La justicia es lenta, pero no falla

La justicia es uno de los atributos divinos que más se menciona en la Sagrada Escritura. Se evidencia ya en el primer pecado de Adán y Eva, por medio de la pena máxima aplicada por el Creador: la pérdida de la gracia y del Paraíso. La indulgencia tardó milenios en llegar, pero el premio valió la espera: el propio Hijo de Dios sería ofrecido como rescate.

Para expiar tal falta, Cristo se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (cf. Heb 4, 15). Aquel que tiene la potestad de juzgar a vivos y muertos se rebajó incluso hasta la condición de reo, a pesar de ser la Inocencia.

El juicio a Jesús, sin embargo, no fue más que una pantomima. Acusado falsamente, uno de los suyos lo traiciona. El sanedrín incumple todo el proceso legal, infringiendo numerosos requisitos de la ley judaica tan ufanamente «practicada» por los fariseos. Finalmente, el Mesías es entregado al arbitrio de Pilato.

En una caricatura de interrogatorio, el Señor declara ante el gobernador que vino «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37), a lo que éste replica: «Y ¿qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Nuestro Señor se calla, como si revelara que Él mismo es la Verdad encarnada. Admitiendo no encontrar culpa en el Inocente, el pretor propone soltarlo, pero el «jurado popular», alentado por el sanedrín, prefiere la liberación de un asesino. Con un cínico gesto, Pilato se lava las manos y ordena su crucifixión.

A los ojos humanos todo estaba perdido. La farsa parecía haber triunfado… No obstante, como aseguraba Santa Teresa, «la verdad padece, pero no perece». Tres días después, Jesús resucita en gloria y reúne a los Apóstoles a su alrededor.

Pero, cumplidos cuarenta días, el Señor los deja nuevamente. ¿Y ahora? ¿Qué esperar de una docena de ignorantes (cf. Hch 4, 13) para constituir la Iglesia y extenderla por todo el orbe?

Si «la verdad es hija del tiempo», como reza el adagio, lo recíproco se muestra más real todavía: «El tiempo es hijo de la Verdad». Si bien que, si la Historia es la maestra de la vida, aquel que afirmó ser la Vida (cf. Jn 14, 6) es el Maestro de la Historia. De esta forma, la Providencia obró la Encarnación en la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4) y se aprovechó de la propia estructura del Imperio romano —como un «contraataque» a Pilato— para difundir la Buena Nueva hasta los confines de la tierra. En resumen: lo que era más improbable, sucedió…

La Historia, pues, no es un cuento de hadas, y mucho menos una comedia. Se asemeja a un drama repleto de tragedias, sorpresas y superaciones. En este sentido, en la Biblia encontramos narraciones edificantes, como el episodio en donde Susana, injustamente condenada a la pena capital por adulterio, es salvada al borde de la muerte gracias a su ferviente oración y a la inspirada intervención de Daniel.

Además, inicuos juicios y condenaciones a muerte siguieron repitiéndose a lo largo de la Historia de la Iglesia, desde los inicios del cristianismo hasta llegar a célebres sentencias como las de Santa Juana de Arco, Santo Tomás Moro o las santas mártires carmelitas de Compiègne.

En estos casos se podría objetar que la justicia ha fallado, porque unos inocentes perecieron al arbitrio de sus juzgadores. Sin embargo, recibieron el más perfecto sufragio, a saber, el que conduce al Paraíso. Más aún: en el Juicio final, el gran ajuste de cuentas en que todo será inexorablemente revelado, la justicia finalmente triunfará y los impíos «fallarán» por toda la eternidad. 

 

Reloj de arena

 

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