Con la intención de avivar la confianza de que la atmósfera sagrada de las Navidades de antaño deberá florecer sobre la tierra, el Dr. Plinio narra algunos hechos de su última infancia.
Después de un año de luchas, sufrimientos y dificultades se acerca la fiesta de la Santa Navidad, la cual, a mi juicio, posee la característica de interrumpir el tiempo. Aunque uno se encuentre en la situación más afligida, la Navidad levanta un muro y deja en un lado las desgracias y las lágrimas y, en el otro, las campanas que anuncian las alegrías navideñas.
No se trata de una alegría corriente, sino de una alegría mucho más profunda y ligera, que parece estar hecha de luz. Esa luz es el lumen Christi, que refulgió en la tierra la noche de Navidad y, que cada año, de alguna manera vuelve a brillar, trayendo la verdadera alegría y la verdadera paz de alma incluso para los más atormentados.
Las Nochebuenas de antaño
Para sentir un poco qué es esa gracia, no creo que sea inoportuno narrar algunos recuerdos, en un intento de hacer revivir las alegrías e impresiones que otrora se sentían en las noches de Navidad.
¿Cómo era una Navidad en 1920, por tanto, en los últimos años de mi infancia?
Alguien podría decir que era fruto de la imaginación; sin embargo, tengo la convicción interior de que había una gracia que se me concedía tanto a mí como a los demás niños de mi tiempo, al menos a los que yo veía y conocía. Era una gracia general.
Los niños, ya unos días antes de Navidad, se veían invadidos por una expectativa y por una alegría, en la esperanza de las fiestas que iban a tener lugar. La perspectiva de la fiesta, en lo que tiene de terreno, desempeñaba un papel en la alegría de los niños. Sabían que San Nicolás, el santo obispo afable, vendría por la noche mientras todos dormían y les dejaría regalos: en los hogares más acomodados, grandes cajas; en los hogares más pobres, cajitas pequeñas, pero llenas de cariño. Dondequiera que hubiera una madre digna realmente de ser así llamada y un padre solícito y merecedor de ese título, algún agasajo colocaban junto a la cama de su hijo, lo cual constituía algo de maravilloso para éste.
Inundados por las alegrías de la Navidad, los niños se portaban mejor
Andar, correr por el jardín, jugar, todo se hacía con una sensación de bienestar propia a la inocencia de la infancia. En gran medida esa alegría estaba motivada por un factor más elevado, prenuncio de la alegría estricta y definitivamente religiosa de la Navidad que se acercaba. Algo especial comenzaba a llenar nuestras almas.
En esos días, los niños se portaban mejor: los que mentían, lo hacían menos; los que no mentían, censuraban a alguno que mintiera; los que eran poco observantes de los horarios de casa, se volvían más puntuales. En todos se sentía más limpieza de alma. Y esa alegría de tener el alma limpia no se compara a ninguna otra a lo largo de la vida.
Un principio de pureza, limpidez, de honestidad, de bondad y de candor parecía sentirse sobre la tierra, actuando en las almas de los hombres. Las personas empezaban a ser más benévolas entre sí. Los niños egoístas prestaban sus juguetes de buen grado, los testarudos hacían pequeños favores. Y los mayores, por mucho que no sintieran la misma alegría de los niños, se acordaban de las Navidades de sus infancias y se esforzaban por causar la impresión de estar participando del contentamiento general, volviéndose especialmente solícitos y afables.
De alegría en alegría hasta el apogeo de la Navidad
Había una habitación de la casa donde no se podía entrar, pues estaban montando el árbol de Navidad, como todos los años, con alguna novedad: una estrella enorme, un ángel nuevo u otros adornos.
Cuando un niño conseguía ver algo de la sorpresa, corría a contárselo a los demás, que tomaban la noticia con aire de gran importancia. En medio de esas alegrías transcurría el tiempo hasta la noche de Navidad, día en que se iba a la Misa del Gallo. Entonces el ambiente era completamente diferente.
Al vivir cerca de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, íbamos hasta allí a pie. Todas las casas estaban abiertas y con las luces encendidas. Andando por las calles se veía, tanto en las residencias modestas como en las excelentes, que eran casi palacios, un árbol de Navidad iluminado y se escuchaba, procedente del interior, villancicos sonando en un gramófono, de los más antiguos. Se percibía en cada familia la alegría de Navidad. Todos estaban terminando de arreglarse para salir, dejando tan sólo a algún sirviente que cuidara de la casa. Enseguida las campanas empezaban a tocar, avisando que la Misa iba a comenzar.
La iglesia se encontraba espectacularmente iluminada y el altar adornado estaba lleno de flores. En un pesebre se veía al Niño Jesús acostado. Cuando sonaba la medianoche, el sacerdote entraba y empezaba la Misa, durante la cual se sentía algo aparentemente contradictorio, una mezcla de recogimiento y de explosión de gran contento.
Cuando ya teníamos la edad, comulgábamos. La comunión era la cúspide. Me encantaba la idea de que Nuestro Señor Jesucristo, que había nacido en Belén, en una noche como aquella, estaba realmente presente en mí. Era el momento de las peticiones, pero, sobre todo, de una indescriptible sensación de intimidad. Yo tenía una estampa del Sagrado Corazón de Jesús que representaba al Señor abrazando a un niño de cabellos rizados y negros, con una mano alrededor del hombro y estrechándolo junto a su pecho. Debajo había una jaculatoria que decía más o menos lo siguiente: «¡Oh buen Jesús, ten piedad de mí!». Yo la rezaba, pensando: en este momento, el Señor está haciendo eso conmigo…
Después de la Misa, a uno le daba la impresión de que las gracias de la Navidad se difundían por todas las casas. Cuando llegábamos a la nuestra, parecía que ya no era la misma que habíamos dejado. Había en ella algo de religioso, de sagrado, de recogido, que causaba verdadera maravilla. A la par de esa atmósfera sobrenatural, se sentía que en la casa habitaba una alegría, como igual no se notaba durante el año. Empezaban los saludos y las felicitaciones, a lo que yo era muy sensible, sobre todo a las caricias y felicitaciones que venían de mi madre, con las cuales contaba como un complemento de la noche de Navidad. Es imposible describir lo que significa el beso de una madre católica en un hijo que ella desea que sea católico también. Después de los saludos, comenzaba la fiesta de Navidad.
La Nochebuena era, por lo tanto, un hiato luminoso, lleno de un imponderable que no se consigue describir, pero que todos lo han sentido, cada uno en su época.
Llegará el día en que las verdaderas Navidades reflorecerán en la tierra
¿Hasta qué punto los que son más jóvenes han sentido eso? Recelo que, como mucho, hayan visto únicamente el final de esas cosas.
Televisiones encendidas todo el día, radios vociferando canciones de Navidad comercializadas, luces fluorescentes y laicas colgadas alrededor de los árboles, en jardines de edificios y en los pisos, iglesias vacías. ¡Eso es la Navidad moderna!
Surge la pregunta: ¿Qué queda de todo lo que he descrito? ¿Acaso solamente el recuerdo? Mucho más que eso, ¡queda una esperanza! Y con la intención de avivar esa esperanza es por lo que he narrado esos hechos. Pero ¿nada más que resta una esperanza? ¡No! Tenemos una certeza, gracias a la promesa divina de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
Esta certeza nos dice que un día, después de luchas, pruebas y batallas, las verdaderas Navidades reflorecerán en la tierra. Y entonces tal vez alguien se acuerde de la descripción que acabo de hacer y tenga la viva convicción de que la alegría que experimentará no estará naciendo allí, sino que formará parte de una larga concatenación histórica que saldrá del fondo de las aguas de la prueba y regresará a la luz. Se trata de la auténtica alegría de la Santa Navidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Navidades más bellas que las de antaño
A pesar de la decadencia que se nota en las fiestas navideñas actualmente, comparadas con las de mi tiempo, no dudo en afirmar que la Navidad de los que, hoy en día, luchan para permanecer fieles al verdadero espíritu católico es más bonita que las de antaño. Y si yo, cuando era pequeño, hubiera podido ver cómo serían las Navidades que debería pasar en estos días, ciertamente exclamaría: «¡Para esto es para lo que nací!».
Debemos recordar, por tanto, que esas alegrías de Navidad, bajo la sonrisa de María Santísima, descenderán sobre nosotros, aunque estemos en la más terrible aflicción. También nos debe animar la confianza de ver realizada la promesa de Nuestra Señora de Fátima: «¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!». Cuando esto ocurra, ¡qué suavidad, armonía y dulzura tendrán las fiestas de la Santa Navidad de Nuestro Señor Jesucristo! ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XIV.
N.º 165 (dic, 2011); pp. 6-11.
Luz, el gran regalo
La noche ya estaba avanzada. Las tinieblas habían llegado al auge de su densidad. Todo en torno a los rebaños era un interrogante y un peligro. Quizá algunos pastores, relajados o vencidos por el cansancio, estuvieran durmiendo. Sin embargo, había otros a quien el celo y el sentido del deber no consentían en el sueño. Vigilaban. Y presumiblemente también oraban, para que Dios alejara los peligros que rondaban.
Súbitamente, una luz se les apareció y los envolvió: «la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2, 9). Cualquier sensación de peligro se deshizo. Y les fue anunciada la solución para todos los problemas y todos los riesgos. Mucho más que los problemas y los riesgos de algunos pobres rebaños o de un pequeño puñado de pastores. Mucho más que los problemas y los riesgos que ponen en continuo peligro todos los intereses terrenos. Sí, les fue anunciada la solución para los problemas y los riesgos que afectan a lo que los hombres tienen de más noble y precioso, es decir, el alma. Los problemas y los riesgos que amenazan, no ya los bienes de esta vida, que, tarde o temprano, perecerán, sino la vida eterna, en la cual tanto el éxito como la derrota no tienen fin. […]
Así pues, en torno de los hombres todo eran tinieblas. Y en esas tinieblas, ¿qué hacían? Lo que hacen los hombres siempre que baja la noche. Unos corren hacia las orgías, otros se sumergen en el sueño. Por último, otros —y qué pocos— hacen como los pastores. Vigilan, al acecho de los enemigos que saltan en la oscuridad para atacar. Se disponen a presentarles duros combates. Rezan con la mirada puesta en el cielo oscuro, y las almas confortadas por la certeza de que el sol rayará finalmente, alejará todas las tinieblas, eliminará o hará volver a sus guaridas a todos los enemigos que la oscuridad cubre e invita al crimen.
En el mundo antiguo, entre los millones de hombres aplastados por el peso de la cultura y de la opulencia inútiles, había hombres escogidos que percibían toda la densidad de las tinieblas, toda la corrupción de las costumbres, toda la inautenticidad del orden, todos los riesgos que rondaban en torno del hombre y, sobre todo, el non sense al que conducían las civilizaciones basadas en la idolatría.
Estas almas escogidas no eran necesariamente personas de una instrucción o de una inteligencia privilegiadas. Pues la lucidez para percibir los grandes horizontes, las grandes crisis y las grandes soluciones, viene menos de la penetración de la inteligencia que de la rectitud del alma. Se daban cuenta de la situación los hombres rectos, para los cuales la verdad es la verdad, el error es el error. El bien es el bien y el mal es el mal. Almas que no pactan con la indisciplina del tiempo, intimidadas por el escarnio o por el aislamiento con que el mundo cerca a los inconformes. Almas de muchos quilates, raras y dispersas un poco por todas partes, entre señores y siervos, ancianos y niños, sabios y analfabetos, que vigilaban de noche, oraban, luchaban y esperaban la salvación. […]
* * *
¿Aún hoy existen hombres de buena voluntad auténticos, que vigilan en las tinieblas, que luchan en el anonimato, que miran al Cielo esperando con inquebrantable certeza la luz que volverá?
Sí, precisamente como en el tiempo de los pastores. […]
A estos auténticos hombres de buena voluntad, a estos genuinos continuadores de los pastores de Belén, les propongo que entiendan como dirigidas a ellos las palabras del ángel: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2, 10).
Palabras proféticas, que encuentran su eco en la promesa mariana de Fátima. Podrá el comunismo extender sus errores por todas partes. Podrá hacer sufrir a los justos. Pero, por fin —profetizó Nuestra Señora en Cova da Iria— su «Inmaculado Corazón triunfará».
Esa es la gran luz que, como precioso regalo de Navidad, deseo para todos los lectores y, más especialmente, para los genuinos hombres de buena voluntad. ◊
Fragmentos de: «Luz, o grande presente». In: Folha de São Paulo.
São Paulo. Año LI. N.º 15.533 (26 dic, 1971); p. 42.