«Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»,1 afirma Benedicto XVI. Desde una perspectiva sacramental, el sacerdote cumple con este supremo precepto de amar: cada día, cuando en la santa misa pronuncia las palabras de la transubstanciación, sus manos acogen el cuerpo glorioso de Jesús Hostia, pudiendo así ofrecerlo a los demás como auténtico don.
Gracias al sacerdocio, la presencia del amor de Dios se perpetúa entre los hombres, no como una idea abstracta o un sentimiento vago, sino de manera real y viva en la Eucaristía, llamada por Santo Tomás de Aquino «Sacramentum caritatis»,2 el sacramento de la caridad.
De esta forma, el Santo Sacrificio del altar debe transcurrir en un bello ceremonial litúrgico, el cual manifiesta más perfectamente el divino amor del Salvador que se da a nosotros por las manos del sacerdote.
No hay mejor catequesis que la misa, cuando se celebra con la debida piedad y decoro. Los corazones se abren ante el clérigo que, actuando in persona Christi, ejerce su ministerio buscando entrever con fe e imitar con devoción, hasta en los más mínimos detalles, el modo en que actuaría el Señor.
Por más que a muchos les incomode esta verdad, en el revuelto mar de ideologías extrañas que sacuden vigorosamente la nao invencible de la Iglesia, el Señor continúa y continuará siempre siendo, en todo, el modelo de los sacerdotes que deseen verdaderamente cumplir su vocación.
Jesús noble, Jesús rey
En este camino del discipulado de Jesús, existen dos estados a primera vista irreconciliables que, sin embargo, el divino Redentor armonizó maravillosamente en su vida terrena: la nobleza y la pobreza.
Los siglos transcurrirán sin que se pueda alabar dignamente el ejemplo de desprendimiento del Creador al abrazar la pobreza. Ésta será siempre una virtud basilar, particularmente para quienes se adentran en el camino sacerdotal o religioso.
No obstante, afirma León XIII que «Jesucristo, si quiso pasar su vida privada en la obscuridad de una humilde morada y ser hijo de un artesano, si en su vida pública se complacía en estar en medio del pueblo, haciéndole el bien de todas las maneras, quiso, sin embargo, nacer de regio linaje, escogiendo por madre a María y por padre putativo a José, ambos hijos elegidos de la estirpe de David».3 Aserción que fue retomada en términos similares por Pío XII.4
Reza el salmo 109: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora» (109, 3). El Señor fue noble desde su primer instante de vida, entre otras razones, debido a su prosapia. Se trata quizá del aspecto menos importante, pero no por eso despreciable. El simple hecho de que la Sabiduría eterna y encarnada juzgara conveniente ese atributo para sí mismo, llevó a Pío IX5 a concluir que la nobleza es un don divino.
Estirpe regia de la cual nació Cristo
Al contemplar la milagrosa imagen del Santo Sudario de Turín, nos quedamos asombrados ante la poderosa grandeza del varón allí retratado. Ante Él, podemos hacer nuestras las palabras pronunciadas por el centurión y sus soldados, al presenciar los acontecimientos que se siguieron a la Resurrección, pero con una pequeña añadidura: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios y de María Virgen» (cf. Mt 27, 54).
Sí, en una de sus epístolas San Pablo menciona la buena nueva que el Altísimo prometió por medio de los profetas, «acerca de su Hijo, nacido de la descendencia de David según la carne» (Rom 1, 2-3). Y a través de la Virgen se cumplió ese último elemento de la promesa. María confirió al Hijo de Dios la carne de rey, pues sin Ella el Mesías no poseería la sangre del linaje davídico.
Algo parecido puede decirse de San José —príncipe de la casa de David y, según algunos autores, el heredero en línea directa del rey profeta6 —, el cual San Bernardino de Siena7 defiende haber sido de tal nobleza que, en cierto sentido, le proporcionó la realeza temporal al Creador, en la Persona de Nuestro Señor Jesucristo.
La nobleza no está al margen de la santidad
Por otra parte, el Papa Benedicto XV8 recuerda que en el pesebre la más alta majestad estuvo asociada a la más alta virtud. El Verbo divino, al humanarse en Nuestra Señora, no se dio por satisfecho con poseer una altísima nobleza a los ojos de los hombres, sino que «se revistió de la santa carne de la Santa Virgen»,9 según la feliz expresión de San Hipólito.
Ciertamente convenía a Dios, tres veces Santo (cf. Is 6, 3), asumir la naturaleza humana más refinada, libre de los efectos del pecado original. La Santísima Virgen, uniendo en sí una ilustre estirpe terrena con la más excelsa virtud, dotó al Verbo eterno del cuerpo más conveniente.
Por consiguiente, dado que la segunda Persona de la Santísima Trinidad nació de una familia regia desde el punto de vista terrenal y, principalmente, del sobrenatural —creciendo en un hogar sencillo, sin duda, pero que albergaba los arquetipos del género humano, Jesús, María y José, la nobleza no puede ser considerada un estado al margen de la santidad. Al contrario, es como un fino perfume exhalado por el alma virtuosa, en el que resplandece la dignidad de la vida divina y de la gracia.
Noble actuación de Jesús
Gratuito y demasiado sorprendente, el amor divino nunca degrada al hombre. Al contrario, eleva y transforma a los que ama. La caridad de Dios, en efecto, es noble y ennoblecedora.
Esta verdad trasparece de manera especial en la vida pública del Salvador, durante la cual mostró su incansable desvelo por los más necesitados, no sólo de favores materiales, sino también de gracias, de fe y de su amor. Por eso, Jesús se convirtió en el arquetipo del noble, al mismo tiempo que, privado de las riquezas terrenas, exaltaba las excelencias del espíritu y la supremacía de la virtud sobre los bienes mundanos, como paradigma de la práctica de la virtud de la pobreza. En el divino Redentor se aliaron el desapego del siervo y la dignidad del rey.
Mutatis mutandis, en la celebración del Santo Sacrificio del altar el espíritu de pobreza y el de nobleza no se excluyen, sino que se penetran mutuamente en orden al sacramento de la Eucaristía, que debe ser celebrado con toda dignidad, humildad y elevación.
Conformarnos a Jesús, el verdadero sentido de la santidad
En el itinerario vocacional de un sacerdote, estas palabras del divino Maestro ciertamente lo interpelan: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme» (Mt 19, 21).
Sin duda, los pobres ocupan un lugar importante en la Iglesia. Sin embargo, en el camino de la santidad lo esencial es seguir a Jesús. Al asumir modelos distintos a Él, el trabajo resultante será siempre estéril; a veces trágico.
Judas se distanció de Cristo en su supuesto servicio a los pobres (cf. Jn 12, 4-5). Camuflando tras ellos su ambición, se involucró en corrupción y negocios fraudulentos, hasta traicionar al Maestro, vendiéndolo a bajo precio (cf. Mc 14, 10-11).
En las diversas causas de la crisis de fe que asola a la humanidad contemporánea, ¿no figurará también la fortísima tentación de relegar a Jesús a un segundo plano dentro de la misma Iglesia?
«A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Mt 26, 11), afirmó el Señor cuando los discípulos se indignaron con Santa María Magdalena por usar un perfume de elevado precio para ungirlo. Ella amó a Jesús, lo siguió y se amoldó a su espíritu, escogiendo la parte mejor, (cf. Lc 10, 42). ¿Cuál fue el resultado? Desde hace dos mil años atrae las oraciones de innumerables fieles que piden su celestial intercesión, entre los que no faltan los pobres. Siguiendo María a Jesús, los pobres siguieron a María.
El Señor nos amó con nobleza
Si leyes sapienciales gobiernan el universo, ¿cómo su Artífice podría no ser ceremonioso, ordenado y jerárquico? Los pájaros gorjean melodías alegres y dulces; la naturaleza entera expresa arte, armonía y colorido, sea en el cielo, en el mar o en los bosques. Dios, al encarnarse, ¿no manifestaría en su voz, en sus gestos, en su porte y en sus palabras que en Él está la matriz de la belleza que adorna a la Creación? Titilan gracias las estrellas, las auroras boreales colorean los gélidos aires del mundo níveo. ¿Los ojos del Salvador no relucirían elevación, distinción, divina atracción?
Cristo ejerció su ministerio con nobleza. En cada curación y cada milagro; en la casa de la distinguida familia de Lázaro o en las polémicas discusiones con los fariseos; predicando el Sermón de la montaña o sentado en íntima conversación nocturna con Nicodemo; disponiendo con decoro, tras la Resurrección, el precioso lienzo que había cubierto su cuerpo en el sepulcro: en todas las ocasiones, Jesús obró con santa elevación.
¡Qué hermoso es ver en el ministro del altar un reflejo de la excelencia del Maestro, en especial en el momento de desempeñar las funciones sacerdotales! No son los atavíos superficiales o las normas de etiqueta lo que revelan la hidalguía de alguien, porque es del interior de donde ésta ha de brotar. Cuando el alma se ennoblece, la exterioridad se vuelve una mera consecuencia.
Divino Modelo para toda la sociedad
El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira10 afirmaba que el tipo humano ideal para todas las clases sociales no es un modelo teórico, sino una realidad histórica: se trata de la Persona de Nuestro Señor Jesucristo.
Cualquier puede alcanzar elevadas cualidades morales que lo perfeccionen a uno. Sobre todo, debemos desear la santidad, insuperable nobleza del alma que se acrisola en el infortunio. En efecto, pocas cosas hacen resplandecer tanto el perfil moral de un auténtico noble como el sufrimiento vivido con heroísmo, situación en la cual se refinan cualidades espirituales que ninguna riqueza puede comprar, ni desgracia alguna corromper.
Tales atributos, aunque constituyan la parte indispensable de la vocación de todo hombre, obligan al ministro sagrado de manera especial. A semejanza del Redentor, que abrazó su cruz y consumó su holocausto con divina grandeza para salvar a la humanidad, el sacerdote está llamado a ser una fiel imagen de ese amor ante la sociedad, la cual busca en él la misma bondad, humildad y elevación de Nuestro Señor Jesucristo. ◊
Notas
1 BENEDICTO XVI. Deus caritas est, n.º 7.
2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 73, a. 3, ad 3.
3 LEÓN XIII. Alocución al patriarcado y a la nobleza romana, 24/1/1903. In: Acta. Romæ: Typographia Vaticana, 1903, v. XXII, p. 368.
4 Cf. PÍO XII. Alocución al patriarcado y a la nobleza romana, 5/1/1941. In: Discorsi e radiomessaggi di Sua Santità Pio XII. Città del Vaticano: Tipografia Poliglotta Vaticana, 1960, v. II, p. 363.
5 Cf. PÍO IX. Alocución al patriarcado y a la nobleza romana, 29/12/1872. In: Discorsi del Sommo Pontefice Pio IX. Roma: G. Aurelj, 1872, v. II, p. 148.
6 Cf. SAN PEDRO JULIÁN EYMARD. Mois de Saint Joseph, le premier et le plus parfait des adorateurs. Extrait des écrits. 7.ª ed. Paris: Desclée de Brouwer, [s.d.], pp. 59-62.
7 Cf. SAN BERNARDINO DE SIENA. Sermo II. In vigilia nativitatis Domini. In: Obras completas. Firenze: Quaracchi, 1959, v. VII, p. 19.
8 Cf. BENEDICTO XV. Alocución al patriarcado y a la nobleza romana, 5/1/1917. In: L’Osservatore Romano (6 ene, 1917).
9 SAN HIPÓLITO. El anticristo, c. 4, n.º 1. Madrid: Ciudad Nueva, 2012, p. 54.
10 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Nobility and Analogous Traditional Elites in the Allocutions of Pius XII. A Theme Illuminating American Social History. York (PA): Hamilton Press, 1993, p. 192.