La cristiandad medieval – Como miembros de un solo cuerpo

El análisis retrospectivo de la Edad Media europea, con su admirable orden y dulce armonía entre clases sociales, permite vislumbrar rasgos de la sociedad perfecta, aquella resultante de la realización del Reino de Cristo en la tierra.

Para que se pueda entender mejor el proceso que el Dr. Plinio analiza en su magistral ensayo Revolución y Contra-Revolución, es imprescindible que echemos una mirada, aunque sea superficialmente, al orden de cosas que la Revolución, en un esfuerzo ya cinco veces secular, pretende destruir: la cristiandad medieval y los vestigios que aún perduran de ella en nuestros días.

¿Cómo surgió la civilización cristiana tras la ruina del Imperio romano y el caos generado en Europa por las sucesivas oleadas de invasiones bárbaras?

Sociedad orgánica, ápice de la armonía social

La expresión sociedad orgánica evoca la imagen de la armoniosa desigualdad existente en el cuerpo humano, acerca de la cual el Apóstol escribió: «Aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo. […] Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Cor 12, 20.26).

En efecto, por analogía con el cuerpo, existen en la sociedad humana quienes ejercen la función de cabeza, es decir, de gobierno. Otros, por su misión de irradiar la vitalidad a los demás, se asemejan al corazón: son, principalmente, los miembros del clero, sobre los que recae la inmensa responsabilidad de comportarse como auténticos embajadores de Dios, predicando y administrando los sacramentos. Y así cada órgano, por muy simple que sea el papel que desempeñe, es a su manera indispensable para el buen funcionamiento de todo el organismo.

De este modo, la perfecta armonía de los elementos —ya sea en el cuerpo o en la sociedad— lleva al conjunto a un crecimiento natural, saludable y sin tensiones ni divisiones; un crecimiento orgánico en la plenitud del término.

La Edad Media europea se asemeja a un guion de oro entre la Antigüedad y la Modernidad, y bien podría llamarse la Edad de la luz

Es necesario que al reflexionar sobre los elementos que componen la verdadera sociedad orgánica nos refiramos a la época histórica injustamente llamada a menudo como «Edad de las tinieblas». Lejos de hacer honor a este erróneo epíteto, la Edad Media europea se asemeja más a un guion de oro entre la Antigüedad y la Modernidad que a un sombrío hiato, y bien podría denominarse la Edad de la luz. Prueba de ello fue el desarrollo del régimen feudal, en el que relucieron como nunca las armoniosas relaciones entre señores y súbditos, superiores e inferiores en la escala social.

Con el feudalismo nace el orden medieval

A finales del siglo ix, Europa fue arrasada por una nueva oleada de horribles invasiones bárbaras: al oeste, los sarracenos; al norte, los normandos; al este, los húngaros. Por donde pasaban, los invasores sembraban la muerte y el terror: destruían iglesias, saqueaban aldeas, quemaban cultivos. Ante esto, los habitantes de la Europa de entonces se refugiaron «bajo el único refugio que nada puede derribar, pues tiene sus fundamentos en el corazón humano: la familia».1

Bajo la benéfica influencia de la Santa Iglesia nació uno de los órdenes sociales más saludables de la historia: el feudalismo

Esparcidas por toda Europa —en lugares muchas veces inhóspitos, para evitar las hordas bárbaras—, familias enteras se congregan formando pequeños «estados». Están dirigidos por un jefe natural, una especie de patriarca, que recuerda al antiguo pater familias del derecho romano. Poco a poco, en torno a este hombre y a esta familia princeps, otras familias de fugitivos comienzan a agruparse, constituyendo pequeñas unidades sociales naturalmente monárquicas y domésticas. Estas micro sociedades, reunidas con el objetivo de defenderse de un enemigo común, se denominan feudos. De ahí nacen, cada vez más desarrollados, imponentes castillos y fortalezas, construidos precisamente como refugio contra las invasiones de los bárbaros.

Iluminación que representa el orden de la sociedad medieval – Biblioteca del Arsenal, París

Se verifica, en esta coyuntura, una relación realmente ejemplar entre súbditos y señores. El patriarca, el señor feudal, se preocupa por la defensa y protección de quienes a él se han confiado. Éstos, llamados vasallos, están vinculados a su soberano por los sentimientos y deberes que un hijo tiene hacia su padre: le debe obediencia, cuida sus tierras y cultivos, y está dispuesto a defenderlos en caso de invasión. Es, por tanto, una permuta natural y admirable: quien rinde obediencia recibe protección.

Con el paso del tiempo, esta interdependencia se extiende a un ámbito mayor: los feudos más débiles son defendidos por los más poderosos, y éstos por otros más, hasta llegar al dominio del rey o del emperador, creándose una jerarquía de señores feudales. De una manera natural, la sociedad medieval se va construyendo a modo de una pirámide, en la cual el que está en la cúspide, en lugar de oprimir a los inferiores, los ampara.

Se comprende, entonces, que no hay «nada más conforme al orden natural, a la naturaleza humana y a lo sacral que el feudalismo».2

Un efecto de la preciosísima sangre de Cristo

Cabe hacer aquí un inciso. Es difícil concebir cómo una organización social tan perfecta surgiera simplemente por la fuerza de las circunstancias, de forma espontánea. Analizando la historia, se concluye que la estabilidad de la jerarquía eclesiástica presente en las más diversas esferas, en medio de un caos generalizado, significó un punto de referencia fundamental y, en consecuencia, una fuente de benéfica influencia. Así, gracias a la influencia de la Santa Iglesia, la naciente sociedad medieval pudo resistir tantas fatalidades.

Por cierto, no sólo se salvó de una ruina inminente, sino que dio lugar a algo inaudito: de la suma de tremendos infortunios nació uno de los órdenes sociales más sanos de la historia. Y esto se hace aún más evidente si consideramos no sólo la relación entre señores y vasallos, sino también el respeto que reinaba en todas las demás escalas de la sociedad.

En definitiva, los poderosos efectos de la preciosísima sangre de Nuestro Señor Jesucristo eran los que, bajo el hálito de su Esposa Mística y por el providencial curso de los acontecimientos, configuraron un mundo enteramente nuevo, sobre los restos cada vez más lejanos de la Antigüedad y con el apoyo de las diversas etnias bárbaras, cuyos miembros se iban convirtiendo a la fe católica y comenzando a vivir en la gracia de Dios.

Clero: santificación, educación y salud corporal

Como consecuencia de estas circunstancias, en la Edad Media la sociedad pasó a estar compuesta básicamente por tres clases escalonadas: el clero, la nobleza y el pueblo. Si las dos primeras tenían ciertos privilegios, éstos resultaban de sus funciones más elevadas, arduas y sacrificiales. Nada más natural y justo.

Los representantes del orden espiritual constituían el primer estamento y eran considerados el fundamento de la civilización, la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14). Los miembros de la jerarquía eclesiástica custodiaban el depósito de la fe y se ocupaban de la curación de las almas mediante la administración de los sacramentos y la formación religiosa de los fieles, especialmente por la predicación.

Junto a los ministros sagrados, las órdenes religiosas desempeñaban un papel fundamental. Aparte de atraer gracias y beneficios divinos a la sociedad, por sus virtudes, oraciones y penitencias continuas, los monjes eran responsables de la instrucción, así como de la conservación y desarrollo de las ciencias humanas. De ahí nacieron las universidades, bastión cultural y científico de la sociedad hodierna.

Además, bajo la responsabilidad de este estamento se hallaba el cuidado de la salud pública y, en particular, la atención a los más necesitados. Los hospitales, de los cuales un número incontable fue fundado por la Iglesia Católica en Europa, especialmente durante los siglos vii y x, eran mantenidos por el clero y por los religiosos con extremado celo.

Nobleza: gobierno y lucha

En la cúspide del campo civil estaba la nobleza, que constituía la segunda clase de la sociedad medieval.

Su organización era similar a la del clero. En la cumbre se hallaban los emperadores —entre los que destacaba el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el título más alto de la cristiandad— y los reyes, como jefes de cada estado. Luego les seguían los distintos grados jerárquicos de la nobleza: duques, marqueses, condes, vizcondes, barones.

Como los colores de un arcoíris, en la sociedad medieval existía una perfecta transición entre los estamentos de la jerarquía social

El cometido de estos eminentes personajes, además de velar por el orden y la infraestructura de sus feudos, era el de luchar en tiempos de guerra. El noble estaba obligado a combatir, debiendo pagar el impuesto de la sangre, muy doloroso en aquella época debido a las precarias condiciones existentes para el tratamiento de las heridas y mutilaciones resultantes de los enfrentamientos, peligro que no afectaba a los plebeyos, generalmente dispensados de la batalla. Por lo tanto, existían razonables motivos para eximir a los nobles del pago de determinados impuestos.

Reproducción de un esquema utilizado por el Dr. Plinio durante las reuniones sobre «Revolución y Contra-Revolución»

Pueblo: producción y economía

El tercer estado —es decir, el pueblo— abarcaba varias categorías. Algunos se dedicaban al trabajo intelectual, como profesores, hombres de leyes o comerciantes, a los cuales se le podría agregar el largo cortejo de las demás profesiones liberales. Otros se entregaban al trabajo meramente manual.

Entre estos últimos cabe destacar la existencia en las ciudades de corporaciones de diversos oficios. Eran asociaciones en las que patrones y trabajadores de cada rama se organizaban con suma libertad para ejercer sus respectivas profesiones, creando leyes particulares reconocidas por el poder público. En algunos lugares, el propio gobierno de la ciudad —aunque sujeto, naturalmente, al poder real— era ejercido por la plebe, mediante un sistema participativo de los miembros de distintos gremios, del que podían detallarse numerosas variantes según las peculiaridades regionales, en una variedad que le daba un colorido muy especial a la vida en aquella época, donde los valores de la religión gozaban de mucha más consideración que en nuestros días.

Cuánta libertad —¡verdadera!— en el período histórico en el que los vínculos personales e institucionales de vasallaje constituían el modo normal de relación entre las diferentes capas de la sociedad.

Había, en suma, una transición perfecta entre los estamentos de la jerarquía social, como los colores de un arcoíris que se funden unos en otros, pues, contrariamente a lo que se cree, ninguna de las clases estaba totalmente estancada. Sus miembros podían ascender o incluso descender en esta escala, según las circunstancias de la vida y los dones con los que Dios había adornado a cada uno.

La armoniosa relación social en la cristiandad

Algunos ejemplos legados por la historia prueban esta relación armoniosa existente en la variada unidad de la sociedad medieval.

Es conocido el hecho de que cualquier miembro del pueblo tenía una enorme facilidad de acceso a los nobles e incluso al rey, que duró hasta la Revolución francesa en el siglo xviii, cuando la monarquía fue derrocada y se modificó considerablemente el régimen de la vida social, política y religiosa.

Los nobles solían recibir en audiencia a los plebeyos, para escuchar sus peticiones y atender sus necesidades y, en este sentido, dos monarcas del siglo xiiidejaron un edificante ejemplo de esta convivencia. San Fernando III, rey de Castilla, permitía la entrada en palacio a sus súbditos, para estar al alcance de quienes desearan hablar con él. Su primo, San Luis IX, rey de Francia, tenía la costumbre de sentarse bajo un enorme roble, en Vincennes, para atender allí al pueblo, oyendo sus peticiones y quejas, juzgando casos y disputas.

Por cierto, conviene recordar que el poder de los monarcas y los nobles no era omnímodo, como comúnmente se piensa, sino que se mantenía dentro de sus justos límites mediante diversos mecanismos de control, los cuales, más tarde, el absolutismo nacido del Renacimiento abominaría.

Así era la monarquía cristiana, en sus máximos exponentes de paternidad y bondad.

Los ejemplos de la historia demuestran que la relación entre los miembros de las diferentes clases era todo hecha de armonía

Esta organización estaba impregnada de una seriedad que no se oponía a una sana y equilibrada alegría, un amor al sacrificio basado en la verdadera devoción a la cruz de Cristo, que guiaba el principal de los esfuerzos de la existencia terrena hacia la conquista de la vida eterna.

He aquí, finalmente, el tiempo que el papa León XIII definió como aquel en el que «la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados» y «la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad».3

Se plantea una cuestión

A la vista de este análisis histórico, ¿se puede poner a la cristiandad medieval de ejemplo para nuestros días?

Castillo de Foix (Francia)

Surge la pregunta. A fin de cuentas, ¿no será demasiado anacronismo presentar como modelo para el siglo xxi una sociedad organizada de una forma tan distinta a la actual?

La armonía de la Edad Media no era la simple consecuencia de un proceso espontáneo, sino más bien de un orden, natural y orgánico, profundamente basado en las enseñanzas de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, cuyos miembros vivían —de manera mucho más generalizada y frecuente que hoy— en la gracia de Dios. Era «la disposición de los hombres y de las cosas según la doctrina de la Iglesia, Maestra de la Revelación y de la ley natural. Esa disposición es el orden por excelencia»,4 en palabras del Dr. Plinio. Ahora bien, la fidelidad a la Iglesia nunca significará anacronismo. Sólo cuando se fundamente en ella podrá la sociedad desarrollarse orgánicamente, engendrar los frutos más excelentes y avanzar hacia la constitución del Reino de Cristo en la tierra.

Se comprende, entonces, que ese bellísimo edificio empiece a ser, ya en el siglo xiv, implacablemente corroído desde sus cimientos por un misterioso proceso… Eso es lo que veremos en las páginas siguientes. 

 

Notas


1 FUNCK-BRENTANO, Frantz. Le Moyen Âge. 3.ª ed. Paris: Hachette, 1923, p. 4.

2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 10/6/1966.

3 LEÓN XIII. Immortale Dei, n.º 28.

4 RCR, P. II, c. 7, 1, E.

 

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