Una innumerable muchedumbre de hombres santos lo han estimado siempre. Lo han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar íntegra la vida y para adquirir más fácilmente la virtud.
No solamente una vez hemos afirmado —como recientemente lo hemos hecho en la encíclica Divini Redemptoris—, que a los males cada vez más graves de nuestro tiempo no se puede dar otro remedio que el del retorno a Nuestro Señor Jesucristo y a sus santísimos preceptos. Sólo Él «tiene palabras de vida eterna» (Jn 6, 69) y ni los individuos ni la sociedad pueden hacer cosa alguna que pronto y miserablemente no decaiga, si dejan aparte la majestad de Dios y repudian su ley.
Dios quiere que todo lo consigamos por medio de María
Mas quien estudie con diligencia los anales de la Iglesia Católica, fácilmente verá unido a todos los fastos del nombre cristiano el poderoso patrocinio de la Virgen Madre de Dios. Y en efecto, cuando los errores difundiéndose por doquiera se obstinaban en dilacerar la túnica inconsútil de la Iglesia y en perturbar el orbe católico, nuestros padres con ánimo confiado se dirigieron a aquella que «sola ha destruido todas las herejías del mundo»1 y la victoria alcanzada por medio de Ella trajo tiempos más serenos. […]
Sin embargo, Venerables Hermanos, aun cuando males tan grandes y tan numerosos amenacen y se teman aún mayores para lo porvenir, es menester no desmayar ni dejar languidecer la confiada esperanza que se apoya únicamente en Dios. El que ha concedido la salud a pueblos y naciones (cf. Sab 1, 14), indudablemente no dejará perecer a los que ha redimido con su preciosa sangre, ni abandonará su Iglesia. Antes bien, como hemos recordado al principio, interpongamos ante Dios la mediación de la Bienaventurada Virgen tan acepta a Él, como quiera que, en palabras de San Bernardo, «así es su voluntad (de Dios) el cual ha querido que todo lo consiguiésemos por medio de María»2.
Corona compuesta por santas y admirables oraciones
Entre las varias plegarias con las cuales últimamente Nos dirigimos a la Virgen Madre de Dios, el Santo Rosario ocupa sin duda un puesto especial y distinguido.
Esta plegaria, que algunos llaman el Salterio de la Virgen o Breviario del Evangelio y de la vida cristiana, ha sido descrita y recomendada por Nuestro Predecesor de feliz memoria, León XIII, con estos vigorosos rasgos: «La admirable guirnalda confeccionada con la salutación angélica, entrelazada con la oración dominical y unida con la meditación, resulta una especie excelentísima de súplica, muy fructuosa, principalmente para la consecución de la vida eterna»3. Y esto se deduce también de las mismas flores con que está formada esta mística corona. Efectivamente, ¿qué oraciones pueden hallarse más apropiadas y más santas?
La primera es la que el mismo Nuestro Divino Redentor pronunció cuando los discípulos le pidieron: «enséñanos a orar» (Lc 11, 1); santísima súplica que, así como nos ofrece el modo de dar gloria a Dios, en cuanto nos es dado, así también considera todas las necesidades de nuestro cuerpo y de nuestra alma. ¿Cómo puede el Padre eterno, rogado con las palabras de su mismo Hijo, no acudir en nuestra ayuda?
La otra oración es la salutación angélica, que se inicia con el elogio del arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y termina con la piadosísima imploración con que pedimos el auxilio de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte.
La piedad y el amor expresan siempre algo nuevo
A estas invocaciones hechas de viva voz se agrega la contemplación de los sagrados misterios, que ponen ante nuestros ojos los gozos, los dolores y los triunfos de Jesucristo y de su Madre, con los que recibimos alivio y confortación en nuestros dolores, y para que, siguiendo esos santísimos ejemplos, por grados de virtud más altos, ascendamos a la felicidad de la Patria celestial.
Esta práctica de piedad, Venerables Hermanos, difundida admirablemente por Santo Domingo, no sin superior insinuación e inspiración de la Virgen Madre de Dios, es sin duda fácil a todos, aun a los indoctos y a las personas sencillas. ¡Y cuánto se apartan del camino de la verdad los que reputan esa devoción como fastidiosa fórmula repetida con monótona cantilena, y la rechazan como buena para niños y mujeres!
A este propósito es de observar que tanto la piedad como el amor, aun repitiendo muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de caridad. Además, este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseña el divino Redentor, nos es imposible la adquisición del Reino celestial: «En verdad os digo que, si no os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3).
Si nuestro siglo en su soberbia se mofa del Santo Rosario y lo rechaza, en cambio, una innumerable muchedumbre de hombres santos de toda edad y de toda condición lo han estimado siempre, lo han rezado con gran devoción, y en todo momento lo han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar íntegra la vida, para adquirir más fácilmente la virtud, en una palabra, para la consecución de la verdadera paz entre los hombres. […]
Empeñaos en que esta práctica sea cada vez más difundida
Además, el Santo Rosario no solamente sirve mucho para vencer a los enemigos de Dios y de la Religión, sino también es un estímulo y un acicate para la práctica de las virtudes evangélicas que insinúa y cultiva en nuestras almas. Ante todo, nutre la fe católica, que se vigoriza con la oportuna meditación de los sagrados misterios y eleva las almas a las verdades que nos fueron reveladas por Dios. Todos pueden comprender cuan saludable sea —esta práctica—, especialmente en nuestros tiempos, en los que quizá aun entre los fieles reina cierto fastidio por las cosas del espíritu y casi disgusto de la doctrina cristiana.
Luego reaviva la esperanza de los bienes inmortales, pues, al hacernos meditar en la última parte del Rosario, el triunfo de Jesucristo y de su Madre, nos muestra el Cielo abierto y nos invita a la conquista de la Patria eterna. Así, mientras en el corazón de los inmortales penetra un ansia desenfrenada por las cosas de la tierra y cada vez más ardientemente los hombres se afanan por las riquezas caducas y los placeres efímeros, todos —los que rezan el Rosario— sienten un provechoso llamado hacia los tesoros celestiales, donde «el ladrón no penetra ni carcome la polilla» (Lc 12, 33) y hacia los bienes imperecederos.
Y ¿cómo no se reencenderá la caridad, que ha languidecido y se ha enfriado en muchos, con un aumento de amor en el alma de los que recuerdan con corazón dolorido las torturas y la muerte de nuestro Redentor y las aflicciones de su Madre Dolorosa? De esta caridad hacia Dios no puede menos de brotar necesariamente un más intenso amor al prójimo con sólo que se detenga el pensamiento en los trabajos y dolores que Nuestro Señor sufrió para reintegrarnos a todos en la perdida herencia de hijos de Dios.
Por tanto, Venerables Hermanos, empeñaos en que esta práctica tan fructuosa sea cada vez más difundida, sea por todos altamente estimada y aumente la piedad común. ◊
Fragmentos de: PÍO XI.
«Ingravescentibus malis», 29/9/1937.
Notas
1 BREVIARIO ROMANO.
2 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Sermo I. In Nativitas Beatæ Mariæ Virginis.
3 LEÓN XIII. Diuturni temporis, 5/9/1898.