Hay distintas circunstancias en la vida por las cuales inevitablemente pasan todos los hombres —ricos o pobres, cultos o analfabetos, educados o groseros— y que, por tanto, pueden calificarse como universales. Entre ellas se encuentra la inoportuna e imperiosa necesidad de, en algún momento, tener que pedir o dar algo a alguien.
De hecho, al establecer el orden de la creación jerárquico, entre otras razones, Dios quiso que unos seres dependieran de otros para que ninguno, ni siquiera entre los ángeles, fuera autosuficiente.
Por eso, aunque intentemos evitar la importunidad ajena —como pensarán los circunspectos— o tratemos de sortear las situaciones que se presenten —según el proceder de los más expeditos—, ocurrirá lo inevitable: tarde o temprano nos veremos empujados a recurrir a alguien —y, a menudo, a aquellos con los que menos simpatizamos…— para valernos de su socorro.
No en vano, el divino Maestro ilustró este hecho con lujo de detalles, a pesar de la concisión evangélica: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes…”» (Lc 11, 5).
Querido lector, ¿le darías los panes o no?
He ahí la cuestión: ¿habrá en esa imprescindible carencia humana de la petición alguna metodología que la haga más eficaz?
«Toma y daca»
En primer lugar, hemos de tener en cuenta que el hombre, por ser complejo, requiere ser estudiado y comprendido —y la psicología lo confirma.
En consecuencia, vivir en comunidad implica ciertas exigencias: en el trabajo, compartir espacios, funciones, remuneración; en la familia, saber escuchar opiniones diferentes, especialmente entre marido y mujer; en la vida religiosa, someterse al parecer del superior, pues este estado de vida se basa en la sujeción de la propia voluntad a la de quien se constituye como autoridad.
En efecto, las divergencias naturales a las que están supeditados todos los hombres provienen del principio mismo de alteridad. Por eso empleamos un gran esfuerzo por encontrar entre los más cercanos a aquellos que comparten nuestros puntos de vista o que armonizan con nuestro temperamento. Se configuran así círculos humanos que dan lugar a «grupos» o «sociedades» capaces de volver centrípetas esas semejanzas que los unen.
De hecho, tal comunión de similitudes está destinada a sanar el abismo interior que existe en nosotros, haciéndonos sentir el apoyo de los demás y ayudándonos a recuperar las fuerzas para seguir adelante con esta vida penosa y llena de bamboleos. En cambio, entre los egoístas ocurre de otra manera: viven cercanos, saludando con sombrero ajeno…
¿Cómo ver, entonces, ese «toma y daca» a la luz del Evangelio?
«Al que te pide prestado, no lo rehúyas»
Nuestro Señor afirma que hay que darle al que pide y no evitar a quienes piden prestado (cf. Mt 5, 42); un consejo difícil de cumplir en aquellos tiempos y hoy en día, pues muchos alegan falta de disponibilidad recurriendo a los más variados subterfugios para esquivar a los que requieren de ayuda.
Sin embargo, hay una característica fundamental y necesaria para quien se ve obligado a dar: no ser egoísta; estar dispuesto a atender a cualquiera, como el Padre celestial, que da a los que le piden, e incluso a los malos, los cuales saben dar cosas buenas a sus hijos (cf. Mt 7, 11). Además, para prevenirnos contra el egoísmo, Jesús nos enseña, con todo propósito, a dirigirnos a Dios diciendo Padre nuestro, y no Padre mío.
A pesar de nuestra maldad, Cristo se dio a nosotros totalmente, hasta la inmolación de sí mismo. No es ninguna novedad que «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38), pues los milagros obrados por Él fueron numerosos — los sinópticos registran treinta y cinco. Al realizarlos, el divino Maestro tenía un amplio abanico de intenciones, entre las que evidentemente se encontraba la de curar los males del cuerpo, pero ante todo la de beneficiar a las almas. De hecho, en los evangelios las curaciones físicas presentan algo de sacramental, es decir, apuntan a una realidad superior, de naturaleza más sobrenatural.
Abnegación, fe y confianza, aliadas a las pocas palabras
Siguiendo con las páginas del Evangelio, en su capítulo octavo San Mateo enumera una serie de súplicas hechas a Cristo, las cuales fueron atendidas.
Primero aparece un leproso, que tuvo tres actitudes exteriores ante Jesús: se acercó, se arrodilló y, finalmente, se dirigió a Él con palabras. A éstas añadió su intención, expresada humildemente en la condicionalidad de su petición: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8, 2).
Sin duda, este pobre hombre poseía cualidades queridas por quienes anhelan ser atendidos: abnegación ante los designios de la Providencia, dado que ninguna queja sale de sus labios, a pesar de su lamentable estado; confianza en la persona de Cristo, demostrada por su gesto de acercamiento; fe, en consonancia con su petición condicionada, aunque llena de certeza.
Poco después, cuando Jesús estaba entrando en Cafarnaúm, tiene lugar un hecho de mayor belleza aún con un centurión romano, el cual ruega no por él mismo, ¡sino por un criado! (cf. Mt 8, 5-13). Episodio difícil de ocurrir: que alguien interceda por otro, y de forma desinteresada.
Cabe señalar, asimismo, que Cristo acogió tanto la petición hecha por el leproso como por el notable soldado, pues considera las súplicas no en función de condiciones sociales o materiales, sino en virtud de la sinceridad de la oración y la fe del que pide.
La credibilidad1 de ese centurión con relación al Maestro fue tal que desde la Iglesia primitiva su exclamación viene siendo recordada con entusiasmo por la piedad católica en la celebración eucarística: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa…».
En efecto, en lo que a la fe se refiere, tal actitud exterior era el testimonio auténtico de un hombre educado, humilde y desprendido, cuyo gesto, a cambio, quedó inmortalizado por el sencillo —¡y cuán costoso!— hecho de haber pedido por otro…
Ciertamente alguien con menos fe y, por tanto, carente de la virtud de la caridad, habría preferido un Cristo «sólo para sí», que lo atendiera «a su manera», aun en detrimento de los quehaceres divinos, como suele suceder con mendigos arrogantes, que olvidan el noble gesto de ese oficial romano.
Nótese también lo eficaz que es la fe cuando se alía a la cortesía: «en ese momento se puso bueno el criado» (Mt 8, 13), sólo bastó que Jesús lo dijera «de palabra» (Mt 8, 8), igual que lo hizo el centurión.
No es en vano que San Mateo, capítulos antes, recogiera la recriminación del Señor al modo de orar de los paganos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso» (6, 7), ya que la fe y la admiración, aliadas a las pocas palabras, suelen ser valiosas virtudes para los humildes.
Íntimo consorcio entre fe y caridad
A continuación, el evangelista narra la curación de la suegra de Pedro (cf. Mt 8, 14-15). De este episodio, ocurrido sin duda por mediación del yerno —lo cual no deja de ser notable—, vale la pena subrayar lo que siguió: «Se levantó y se puso a servirles». Es decir, a quien es atendido no le cabe otra actitud que la del servicio.
Con este pasaje, el Señor pretende situar en su justa medida la práctica de la fe y el ejercicio de la caridad, a pesar de posibles incompatibilidades temperamentales o de parentesco, dado que esas mismas manos de la suegra de Pedro, antes inoperantes e incapaces de practicar la caridad,2 en cuanto fueron sanadas, se ponen a servir y a retribuir no sólo a Dios, sino también al prójimo.
A tenor de lo expuesto, se entiende mejor, por ejemplo, lo que le pasó a Santa Teresa del Niño Jesús, quien, estando bajo el cuidado de religiosas poco virtuosas, tenía muy claro el papel de la caridad, cuando decía: «Pensar bellas y santas cosas, hacer libros, escribir biografías de santos no valen un acto de amor de Dios, ni el acto de responder cuando llame la campana de la enfermería y moleste. Cuando te piden un servicio o cumples tu obligación con las enfermas que no son agradables debes considerarte como una esclava a la que todos tienen derecho de mandar y que no sueña en quejarse, puesto que es esclava».3
En suma, la fe y la caridad deben estar en íntimo, constante y creciente consorcio, so pena de no ser atendidos o, peor aún, de no atender bien a los demás…
Abandono en la persona del Maestro
A pesar de estos imperativos divinos que hacen levantarse de la cama hasta el más febril, al concluir su capítulo octavo, San Mateo evoca el episodio de la tempestad, en el que el Señor deja a sus discípulos a merced del mar embravecido, mientras Él duerme un sueño profundo y sereno.
Tras ser despertado, Jesús recrimina con ternura, pero con firmeza, a los discípulos sacudidos por el peligro inminente y desconfiados de su poder: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8, 26). Y lo hace con toda razón, pues poco antes lo habían visto expulsar demonios y curar enfermos (cf. Mt 8, 16-17).
Entonces, ¿por qué dudar de ese hombre cuyos poderes excedían las fuerzas de la propia naturaleza?
Nos induce a pensar que, incluso entre los Apóstoles, la adhesión al Señor fue paulatina y por eso con cada milagro empezaban a creer «un poco más», hasta el día de Pentecostés. Prueba de ello es el miedo ante la tempestad, cuando la actitud del Redentor era la contraria. Así, si los Apóstoles hubieran tenido claro que la fe «no puede recaer sobre algo falso»,4 habrían adoptado una postura muy distinta: dejarían dormir tranquilo al Maestro, pues ¿qué lugar más seguro, o situación más favorable, que estar al lado de Cristo?
No obstante, esa escena del mar embravecido, de los tripulantes afligidos y de Jesús durmiendo parece muy representativa de la Iglesia, que acoge a hijos débiles en la fe, aun teniendo cerca de ellos —o, mejor dicho, en ellos— a Dios. Por lo tanto, nos enseña que en cualquier necesidad, por absurda e insoluble que parezca, dentro de la barca interior de nuestra alma el Señor duerme, dispuesto a atendernos, siempre que tengamos fe para superar los infortunios.
Por consiguiente, en la metodología del pedir y del atender, como se ha dilucidado antes, hemos de estar dispuestos al abandono, pues Dios —y huelga decir que también los hombres— parecerán ajenos a las olas por las que el barco de nuestra vida tendrá que navegar. En estas circunstancias, lejos de quejarse de no recibir los beneficios materiales o las gracias solicitadas, la mejor opción será, aunque sea a contrario sensu, dormir junto al Señor.
Obrar de esa manera es dar un testimonio de nuestra fe.
Gratitud: virtud especial
En las narraciones de los milagros realizados por Cristo, quizá lo que causa mayor asombro no sea el desbordamiento de la bondad divina, sino la ingratitud de casi la totalidad de ellos, siendo pocos los agradecimientos relatados por los evangelistas… ¿Concisión literaria? ¿Menoscabo para con algo tan obvio y, por eso, superfluo?
Todo indica que no. La razón por la cual no abundan en los evangelios las menciones a la gratitud parece residir en la carencia de su práctica… Sólo uno de los diez leprosos curados (cf. Lc 17, 11-19) ejercitó la más frágil de las virtudes, dando lugar a la contundente reprensión divina: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?» (Lc 17, 17-18).
Cabe señalar que Santo Tomás5 califica la gratitud como una virtud especial, que requiere de tres elementos: primero, el reconocimiento del beneficio recibido; segundo, alabarlo y dar las gracias; tercero, recompensarlo según las propias posibilidades y de acuerdo con las circunstancias de lugar y tiempo.
En sentido contrario, el primer grado de la ingratitud consiste en no recompensar el beneficio; el segundo, en disimular, como demostrando con ello que no se ha recibido beneficio alguno; y, finalmente, el más grave: no reconocerlo, ya sea olvidándose de él o de cualquier otro modo.
De este modo, la ingratitud es también un pecado especial, pues «en todo pecado hay una ingratitud material para con Dios, en cuanto que el hombre hace algo que puede implicar ingratitud. Mas la ingratitud formal se da cuando hay desprecio actual del beneficio».6
Humildad, eje de la metodología del pedir y del atender
En conclusión, el gran problema para atender o rechazar, entre los hombres, se encuentra en la práctica de la humildad, virtud que refrena los apetitos de carácter impulsivo, modelándolos para que el hombre no aspire desmedidamente a las cosas elevadas.7
Antes de atender a alguien, o incluso de pedir algo, el hombre establece una serie de paralelismos egoístas —si bien de forma irreflexiva—, por los cuales traza las ventajas o desventajas del acto que va a poner en marcha. En este «cálculo» entran sus pasiones desordenadas, de las cuales «salen pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias» (Mt 15, 19).
Por lo tanto, si quiere hacerse servidor de los demás, atendiéndoles, contará con una buena disposición interior para satisfacer cualquier petición; pero, si opta por ser grande a los ojos de los demás, menospreciando el Reino de los Cielos, se creerá superior y no los servirá. Ex necessitate, «el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20, 26).
Y cuando tuviera que pedir algo a alguien, el humilde tendrá la predisposición de recibir incluso una negativa, puesto que sus aspiraciones no están arraigadas en las malas pasiones, sino en la Providencia divina, pese a la incesante lucha contra las inclinaciones egoístas.
Por eso, a quien pide le corresponde la fe, la admiración, las pocas palabras, pero también el abandono, la abnegación y la confianza. A quien atiende, la generosidad y la exención de cualquier egoísmo. Finalmente, quien es atendido le compete el servicio, es decir, la recompensación.
¿No es cierto que, incluso ante personajes de vida reprobable como la samaritana (cf. Jn 4) o el buen ladrón (cf. Lc 23, 40‑43), de los labios divinos nunca salieron palabras de rechazo a un bien requerido?
A ellos —y a otros muchos que cabría recordar, como la hija del jefe de la sinagoga (cf. Mt 9, 18-26), el hombre de la mano paralizada (cf. Mt 12, 9-13) o la cananea (cf. Mt 15, 21-28)— no les faltó la metodología de la humildad en su relación con Dios, pues fueron atendidos.
Que la Santísima Virgen, la primera en pedir algo a Jesús (cf. Jn 2, 1-11), nos ayude en el trivial y cuán virtuoso savoir faire del bien pedir, atender y recompensar. Bajo su amparo, incluso ante la inoportuna pregunta «¿darás o no?», ¿qué lector se atrevería ahora a desatender una petición? ◊
Notas
1 En relación con la fe, la credibilidad es la propiedad extrínseca que afecta a una proposición que debe ser creída en virtud de un testimonio (cf. Henry, Antonin-Marcel. «Introdução e notas». In: Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. 2.ª ed. São Paulo: Loyola, 2011, t. v, p. 54, nota i).
2 Téngase en cuenta que la virtud de la caridad es «causa eficiente» de las virtudes, en el sentido de que impera sobre las demás. Ahora bien, como el fin comunica su forma a la virtud, muchas virtudes pueden imperar sobre otras, pero sólo la caridad puede imperar sobre todas ellas. Y debe hacerlo para que cada virtud, ordenada a su fin último, pueda ser verdadera y plenamente denominada virtud (cf. Henry, op. cit., p. 309, nota n).
3 Barrios Moneo, cmf, Alberto. Santa Teresita, modelo y mártir de la vida religiosa. 5.ª ed. Madrid: Coculsa, 1964, p. 216.
4 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. II-II, q. 1, a. 3.
5 Cf. Idem, q. 107, a. 2.
6 Idem, ad 1.
7 Cf. Idem, q. 161, a. 1.