El rigor de las verdades de la religión contradice el espíritu del mundo. ¿Les corresponde a los católicos acomodarse a las exigencias de este o su misión exige algo distinto?
En sus primeras instrucciones después de la Resurrección, Jesús envió a los Apóstoles a bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ordenándoles que les enseñaran a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt 28, 19-20). No obstante, antes de la Pasión, el Redentor ya les había advertido: «Como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. […] Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 19-20).
En previsión del rechazo al que los Apóstoles se enfrentarían, el Señor no les dijo: «Si un lugar no os recibe ni os escucha, adaptad un poco vuestras palabras para que seáis bienvenidos». Les aconsejó, eso sí, que adoptaran una actitud enérgica: «Al marcharos sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos» (Mc 6, 11).
Estas directrices nos introducen en un tema muy actual, discutido no sólo entre los católicos, sino también entre los que no lo son.
¿Acomodarse al mundo o ser fieles a Dios?
Está claro que en ningún momento el Maestro les recomendó a los suyos que se acomodaran al mundo, a los «signos de los tiempos» —expresión tan utilizada por aquellos que se consideran «modernos» o «progresistas», frente a los calificados como «conservadores» o «tradicionalistas». Al contrario, les mandó que enseñaran a todos un nuevo modo de vivir, fuertemente opuesto al de los hombres y mujeres de aquella lejana y paganizada época.
Ahora bien, sucede que las rigurosas verdades de la religión, a veces, contradicen los intereses personales. Y así es como se presenta, a los apóstoles de todos los siglos, el dilema del camino a seguir, pues amoldarse a su tiempo equivaldría a rechazar la misión que Dios les ha confiado.
Hoy en día nos encontramos ante «cambios profundos y acelerados»,1 los cuales cuanto menos compromiso exijan, más aceptados son. «Vivimos bajo la impresión de un fabuloso cambio en la evolución de la humanidad»,2 escribió en 1970 el entonces P. Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI.
Ante este panorama, muchos católicos se preguntan si hay en la Iglesia algo que debe ser cambiado, si tenemos que adaptarnos a todo lo nuevo que aparece, si conviene que la Iglesia se actualice a ciertas situaciones para evitar chocar entre sí.
La verdad enseñada por Jesucristo es única y absoluta
Nuestro tiempo se parece a la ocasión en que «Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor» (Mc 6, 34). Gran variedad de ideas y de doctrinas son difundidas en la sociedad —incluso, abundantemente, en los medios católicos— sin que exista la preocupación de saber si, de hecho, están de acuerdo con las enseñanzas del divino Redentor. En consecuencia, el hombre moderno se siente sin rumbo por la falta de clarificación doctrinaria. Urge, por tanto, ser infaliblemente fieles a aquel que es «el Camino y la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).
La Iglesia, en el ejercicio de su misión, debe enseñar la verdad, gobernar de acuerdo con la verdad y santificar según la verdad, en un mundo que ya no está en posesión de la verdad, aunque acepte algunas verdades. Para cumplir su misión de salvar almas, no puede adaptarse a los vicios de la sociedad, pues cualquier adaptación al espíritu del mundo fácilmente da lugar a desviaciones. La verdad enseñada por Nuestro Señor Jesucristo es única y absoluta, y no permite relativizaciones ni acomodaciones a los ambientes en que no sea acogida: «La verdad del Señor permanece eternamente» (Sal 116, 2).
El sol, que sustenta la vida en la tierra, se mantiene fiel a sí mismo, sin adaptarse a nadie; al no amoldarse y ser siempre igual, es eje y fuente de vida. Por otra parte, no es posible imaginar a Cristo decidiendo no ser «rígido», para adaptarse, por ejemplo, a los miembros del sanedrín. ¡Dejaría de ser el Señor si actuara así!
El futuro de la Iglesia será moldeado por los que sean íntegros
Una triste circunstancia refleja lo que estamos comentando. La Conferencia Episcopal Alemana publicó terribles estadísticas que muestran el número de fieles que han abandonado la Iglesia en ese país en los últimos tres años: ¡más de setecientos mil!3
Cuando aún era un simple sacerdote, el Papa Benedicto XVI profetizó misteriosamente ese lamentable cuadro: «Nuestra actual situación eclesial es comparable en primer lugar al período del llamado modernismo. […] La crisis del presente es sólo la reanudación, aplazada largo tiempo, de lo entonces empezado. […] Para la Iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis aún no ha comenzado. Hay que contar con graves sacudidas».4
A continuación, infundiendo esperanza, afirmaba que el futuro de la Iglesia vendrá «de aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe», no de los que «sólo dan recetas», ni de los que «se acomodan al instante actual» o «escogen el camino más cómodo». Y enfatizaba: «El futuro de la Iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los santos».5
Muchos hechos acentúan, en todo momento, cómo la fase histórica en la cual vivimos es escenario de una crisis religiosa sin precedentes. En su viaje apostólico a Alemania, Benedicto XVI no «profetizaba», sino que preconizó una Iglesia exenta del espíritu del mundo para cumplir su misión: «Deberá, por decirlo así, desligarse del mundo»,6 o sea, deberá tener más fe y menos adhesión a lo profano.
Todo esto exige de nosotros, los católicos, una inquebrantable confianza en el triunfo de la Santa Iglesia —incluso si pareciera dormida o muerta—, la cual resurgirá y será exaltada, presentándose: «gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27). ◊
Notas
1 CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.º4.
2 RATZINGER, Joseph. Fe y futuro. Salamanca: Sígueme, 1973, p. 61.
3 Cf. GEHRIG, Rudolf. Kirchenstatistik 2020: Abwärtstrend in Deutschland hält weiter an. In: www.de.catholicnewsagency.com.
4 RATZINGER, op. cit., pp. 69; 77.
5 Ídem, pp. 74-75.
6 BENEDICTO XVI. Discurso en el encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad, 25/9/2011.
La lectura del artículo «¿La Iglesia debe actualizarse?» me hace pensar en el notable decaimiento de la práctica y de las vocaciones religiosas durante las últimas décadas. Quien deja de ofrecer Belleza y traiciona la Verdad para allanarse ante el mundo, termina desembocando en la decadencia con el agravante de que, en el caso que nos ocupa, ello supone «facilitar» la decadencia moral de la sociedad. ¿Es realmente necesario alterar todo aquello que en el pasado dio tan buenos resultados? Sean bienvenidas las reformas destinadas a la salvación de las almas que, en ningún caso, pueden implicar la alteración de la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo.