Tras alistarse como voluntario en la lucha contra el comunismo, el capitán Teodoro Palacios partió hacia Rusia. Allí le aguardaba un heroico calvario de once años, junto con sus compañeros, en los campos de concentración soviéticos.

 

En medio de las misteriosas y profundas reflexiones del Libro de los Salmos nos encontramos con una interrogante que nosotros los católicos bien podríamos hacer nuestra ante las tempestades que actualmente asolan la grey de los ungidos del Señor (cf. 1 Jn 2, 27), la Santa Iglesia: «¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías» (Sal 2, 1-2).

De hecho, la persecución es una realidad común en la Iglesia de Cristo desde sus comienzos. Y para esto el Cordero Divino la preparó de distintas maneras. Afirmó que quien lo abandonara todo por amor al Reino de los Cielos recibiría, aún en esta tierra, el ciento por uno, con persecuciones (cf. Mc 10, 29-30), y a los que deseasen ser sus discípulos les advirtió: «Yo os envío como ovejas entre lobos. […] Pero ¡cuidado con la gente!, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas… Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 16-17.22). Como si no bastara, declaró además bienaventurados a los que son perseguidos por amor a la justicia (cf. Mt 5, 10).

Desde que Dios promulgó el decreto de enemistad entre el linaje de la Virgen y el de la serpiente (cf. Gén 3, 15), los malos no cesan de hacerles la guerra a los hijos de la luz; y no pararán hasta el fin de los tiempos. Por tal motivo, cada uno de nosotros tiene la misión de avanzar con valentía en el campo de batalla de la vida, ¡sembrando —a semejanza del Redentor— no la paz, sino la espada (cf. Mt 10, 34)!

Muchas almas justas nos dieron ejemplo de esta virtuosa disposición de espíritu a lo largo de la Historia, algunas incluso en un pasado menos lejano de lo que imaginamos… Entre ellas se encuentra un militar español cuyas valerosas pugnas a favor de su fe y de su patria consideraremos en estas páginas.1

Genuino deseo de luchar por la Iglesia

El capitán Teodoro Palacios Cueto, el comandante José Payeras Alcina, el teniente Vicente Ybarra Bergé y el capitán Francisco Manjón Cisneros, antes de su cautiverio

El día 11 de septiembre de 1912, en Potes (provincia de Santander), veía la luz Teodoro Palacios Cueto, hijo de un pequeño agricultor. Cuando apenas tenía 6 años, fallecía su madre.

A pesar de la humilde condición de la familia, su padre, hombre honrado y exigente, no escatimó esfuerzos ni gastos en la educación de sus nueve hijos. Así, Teodoro estudió con los jesuitas de Zaragoza y después como interno en los escolapios de Villacarriedo; finalmente, marchó a Madrid para cursar Medicina.

Sin embargo, no llegó a concluir la carrera, pues, asombrado ante la persecución religiosa que estalló en España al inicio de la Guerra Civil, decidió unirse a las tropas católicas en defensa de los ideales que siempre había amado. Al finalizar la contienda, y habiendo dado muestras de su valor, el antiguo estudiante de Medicina ya había sido ascendido al rango de capitán.

Con todo, su corazón ansiaba continuar la batalla contra el comunismo.

En tierras soviéticas

División Española de Voluntarios en Prokrowskaja (Rusia), durante la Segunda Guerra Mundial

Tras enrolarse en la División Española de Voluntarios —más conocida como la División Azul—, el capitán Palacios partió en dirección a la ciudad rusa de Kolpino, bajo las órdenes del comandante José Alcina Payeras, para enfrentar a los soviéticos.

Al amanecer del 10 de febrero de 1943, después de varias peripecias bélicas, comenzaba para el 2.º Batallón del Regimiento 262 su última batalla armada que llevaría a cabo en aquel territorio. Durante largas horas los españoles resistieron heroicamente en sus trincheras —«combatían con sus manos, pero oraban a Dios en su corazón» (2 Mac 15, 27)—, bajo el incesante fuego de los comunistas y un frío aterrador. Poco a poco, no obstante, fueron siendo reprimidos por las balas enemigas…

Teodoro Palacios veía cómo perecían casi todos los oficiales y un número escalofriante de soldados a su alrededor. Sin embargo, estaba decidido a luchar con los suyos hasta la muerte; y lo habría hecho si no se le hubieran acabado por completo las municiones.

Al atardecer, con las manos vacías y rodeados por todos lados por los rusos, los treinta y cinco supervivientes españoles, veintiuno de ellos bastante heridos, fueron hechos prisioneros e iniciaron, así, su doloroso calvario de once años en los gulags de la Unión Soviética, la «cárcel infinita».2

¡Con ufanía ante el enemigo!

Después de interrogatorios y noches de presidio en Kolpino los trasladaron a Leningrado, que vendría a ser el primero de una sucesión de desplazamientos realizados a través de la inmensa geografía rusa. Agregados a varios compatriotas suyos de otros batallones, también hechos prisioneros aquel 10 de febrero, pasarían a formar un grupo de aproximadamente doscientos cincuenta militares.

Cuando llegaron a su destino, de nuevo otro interrogatorio. Al preguntarles sobre su religión y la razón por la que estaban en Rusia, los comunistas, cuales perros rabiosos, buscaban con ello amedrentar a los más frágiles para que desistieran y, al mismo tiempo, «olfatear» a los más convencidos para perseguirlos y atormentarlos con una crueldad mayor. Ese fue el caso del capitán Palacios.

Captura de pantalla del documental «Gulag, the Story», de Patrick Rotman

Para aflicción de este valeroso guerrero, muchos de sus soldados, quebrados por la presión y por el miedo, renegaron de la fe católica y de los justos ideales que defendían… De ellos se lamentaría más tarde: «Era la eterna canción española. El valiente, que sabe morir por un ideal y no sabe, en cambio, vivir defendiéndolo. […] “Lo que ganó la espada perdió la política”, como dice el refrán. Algunos soldados se aturullaban, haciendo sonreír a los propios policías»3

Armado de celo ante tan delicada situación y consciente de que de su buen ejemplo dependía la firmeza de sus soldados, el capitán Palacios se adelantó para ser interrogado, seguido por otros tres oficiales.

—¿Su religión? —le preguntó el comisario.

—Católica, apostólica, romana.

—¿Motivos de su incorporación a Rusia?

—Luchar contra el comunismo.

—¡Retírese! —le dijo el funcionario soviético desconcertado.

Su ufanía transmitió nuevo ánimo a los soldados, quienes, uno tras otro, empezaron a declarar con intrepidez lo que hacía poco habían negado por cobardía. A la vez, no obstante, se configuraba ante los ojos de sus adversarios su valiente e inquebrantable personalidad. Hasta el final de su cautiverio, y de manera creciente, Teodoro Palacios sería uno de los principales blancos del odio de aquellos enemigos de la fe.

Vida inhumana y unión entre los buenos

Frío de 40 °C bajo cero, doce horas diarias de trabajos forzados, alimentación frugal —un trozo de pan, cáscaras de patata o un poco de sopa aguada—, presión psicológica de los jefes de campo para que prevaricaran a cambio de una porción extra de comida y otros «beneficios», enfermedades diversas: he aquí el pavoroso flagelo impuesto a los que deseaban mantenerse firmes en la defensa de su fe y de su patria.

El capitán Palacios durante el viaje de regreso a España

En medio de tanto horror, los buenos hallaban fuerzas y aliento en el apoyo mutuo y, sobre todo, en la confianza que poseían en su capitán. Rápidamente se consolidó la veneración e incluso el sentimiento de «filiación» que aquellos militares le tributaban. Un hecho ocurrido con el soldado José Jiménez define bien esa relación. Cinco hermanos suyos más pequeños habían sido arbitrariamente llevados a Rusia durante la guerra civil española. En determinado momento, intimidado a renunciar de la fe católica y su nacionalidad, le dijo el comisario para tratar de convencerlo:

—Por gratitud a la Unión Soviética, que da de comer a cinco hermanos tuyos, firma este documento.

Jiménez se negó a hacerlo y, con el corazón en un puño, contestó:

—No tengo más familia que, en España, mi madre; y en Rusia, mi capitán.

Ahora bien, la benéfica unión de todos con «su capitán» llamó la atención de los rusos, que trataban de apartarlos de su influencia, pues veían que ésta era la única manera de hacerlos claudicar…

«Tu capitán ha sabido ser capitán»

Llegada de los españoles repatriados al puerto de Barcelona, el 2/4/1954

La admirable paciencia y perseverancia de Teodoro Palacios se convirtieron en motivo de entusiasmo no sólo para los españoles, sino también para los demás prisioneros, fueran alemanes, italianos, portugueses, franceses o de otras nacionalidades. De hecho, en medio de tantos soldados e incluso oficiales que renegaban de sus ideales por molicie, el alma de ese capitán fiel centelleaba como el sol. Y por eso se ganó el respeto y la admiración de muchos.

En cierta ocasión estaban conversando dos soldados, uno de los cuales era español; entonces por delante de ellos pasa un general —«no de los puros, que fueron dignísimos, sino de los voluntariamente degradados»4— compatriota del otro militar, que siguió charlando como si nada; pero poco después pasa el capitán Palacios e inmediatamente éste se puso en pie cuadrándose ante él. Extrañado, le pregunta su compañero por qué había saludado a un capitán extranjero y no a su general. A lo que respondió: «Porque tu capitán ha sabido ser capitán y mi general no ha sabido ser general».

Por lo tanto, es innegable que, con respecto a la autoridad, la integridad debe ser perfecta y el que así dejara de proceder no merece la bendición de Dios ni la confianza de sus subalternos.

El premio a la fidelidad

Fotos del capitán Palacios en diferentes épocas: en su juventud; durante el viaje de vuelta a España; en 1966, como teniente coronel; al final de su vida, elevado al rango de general

Durante los largos y dolorosos años que pasó en el «infierno ruso», Teodoro Palacios nunca permitió la mínima mancha en su fidelidad, y luchó con ahínco por sus soldados, con el fin de alejar de ellos cualquier tentación de traición. Los entusiasmaba recordándoles su patria y encendiendo en ellos el deseo ardiente de conquistar la verdadera libertad de los hijos de Dios. Una libertad que, con sus tribunales parciales, sus falsos testigos, sus acusaciones infundadas, la violación de cualquier derecho y las torturas sin fin, el comunismo jamás les podría conferir.

En marzo de 1954, Dios les concedió finalmente la realización de sus esperanzas. En un día aparentemente común para aquellos prisioneros semimuertos, les hacen subirse a un vagón-hospital para iniciar un nuevo traslado de «repatriación». Pensaron que se trataba de una promesa falsa más, como las otras, y embarcaron sin mucho interés, postrados y debilitados. Sin embargo, al llegar a su destino, el puerto de Odesa, se encontraron con algo inimaginable: una enorme embarcación de la Cruz Roja, ¡que había ido a rescatarlos!

Las palabras del capitán Palacios expresan muy bien su emoción: «Apoyé mis brazos en los hombros de los soldados más próximos, pues mis piernas comenzaban a temblar y no me sostenían. En torno mío varios soldados, palidísimos, lloraban. No he visto nunca seres más pálidos que aquellos. Parecían muertos de pie. No había gritos ni abrazos. Lloraban en silencio, mansamente, incapaces de pronunciar palabra alguna».5 Era la recompensa a su fidelidad probada y triunfante, que ante el mal nunca reculó, nunca cedió y nunca dejó de luchar.

¿Qué posición adoptaremos nosotros?

Creer en la luz durante el día es superfluo; hacerlo en medio de la noche oscura de las pruebas, que parecen eternas, supone un heroísmo sin par. De modo análogo, permanecer fiel a la Santa Iglesia en los períodos de paz y prosperidad constituye tan sólo un deber; perseverar en su defensa durante la tormenta requiere un amor auténtico, que atrae la benevolencia divina.

Ese desvelo de la Providencia fue, sin duda, lo que sustentó a Teodoro Palacios Cueto ante la furia comunista; y será lo que sustentará, hasta el fin del mundo, a los verdaderos hijos de Dios.

En los días en que vivimos, plagados de persecuciones declaradas y veladas a la fe católica y su moral inmutable, ¿qué posición adoptaremos nosotros? ¿Nos alistaremos en el ejército de la Santa Iglesia para luchar por ella hasta el final o venderemos nuestras almas al relativismo mediocre y a la contemporización con las máximas del mundo?

Pase lo que pase, no perdamos jamás esta convicción: hagan los malos lo que quisieren, persigan la verdad cuanto puedan, su derrota ya ha sido decretada por los méritos de la preciosísima sangre del Redentor y vendrá, sin duda, el día que menos se lo esperen. 

 

Notas

1 Para ello será utilizada, principalmente, la obra: LUCA DE TENA, Torcuato. Embajador en el infierno. Memorias del capitán Palacios. Madrid: Homo Legens, 2010.
2 Ídem, p. 10.
3 Ídem, p. 22.
4 Ídem, p. 74.
5 Ídem, p. 254.

 

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