Ya era avanzada la noche en la residencia de los Corrêa de Oliveira. Sin embargo, Dña. Lucilia estaba lejos de retirarse. Rodeada por el silencio y la tranquilidad de esas horas, su alma se dirigía confiadamente al Sagrado Corazón de Jesús, representado en una pequeña y piadosa imagen expuesta en la sala de visitas, mientras aguardaba, cual vigía a la espera del amanecer, a que su hijo Plinio regresara de la sede de la Congregación Mariana. Cuando por fin estaban juntos, ambos iniciarían una breve pero dichosa conversación acerca de los acontecimientos del día, según una costumbre que sólo acabaría con la entrada de Dña. Lucilia en la eternidad.
Esa grata convivencia era esperada con impaciencia por el Dr. Plinio, pues suponía un verdadero refrigerio en medio de las batallas que libraba en pro de la Santa Iglesia y para su propia perseverancia en el camino de la virtud. El cariño de su madre, sumado al envolvente espíritu de piedad y la elevación que la caracterizaban, le proporcionaba más descanso que horas de sueño y le comunicaba bendiciones y gracias especiales.
No menos consoladora para la propia Dña. Lucilia era aquella prosinha da meia-noite1. A su juicio, vivir era «estar juntos, mirarse y quererse bien» y por eso se deleitaba escuchando a su hijo, aprovechando la ocasión para aconsejarlo, para prevenirlo contra las sorpresas que se presentan en este valle de lágrimas y para atenderlo en sus necesidades.2
Ahora bien, el consuelo de estas dos almas al convivir juntas no es más que un pálido reflejo entre criaturas de la incomparable alegría que el alma humana y su Creador experimentan al relacionarse por medio de la oración.
Dios se alegra conviviendo con nosotros
Cuando reza, el hombre conversa verdaderamente con Dios y se une a Él de una manera muy especial, lo que se traduce en una felicidad indescriptible, porque participa de la que se saborea en el Cielo. En estos augustos momentos, la criatura sacia su deseo intrínseco de Dios y descansa su inquieto corazón.
La oración es el encuentro de la sed de Dios con la nuestra: Dios tiene sed de que tengamos sed de Él, y espera con avidez una simple oración nuestra
Pero aún más se deleita el Señor cuando lo buscamos: «La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él».3 A semejanza de la más tierna de las madres, el Altísimo anhela entrar en contacto con nosotros, sus hijos, y quiere tomar parte en nuestra vida personal, ayudándonos tanto espiritual como materialmente; para ello, espera con santa avidez una simple oración nuestra.
A fin de no ser indiferentes a este divino Amigo, tratemos de seguir el ejemplo del rey Ezequías: «Estoy piando como un polluelo de golondrina» (Is 38, 14). Así como ese animalito chilla constantemente para pedirle comida a su madre, hagamos nosotros lo mismo con nuestro Padre celestial. En todo momento, alabemos a Dios por ser Él quien es y, en cada situación, sepamos darle las gracias, ya que todo concurre para el bien de nuestras almas, aunque muchas veces las apariencias digan lo contrario.
En todo momento, alabemos a Dios por ser Él quien es y sepamos darle las gracias, pues todo concurre para el bien de nuestra alma
En las horas de alegría, expresémosle nuestra gratitud por los beneficios recibidos; y, de modo especial, recemos cuando nos asalten las tentaciones, porque somos muy débiles, y los enemigos de nuestra salvación, numerosos y fuertes. Por medio de la oración, declara San Lorenzo Justiniano,4 construimos una torre inexpugnable, en la que permanecemos a salvo de cualquier insidia del demonio.
Obstáculos comunes a la oración
¡Cuánto más fácil y meritorio sería nuestro paso por esta tierra si supiéramos rezar! ¡Con qué facilidad conquistaríamos el premio eterno!
Afirma San Alfonso María de Ligorio que «no es necesario para salvarse ir a tierra de infieles a buscar la muerte; no es necesario ir a esconderse en los desiertos para alimentarse de hierbas; pero es necesario siempre decir: “Dios mío, ayúdame; Señor, asistidme, tened piedad de mí”. ¿Puede haber cosa más fácil que ésta?».5 Sin embargo, hay obstáculos que pueden entorpecer este aspecto de nuestra vida piadosa.
El más común de ellos, pero no por eso el menos dañino, es el pragmatismo. El mundo actual nos enreda de manera casi irresistible en un sinfín de seudosoluciones materiales, supuestamente capaces de resolver todas nuestras necesidades, problemas y anhelos. No obstante, su único fruto es la disipación constante, la pérdida de la fe y el alejamiento de la moral católica… Si volviéramos nuestro corazón a lo sobrenatural con más frecuencia, veríamos que la verdadera paz, tan deseada, sólo se encuentra en Dios y que únicamente Él tiene la solución para nuestras dificultades y el ungüento para nuestros dolores.
A menudo, también, la consideración de que somos pecadores y, por tanto, indignos de ser atendidos por la Providencia, nos aleja de la oración. San Alfonso de Ligorio6 resuelve este impasse, mostrándonos que Dios no actúa como los hombres que, ofendidos por otro, inmediatamente se muestran poco dispuestos a hacerle algún bien, recordándole la injuria cometida. Nuestro Padre celestial, por el contrario, cuando es invocado con humildad y arrepentimiento por un pecador, aun siendo de los peores del mundo, lo recibe como si sus ofensas nunca hubieran existido.
Esta bondadosa disposición divina, además, está atestiguada en la parábola del fariseo y el publicano. Éste no se vanagloria de sus obras ante el Creador, como el fariseo, sino que, sin atreverse a levantar los ojos al cielo, se golpea el pecho diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18, 13). Y obtiene para sí la justificación.
Por último, debemos considerar que, como bautizados y miembros vivos de la Iglesia, estamos revestidos de los propios méritos de Nuestro Señor Jesucristo y que, por tanto, el Padre acoge nuestras oraciones como si fueran ofrecidas por su Hijo. No necesitamos presentarnos a Dios con una suma de virtudes en las manos, como quien desea negociar con Él ciertos beneficios… Para ser atendidos en nuestras oraciones basta con invocar la misericordia divina.
Los secretos de la oración infalible
Ahora bien, puede ocurrir que pidamos algo y parezca que no somos atendidos. En vista de esto, algunos se enfrían en su fe y dejan de rezar…
Momentos antes de la Pasión, el divino Maestro nos dejó un juramento: «En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16, 23). Por lo tanto, no podemos ser engañados, pues fue la Verdad misma quien nos lo prometió. Sin embargo, para que nuestra oración sea efectivamente atendida, ha de cumplir con algunos requisitos, como vimos en el artículo anterior. Entre ellos destacan la humildad, la importunidad y la confianza.
Una vez observadas estas condiciones, nuestra oración se vuelve infalible y —por qué no decirlo— ¡omnipotente! Y aunque por flaqueza vengamos a rogar algo que no nos conviene, nuestra esperanza no será vana: el Señor nos dará algo mucho mejor, porque la oración nunca queda sin fruto.
¡Golpeemos las puertas del Cielo!
Como si no fuera suficiente la demostración de tanto amor a los hombres en la persona del Verbo Encarnado, el Altísimo nos ha dejado también como madre a su propia Madre, la fina punta de su infinita misericordia, para socorrernos en cada momento de nuestra peregrinación por este valle de lágrimas.
Bajo la protección de la Virgen, Puerta del Cielo, procuremos hacer de nuestra existencia terrena una constante convivencia con Dios
Ella es la Puerta del Cielo, a la que podemos «golpear» cuando queramos y aunque nos falte un poco de humildad o confianza… Invocando su auxilio, corregirá nuestros defectos y nos obtendrá con particular facilidad favores inimaginables, pues posee junto a su divino Hijo plenísima condescendencia.
Bajo su patrocinio, pues, procuremos hacer de nuestra existencia terrena una constante convivencia con Dios, para que un día podamos continuarla, ya no bajo los velos de la fe, sino cara a cara, en el Reino celestial. ◊
Notas
1 Del portugués: «charlita de medianoche».
2 Cf. Clá Dias, ep, João Scognamiglio. Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, p. 316.
3 CCE 2560.
4 Cf. San Alfonso María de Ligorio. El gran medio de la oración para conseguir la salvación eterna y todas las gracias que deseamos alcanzar de Dios. Sevilla: Apostolado Mariano, 2001, p. 47.
5 Idem, p. 58.
6 Cf. Idem, p. 95.