Tan antigua como el propio ser humano, esta ley no ha sido compilada por un rey de la Antigüedad, ni tallada en arcilla o labrada en piedra, sino establecida por el Señor del universo y grabada en el corazón del hombre.

 

Toda la Creación se rige por leyes. Desde el organismo microscópico más pequeño hasta la más descomunal de las galaxias —por centrarnos exclusivamente en el universo material— están sujetos a principios inmutables y esta ordenación de las cosas es la que hace que su existencia sea posible.

Esto que observamos en el campo de la física, de la biología o de la química es aplicable sobre todo al hombre. Por mucho que les suene antipático a ciertas mentalidades, no hay escapatoria: todo grupo de individuos que desee perpetuarse precisa establecer unas normas, pues de lo contrario se sumergirá en el caos y en la ruina.

La ley se impone como algo necesario y bueno. Pero ¿quién fue el primer gobernador que tuvo el sentido común de consignarlo por escrito? Viajemos a un pasado lejano en su búsqueda.

De gira por la Historia

Ya en la ancestral Mesopotamia, sobre el año 1750 a. C., se aplicaba el Código de Hammurabi, escrito por el rey homónimo, que recopilaba las leyes civiles y penales de entonces, grabadas sobre una gran estela de roca volcánica de 2,25 metros de altura.1 Retrocediendo un poco más en la Historia, hallaremos otros códigos, como el de Lipit-Ishtar o el de Bilalama.2

Si viajamos todavía más atrás en el tiempo, nos encontramos con dos fragmentos de una pequeña tablilla de arcilla, de 10 por 20 cm, la cual, según recientes estudios, reproduce un código de leyes promulgado por el rey sumerio Ur-Nammu ¡en torno al 2050 a. C.!3 Sus más de cuatro mil años de antigüedad lo convierten, actualmente, en el texto legal más antiguo de la humanidad.

No obstante, tras realizar este viaje por la Historia, nuestra pesquisa no ha llegado a su fin. Existe aún otra ley escrita que precede a todas las mencionadas. Tan antigua como el propio ser humano, no fue compilada por un rey de la Antigüedad, ni tallada en arcilla o labrada en piedra, sino establecida por el Señor del universo y grabada en el corazón del hombre (cf. Rom 2, 14-15). Se trata de la ley natural.

Un reflejo de la ley eterna impreso en el corazón del hombre

Dios Padre – Basílica de Santa Juana de Arco, Domrémy (Francia).

Dios creó el universo —y cada ser en particular— según un orden y una finalidad: darle gloria. La Providencia divina gobierna todas las criaturas y las conduce al cumplimiento de ese plan, valiéndose para ello, entre otros medios, de una ley. Al ser Dios quien es, se podría basar en una única norma para regir tal obra: su sabiduría, la cual, en cuanto principio directivo de la Creación, constituye la ley eterna.4 En este sentido, se afirma con razón que Dios no es solamente un juez infinitamente justo, sino la propia Ley.

Pero para auxiliar al hombre de un modo más excelente a alcanzar su verdadero destino, el divino Artífice escribió en el corazón de todo ser humano la ley natural,5 reflejo y participación de la ley eterna y llamada también ley moral.

Orienta al hombre en su misión de glorificar a Dios, única realización capaz de proporcionarle la verdadera felicidad en esta vida y en la otra. La ley no es, por tanto, una carga que el Creador impone tiránicamente al hombre, sino un pasamano que lo conduce al bien y tiene por objetivo su felicidad.6 Por eso la ley natural, explica el Papa León XIII, no es más que «la misma razón humana que manda al hombre obrar el bien y prohíbe al hombre hacer el mal».7

El principio fundamental

He aquí el «principio primero y generalísimo»8 de la ley natural, del cual brotan los demás: hacer el bien y evitar el mal.

La ley impresa en nuestras almas se asemeja a un faro, que nos ilumina y manifiesta «lo que es bueno y lo que es malo en el orden moral».9 En otras palabras, es la voz de nuestra conciencia.

Con respecto a este principio el Papa Benedicto XVI10 subraya que se trata de una verdad cuya evidencia se impone a cada uno. A partir de ella el hombre deduce naturalmente otros principios más concretos, que regularán sus acciones.

Sobre este punto alguien podría objetar: sí, es una teoría muy bonita, pero difícilmente aplicable. El hecho de que debemos procurar hacer el bien y evitar el mal parece algo evidente, no obstante, ¿cómo sabremos cuáles son esos «principios concretos» que, en el mundo contemporáneo, se presentan tan discutibles? ¿Qué es el bien y qué es el mal?

Responderemos por partes. En primer lugar, Santo Tomás11 enumera algunos ejemplos de «preceptos particulares» que están en acuerdo con la naturaleza del hombre, a saber:

a) La obligación de conservar la vida, la propia y la de los demás, y evitar todo lo que la destruya.

b) El precepto de justicia que manda darle a cada uno lo que le corresponde.

c) El deber de buscar la verdad.

d) El derecho de vivir en sociedad y el respeto para con los demás.

e) La libertad humana, entendida como la posibilidad de elegir el bien de modo consciente y no un libertinaje desordenado.

f) La inclinación del hombre y de la mujer a formar una familia y educar a sus hijos.

Cada uno de estos principios podría ser encajado en alguno de los mandamientos del Decálogo, pues Dios, más que labrarlos en tablas de piedra en lo alto del Sinaí, los grabó en la conciencia de los hombres de todas las épocas y culturas.12

¿Una ley perenne y universal?

Santo Tomás de Aquino – Iglesia de Santa Catalina, Pisa (Italia)

Sí, la ley natural siempre ha estado presente entre los seres humanos, porque es inherente a nuestra condición. Y, ya que ésta no cambia, los primeros principios de esa ley y sus conclusiones inmediatas no pueden alterarse sustancialmente, de suerte que algo que antes era moralmente malo ahora pase a ser bueno.13

La encíclica Veritatis splendor esclarece que tales preceptos permanecen siempre válidos en su sustancia, pero admite que, a semejanza del depósito de la fe, puedan ser precisados y determinados mejor a lo largo del tiempo bajo el amparo del magisterio de la Santa Iglesia.14 La ley natural admite añadiduras, ¡no amputaciones!

Ahora bien —nos recordará nuestro objetante—, si esos preceptos están escritos en la naturaleza de todo hombre y son, por eso mismo, universales y perennes,15 ¿cómo se explica que actualmente haya tantos que los nieguen?

Hay que hacer una distinción. En primer lugar, la ley moral es igual para todos, pero no es conocida igualmente por todos.

El gran moralista San Alfonso María de Ligorio,16 siguiendo siempre el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, enseña que nadie puede alegar una total ignorancia de los principios primarios de la ley natural y de sus conclusiones inmediatas, que él identifica como los Diez Mandamientos.

Sin embargo, existen otras consecuencias remotas no tan fáciles de deducir y que pueden ser ignoradas por algunos, como, por ejemplo, la implicación moral de la mentira oficiosa —es decir, aquella que se dice para obtener algún beneficio o evitar un castigo, pero que no conlleva perjuicio para nadie— o el matar a un agonizante con vistas a abreviar sus sufrimientos.17 Para que estas conclusiones más remotas sean conocidas se precisa de cierta instrucción.

El oscurecimiento de la ley natural a causa del pecado

A parte de esto, el hombre puede oscurecer y deturpar la voz de la conciencia. En la Carta a los romanos, el apóstol San Pablo reprende duramente a los que, a causa del pecado, turbaron la ley natural en su interior: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas» (Rom 1, 20-21).

Por los hábitos corrompidos y por las pasiones desordenadas, el hombre deturpa su inclinación natural hacia el bien.18 Va progresivamente cegándose y perdiendo la capacidad de distinguir el bien del mal19 y, como consecuencia, yerra con facilidad, al escoger un mal que para él tiene apariencia de bien. De este modo, al cambiar «la verdad de Dios por la mentira» (Rom 1, 25), se entrega a toda clase de desórdenes y pasiones vergonzosas (cf. Rom 1, 26-32). Tal parece ser el estado general de la sociedad en nuestros días.

El llamamiento a reencender la ley natural en los corazones

San Alfonso María de Ligorio – Iglesia de San Miguel, Enniskillen (Irlanda del Norte)

Si bien que dicha situación no es irremediable. El gran San Agustín afirma que la ley fue «de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar».20 Aunque la ley natural pueda oscurecerse en su interior, nunca podrá ser extirpada de él enteramente.21

Y, en sentido contrario a la corrupción de la conciencia descrita más arriba, el fundador de los redentoristas añade que, según Santo Tomás,22 así como el vicio y las pasiones desordenadas oscurecen la ley natural, el aumento de la fe y la acción de la gracia hacen crecer el conocimiento del bien y la inclinación natural hacia él. De suerte que es posible reencender esa luz en los corazones en los que está entenebrecida.

Ahora bien, como hemos dicho, la práctica de la ley natural es la puerta para adquirir la felicidad en esta tierra. El hecho de que el hombre contemporáneo trate evadir los Mandamientos acaba trayéndole amargura, pues lo lleva a actuar contra su propia naturaleza.

Por consiguiente, es un inmenso acto de misericordia el reavivar en el ser humano la voz de la conciencia, acallada por el pecado, y no hay pretexto pastoral que dispense a los predicadores de dicho objetivo. El que alegue lo contrario no desea el bien de las ovejas, sino su perdición.

En varias ocasiones el Papa Benedicto XVI ha hecho un llamamiento para reencontrar la verdad de la ley natural, que la sociedad contemporánea se ha vuelto incapaz de comprender. Durante su pontificado pidió que tales verdades no fueran recordadas tan sólo a los individuos, sino también amparadas y promovidas en los distintos niveles de la sociedad.23 El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, con razón, afirmaba que «la Contra-Revolución tiene, como una de sus misiones más destacadas, la de restablecer o reavivar la distinción entre el bien y el mal, la noción del pecado en tesis, del pecado original y del pecado actual».24

Por otra parte, en estos tiempos en los que hay quienes abusan del poder pretendiendo cambiar estas «normas anteriores a cualquier ley humana»,25 «la ley natural constituye la verdadera garantía ofrecida a cada uno para vivir libre y respetado en su dignidad de persona, y para sentirse defendido de cualquier manipulación ideológica y de cualquier atropello perpetrado apoyándose en la ley del más fuerte».26

Ante el clima de relativismo, de subjetivismo moral y de indiferentismo religioso de la sociedad contemporánea se yergue como un sólido baluarte la ley natural, «el firme fundamento en que se apoyan la moral, la justicia, la religión y la misma sociedad».27

Unámonos al llamamiento de reencender esa luz en los corazones, seguros de que para salir de la situación de error y de pecado en la que se encuentra la humanidad es necesario un auxilio especial de la gracia y una sincera conversión a la más antigua de las leyes escritas, la ley natural. 

 

Notas

1 Cf. SAINT AMANT, EP, Alejandro Javier de. «Para implantar la justicia en la tierra…». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año X. n.º 108 (jul, 2012); p. 33.
2 Cf. KRAMER, Samuel Noah. La Historia empieza en Sumer. Madrid: Alianza, 2017, pp. 86-87.
3 Cf. Ídem, p. 85-87.
4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 93, a. 1.
5 Cf. Ídem, q. 91, a. 2.
6 Cf. FERNÁNDEZ, Aurelio. Teología Moral. Moral Fundamental. 4.ª ed. Burgos: Aldecoa, 2006, v. I, p. 682.
7 LEÓN XIII. Libertas præstantissimum, n.º 6.
8 BENEDICTO XVI. Discurso a los participantes en el congreso sobre la ley moral natural, 12/2/2007.
9 FERNÁNDEZ, op. cit., p. 677.
10 Cf. BENEDICTO XVI, op. cit.
11 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 94, a. 2. Véase también: BENEDICTO XVI, op. cit.; FERNÁNDEZ, op. cit., p. 678.
12 Cf. BENEDICTO XVI. Discurso en el concierto con ocasión del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, 10/12/2008.
13 Cf. FERNÁNDEZ, op. cit., p. 681.
14 Cf. SAN JUAN PABLO II. Veritatis splendor, n.º 53.
15 «La ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres» (Ídem, n.º 51).
16 En estos últimos tiempos se ha intentado presentar una falsa figura de San Alfonso como el opositor a toda ley y que apuesta exclusivamente en el subjetivismo de la conciencia. Sin embargo, el estudio de la teología moral de este santo doctor y de las circunstancias históricas que motivaron sus publicaciones rechaza tal interpretación. San Alfonso era un verdadero pastor y, por eso, buscaba la salvación de los hombres. Recordaba incesantemente las normas morales que deben cumplirse y el amor a la voluntad de Dios que debe ser atendida, como de ello dan testimonio sus sermones y escritos espirituales (cf. FERNÁNDEZ, op. cit., p. 371).
17 Cf. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. teología Moral. L. I, tract. 4, c. 2, a. 2.
18 Cf. FERNÁNDEZ, op. cit., p. 681.
19 Cf. CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.º 16.
20 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. II, c. 4, n.º 9. In: Obras. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1979, v. II, p. 118.
21 «En cuanto a los principios más comunes, la ley natural no puede en modo alguno ser borrada de los corazones de los hombres si se la considera en universal» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 94, a. 6).
22 Cf. Ídem, q. 93, a. 6.
23 Cf. BENEDICTO XVI. Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional, 5/12/2008.
24 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p. 132.
25 BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en el congreso sobre la ley moral natural, op. cit.
26 BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional, op. cit.
27 LEÓN XIII, op. cit., p. 20.

 

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