimable y el celo paternal del que había sido objeto por parte de Mons. João en aquellas dramáticas circunstancias. «Sabes que soy muy observador, y veo en la vida de todos los días que su actitud con vosotros es precisamente esto: él es un padre y una madre», concluyó el Dr. Plinio.
Había sido definida la actuación de Mons. João junto a los suyos.
La perfecta paternidad
¿Cómo definir paternidad? En el orden natural, los padres son aquellos que transmiten la vida según su naturaleza específica y como ellos mismos la poseen, con sus capacidades, defectos y temperamento. Incluso después del nacimiento existe una continuidad en esa transmisión, manifestada en el celo de los progenitores por la educación de la prole. El verdadero amor paterno y materno supera cualquier obstáculo, practica cualquier heroísmo, consigue hasta lo imposible para sus hijos, con una total abnegación.
El amor materno, en particular, se caracteriza por «su desinterés completo, su entera gratuidad, su ilimitada capacidad para perdonar. La madre ama a su hijo cuando es bueno. Sin embargo, no lo ama sólo por ser bueno. También lo ama cuando es malo. Lo ama simplemente porque es su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Lo ama generosamente, e incluso sin retribución alguna. Lo ama en la cuna, cuando no tiene la capacidad de merecer el amor que se le da. Lo ama a lo largo de su existencia, aunque se eleve al fastigio de la felicidad o de la gloria, o ruede por los abismos del infortunio e incluso del crimen. Es su hijo y está todo dicho».1
El verdadero amor paterno y materno supera cualquier obstáculo, practica cualquier heroísmo, consigue hasta lo imposible para sus hijos, con una total abnegación
El Altísimo puso ese instinto natural en su obra y se complace en contemplarlo como un reflejo de sí mismo. De hecho, la perfección de la paternidad se encuentra primero en Dios y luego se comunica por participación a los demás seres: «La paternidad de las criaturas es como un nombre o timbre de voz; pero la paternidad divina, por la que el Padre da su naturaleza al Hijo, sin rastro de impureza, ¡ésa es verdadera paternidad!».2 Por eso exclama el Apóstol: «Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el Cielo y en la tierra» (Ef 3, 14-15).
La paternidad divina es tan intensa y perfecta que reúne en sí tanto el aspecto paterno como el materno, cuya complementariedad forma la plenitud del amor. Las Escrituras a veces se refieren al Padre con expresiones que, entre las criaturas, corresponderían más a las madres, como cuando se afirma que el Verbo permanece en el seno del Padre o que Dios dio a luz a las criaturas y cuida de ellas mediante su providencia.3
Ahora bien, si para con la creación en general el Señor conserva ese vínculo de amor por haberla sacado de la nada, comunicándole algo de lo que es suyo, ¡cuánto mayor no será el vínculo que lo une a los seres racionales, a quienes les concede el don de gracia, una participación en su vida íntima!
Y aquí entramos en un punto importante de nuestras consideraciones.
Paternidad espiritual
Si transmitir la naturaleza humana es algo extraordinario, muy superior es transmitir la vida divina, cuya participación vale más que el resto del universo creado. En efecto, Dios quiso imprimir un reflejo de su suprema paternidad no sólo en la generación natural, sino también en la espiritual.
Transmitir vida sobrenatural confiere una paternidad mucho más profunda y entrañable que la paternidad humana. Por eso San Pablo en sus cartas a los miembros de las Iglesias locales los trata «como a hijos» (1 Cor 4, 14; 2 Cor 6, 13) o de «hijos míos» (Gál 4, 19), pues por el Evangelio los había engendrado para Cristo (cf. 1 Cor 4, 15).
Transmitir la vida sobrenatural confiere una paternidad mucho más profunda y entrañable que la paternidad humana
A lo largo de la historia de la Iglesia esa paternidad sobrenatural se manifestó muy claramente en la relación entre los fundadores de institutos religiosos y sus discípulos. Al preguntarse por la naturaleza de tal vínculo —que cuando es intenso vuelve a los hijos espirituales semejantes a su padre incluso en los más mínimos aspectos—, el P. Juberías, eminente teólogo de la vida consagrada, lo expresa de esta manera:
«¿No se podría pensar en un influjo de carácter íntimo, directo, constante [de parte del fundador], que fuera como el desdoblamiento o prolongación de su propia vida sobrenatural, de los dones de gracia con que Dios le enriqueció a él mismo? Es lo que en términos de escuela podría llamarse una causalidad de tipo formal, aunque subordinada, claro está, a la causalidad divina y a la de Cristo, nuestro Señor, como cabeza de la Iglesia. […] A ellos [los fundadores] les comunica Cristo una relativa plenitud de gracia y de carismas, en orden a enriquecer a sus hijos a lo largo de los siglos. Ejercen este influjo ya mientras viven en la tierra y lo continúan, sobre todo, una vez que reinan junto a Cristo en la gloria».4
Llegados a este punto de nuestro artículo, cabe preguntarse cómo sucedió esto a lo largo de la vida de Mons. João.
Ser hijo de Mons. João
La gran capacidad de atraer y liderar que Mons. João poseía se había manifestado desde su infancia. No obstante, sus actividades apostólicas se desarrollaron con mayor intensidad a partir de 1975, como hemos visto en un artículo anterior, y paulatinamente se convirtió en un segundo padre para los jóvenes que se acercaban a la obra del Dr. Plinio, padre de los que vendrían en el futuro y, quizá, padre de una era histórica.
Por su influencia, esa generación y las que se sucedieron —debilitadas de mente y de nervios como consecuencia de la profunda desintegración de la sociedad verificada en nuestros días— llegaron a amar los altos ideales señalados por el Dr. Plinio, a seguirlo con fervor y a organizarse en casas de vida comunitaria enteramente volcadas en la búsqueda de la santidad.
Desde entonces no ha habido ni un solo hijo de Mons. João que no pudiera dar testimonio de su paternidad continua y santificadora, pero también de su real paternidad al engendrar, confirmar y formar a cada uno para su vocación.
No hay ni un solo hijo de Mons. João que no pueda dar testimonio de su real paternidad al engendrar, confirmar y formar a cada uno para su vocación
Muchos recibieron el llamamiento directamente de sus labios, llegando él mismo a hablar con la familia, eliminar todo obstáculo, remediar cualquier dificultad. Una mirada cargada de afecto, seguida a veces de una afirmación llena de unción, como: «¡La Virgen te ha dado una gran vocación!», era suficiente para que las personas de las más diversas razas, orígenes y edades lo dejaran todo y se entregaran a él como hijos.
Una joven chilena al final de su carrera universitaria asistió a una conferencia de Mons. João en 1998 en la capital de su país; había ido un poco a regañadientes y más en consideración a su hermano, que la había invitado. Al terminar la charla, le bastó con saludarlo para que el rumbo de su vida cambiara y se consagrara para siempre en la familia de almas de los heraldos.
De visita a Canadá, en 2003, se encontró con un joven vietnamita. Conociendo el sentido de ceremonia y del honor de los orientales, le dijo que tenía una gran vocación y que necesitaba formarse para luego conquistar Oriente. Esperó unos días para recibir su respuesta, y después la de sus padres, aceptando la invitación.
Excepcionalmente, a varias vocaciones las recibió en corta edad, dada la clareza del llamamiento, proveyéndolas de todos los detalles de su educación y rebajándose literalmente para darles de comer (cf. Os 11, 4), según la expresión del Señor por los labios del profeta.
Los hechos a narrar serían innumerables, pues todo heraldo del Evangelio de cierta edad tiene un testimonio inequívoco que transmitir al respecto.
Celo paternal
Su celo paternal no se limitaba a la aurora de la vocación de sus hijos, sino que se extendía a cada instante hasta la hora de la muerte y se prolongaba más allá de ésta.
Una vez, visitando una casa dedicada al apostolado con los más jóvenes, preguntó: «¿Dónde está Fulano?». Le respondieron que, lamentablemente, no había perseverado en la vocación y había tomado otro rumbo. «No sé cómo ustedes lo resisten… Para mí, cada uno que se marcha es un trauma», contestó afligido por la incertidumbre del destino de esa alma en un mundo inundado de pecado.
En este sentido, antes de verse afectado por la enfermedad que limitaría su comunicación, cuidaba personalmente de la vida espiritual de muchos, y aún después, a pesar de las dificultades inherentes a su estado, nunca dejaba de preocuparse y hacer todo lo que estaba a su alcance por cada alma confiada a él, respondiendo siempre a cualquier petición de consejo. Por eso, al comentarle lo rebosantemente afectuoso que era con los suyos, decía: «¡Me gusta ser padre!».
Con verdadero instinto paternal, percibía de entre una multitud la ausencia de tal o cual hijo, o bien notaba que otro estaba presente, pero huía de su mirada porque no estaba bien espiritualmente.
Superando cualquier realidad natural, Mons. João llegó a escuchar, numerosas veces, a sus hijos a distancia. Como cuando una hermana que estaba en misión en un país lejano trataba de mantener la cercanía con él «conversando» diariamente con una fotografía suya. En determinada ocasión, él les preguntó a quienes lo acompañaban: «¿Cómo está la que conversa conmigo todos los días?». Nadie lo entendió, excepto cuando más tarde le refirieron el hecho a la interesada, quien quedó muy sorprendida porque no le había contado a nadie que había adoptado esa costumbre.
Dar con generosidad
Es propio de un padre darse y mostrar su cariño, incluso en lo material. Estando a la mesa, la primera preocupación de Mons. João era la de ver a los demás bien servidos y pasarles siempre lo mejor. En un cumpleaños, cuando intentaron convencerlo de que no se tomara la molestia de servir él mismo la tarta a los presentes, respondió: «¡Soy padre! ¡Soy padre!».
Una gran diversión para él y para sus hijos, como ya vimos, era el lanzamiento de chocolates y otras golosinas por la ventana de su despacho, costumbre que perduró incluso después de sufrir el ictus, como medio de brindarles a todos una alegre convivencia, aunque esto le exigiera permanecer de pie mucho tiempo. Disfrutando al ver felices a sus hijos, exclamó un día al cerrar la ventana después de una animada sesión: «¡Cómo los aprecio a todos!».
Si Mons. João tenía verdaderos arrobos de satisfacción al demostrar su afecto paternal por sus hijos, mayor gozo llenaba su corazón al poder derramar sobre ellos su perdón
Su generosidad lo impulsaba no sólo a querer dar, sino a darse. Una noche de 1979, pasó por la sacristía del Éremo de São Bento5 y vio que dos estadounidenses recién llegados dormían directamente en el suelo de ese lugar, pues no había camas libres en la hospedería. Apenado por la situación, enseguida les cedió su celda a ambos, quedándose él mismo sin cama.
Aun encontrándose enfermo, su desvelo se manifestaba de manera heroica. En una ocasión que estuvo hospitalizado en una semi-UCI, sufriendo bastante, al percatarse de que en el lado de fuera estaban algunos de sus hijos por si hubiera alguna eventualidad, los llamó en mitad de la noche, preocupado de que pudieran necesitar algo, y les ofreció los alimentos que había en la habitación.
En el cumpleaños de una de sus hijas espirituales que había perdido a su progenitor brutalmente asesinado, Mons. João se llenó de compasión y se propuso prepararle un hermoso agasajo. Con todo cariño, la llamó y le entregó el regalo diciéndole: «¡Obsequio de padre!».
El perdón paterno
Ahora bien, si le agradaba dar, mucho más le gustaba perdonar. De hecho, en ciertos casos el prefijo per indica el grado más alto de algo, por eso perdonar significa un «súper dar».
Es difícil describir el gozo que Mons. João sentía al ejercer esa prerrogativa paterna, que llegaba hasta la esencia de su alma y de su misión con una profundidad propiamente mística. Numerosas veces declaró que la posibilidad de perdonar en el sacramento de la Penitencia era lo que, en particular, lo había movido al sacerdocio.
Ya antes de ser ordenado, buscaba sin escatimar esfuerzos a las ovejas que se descarriaban, viajando si necesario fuera a otro país para encontrarse con ellas. Cuando las traía de vuelta, no dudaba en demostrar públicamente su satisfacción. Debido a esa sensibilidad, siempre afirmó que la parábola del hijo pródigo era la que más le conmovía de los evangelios, llegando a emocionarse al comentarla.
Él nos engendró en la fe y dio su sangre por nosotros; por eso, nunca dejaremos de reconocer que todo nos viene de él y de proclamar en todo el mundo la grandeza del padre que la Providencia nos concedió
Una vez, analizando la actitud de una hija suya que había aceptado bien una corrección, reconocido su falta y pedido perdón, le dijo: «¡Me derrito cuando alguien pide perdón!».
Con sus hijos más débiles, su actitud era continuamente la que describe el Dr. Plinio en una reunión, con respecto a él mismo:
«En relación con cada miembro del Grupo debo ser padre, pero especialmente debo serlo en relación con aquellos que lo dejaron todo para seguir el llamamiento de Nuestra Señora. Para éstos debo ser padre y madre, y más que eso si lo hubiera. En las limitaciones de mis medios, debo personificar toda la ternura, toda la bondad, todo el cariño, toda la misericordia de Nuestra Señora, una misericordia infatigable, que perdona siempre, que no se cansa con nada, que quiere siempre, que ama siempre. Esto es lo que deseo hacer con cada uno de ustedes.
»Cuando piensen en mí, piensen que estoy como un padre al lado de cada uno, tratando de animar, tratando de reconfortar, aunque no estén andando bien. Porque reconfortar a alguien cuando anda bien no significa mucho. Lo bueno es cuando no anda bien y uno trata de estimularlo, apoyarlo, ampararlo. En esto consiste mi papel. Si ustedes lo han dado todo para seguir a Nuestra Señora, yo debo darlo todo para seguirles a ustedes e ir tras los pasos de cada uno. Así debo ser y así deseo serlo».6
A los hijos les compete restituir
El amor de Mons. João por sus hijos se intensificó a lo largo del durísimo vía crucis que recorrió en los últimos años de su vida y, sin duda, se sublimó cuando atravesó el umbral de la eternidad. ¡Cuántas veces afirmó que quería a cada uno como si fuera hijo único!
Ahora bien, si es propio de un padre dar, les compete a los hijos restituir y confiar en ese amor que desciende abundantísimo y entero sobre cada uno.
Él nos engendró en la fe, nos formó, nos comunicó su vida sobrenatural y dio su sangre por nosotros. Por deber de gratitud, nunca dejaremos de reconocer que todo nos viene de él y de proclamar en todo el mundo la grandeza del padre súper excelente que la Providencia nos concedió. ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Tradição, família, propriedade». In: Folha de São Paulo. Año XLVIII. N.º 14.430 (18 dic, 1968); p. 4.
2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Epistolam ad Ephesios lectura, c. III, lect. 4.
3 Cf. EMERY, Gilles. La teología trinitaria de Santo Tomás de Aquino. Salamanca: Secretariado Trinitario, 2008, pp. 225-226.
4 JUBERÍAS, CMF, Francisco. «La paternidad de los fundadores». In: Vida Religiosa. Madrid. Vol. XXXII (ene-dic, 1972); pp. 322; 325.
5 El término éremo designaba internamente algunas casas en la obra del Dr. Plinio donde se llevaba vida comunitaria dedicada a la oración, al ceremonial, al estudio y a la contemplación. A los que residían allí se les llamaba eremitas.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Reunión. São Paulo, 4/1/1972.