Hace mucho que quedaron atrás los gloriosos tiempos de Alejandro Magno y Julio César. Las páginas de la historia ya han sido adornadas por las cruzadas, en las que intrépidos guerreros combinaron el ímpetu de conquista con la defensa y propagación de la fe católica. Los años de Cristóbal Colón y Fernando de Magallanes, en los que los exploradores alcanzaron un apogeo hasta entonces inimaginable, ya eran vistos con grato recuerdo. Nos encontramos en los albores del siglo xx, período poco propicio para hombres con vocación de descubridor…
¿Existiría todavía algún rincón del planeta que resultara inhóspito y desconocido para el hombre? O, más aún, ¿hallaríamos personas de valor comparable al de los héroes del pasado, que abrazaron el riesgo y lo imprevisible como medida de su vida cotidiana?
Los protagonistas de la historia
Las regiones polares se presentaban ante el hombre como un desafío, el último reducto que la civilización aún no había dominado. Ya en el siglo xix, muchos habían intentado explorar aquellas tierras, pero el frío y el hielo constituían un obstáculo infranqueable.
En ese escenario es donde aparecen tres figuras destacadas: el conocido sir Ernest Shackleton; Robert Falcon Scott, oficial de la Marina británica; y Roald Amundsen, explorador noruego. Repasemos en rápidas pinceladas algunas de las hazañas de estos aventureros, antes de sumergirnos en la disputa por el Polo Sur.
En 1898, Roald Amundsen inició su carrera participando en una expedición polar. Fueron los primeros hombres que invernaron en la Antártida, superando el paralelo 71 y navegando por áreas no cartografiadas.
El 30 de diciembre de 1902, Robert Scott, al mando de otra expedición a las tierras australes, alcanzó el punto extremo hasta entonces explorado (82°17’ S) después de pasar un largo y doloroso invierno en regiones nevadas. Sin embargo, todavía faltaban muchos kilómetros hasta el fin del mundo.
En 1904, Amundsen emprendió un viaje al Ártico, con el objetivo de verificar el polo magnético. Aunque éste ya había sido descubierto por James Clark Ross, quería dirimir las dudas sobre su movilidad. Siguiendo los pasos de Ross, el explorador noruego confirmó que el punto de atracción magnética era móvil. Por otra parte, la operación fue un fiasco, a excepción del hecho de haber aprendido mucho de los esquimales sobre la supervivencia en regiones polares, lo que sería de gran utilidad para futuros emprendimientos.
En 1909, Shackleton avanzó casi 580 kilómetros del récord de Scott hacia el Polo Sur, faltando poco más de ciento cincuenta para alcanzar el extremo sur del planeta.
Finalmente, en 1910, el superado oficial británico se preparaba para otra travesía a la Antártida, pero desconocía un detalle de suma importancia: tenía un rival, ya que Roald Amundsen también se lanzaría hacia el mismo objetivo.
Por lo tanto, suponía una disputa entre dos oponentes a la altura: ambas personalidades verdaderamente gigantescas.
En dirección al polo
Era el 7 de junio de 1910 cuando Amundsen partió de Noruega, a bordo del Fram; el día 15 zarpaba el barco de Scott, el Terra Nova.
Mientras el británico se dirigía a Australia para hacer escala, recibió el telegrama que anunciaba el cambio de rumbo del Fram. Hasta entonces, Scott ignoraba completamente la existencia de un rival, porque éste había mantenido la información bajo el más absoluto sigilo. Incluso estando en alta mar, los hombres de Amundsen creían que iban al Ártico. De modo que Scott no parecería estar prevenido para una disputa.
Desembarco y primeros meses en la Antártida
Tras siete meses en el agua, los dos gigantes desembarcan en el continente por explorar. El 4 de enero de 1911, los británicos se instalaron en el estrecho de McMurdo, mientras que Amundsen, que llegó once días después, empezó a montar su campamento en la congelada bahía de las Ballenas.
Ambos tenían el mismo plan: aprovechar el final del otoño para adentrarse en el hielo hacia el polo, construyendo almacenes de alimentos, con vistas a reducir la carga de transporte y agilizar los desplazamientos. Después de eso tendrían que esperar pacientemente al invierno para comenzar la carrera definitiva tan pronto como irrumpiera la primavera.
Sin embargo, desde su llegada, la forma de proceder de los jefes se revelaba antagónica. Según Roland Huntford, uno de los historiadores que narran lo sucedido, «el desembarco de Amundsen había sido elaborado cuidadosamente y al detalle. Cada uno de los hombres conocía el plan en el que estaba trabajando Amundsen».1 En el estrecho de McMurdo, por el contrario, «había demasiados oficiales supervisando y los hombres nunca sabían cuándo ni adónde acudir».2
Scott no era muy previsor. En otro viaje, había llegado a admitir: «Soy muy consciente de que carezco de un plan; tengo algunas ideas nebulosas, vertebradas alrededor del objetivo principal, que no es otro que partir desde lo conocido y explorar lo desconocido. Pero estoy completamente dispuesto a descubrir que mis fantasías inexpertas son impracticables y a tener que improvisar planes sobre la marcha».3 Esta vez, al menos, prefirió aprovechar la ruta previamente trazada por Shackleton.
Una señal característica del buen superior es saber hacerles entender a sus subordinados lo que están haciendo, estimularlos a que se sientan comprometidos, a que perciban dónde encajan sus acciones dentro de un plan general y grandioso, a que sepan que el futuro de la obra pasa por las manos de cada uno. Por su parte, los subalternos han de estar dispuestos de antemano a obedecer sin comprenderlo, porque, muchas veces, la arbitrariedad es necesaria y acaba siendo beneficiosa. Si falta esta reciprocidad, se establece el caos o la anarquía.
Sería ingenuo creer, no obstante, que sólo Scott estuviera afrontando dificultades. A pesar de la ventaja inicial, el problema de las relaciones no tardó en aparecer también entre los noruegos.
Decisión precipitada
Pasado el período intenso de invierno, «Amundsen no conoció la paz».4 Ansiaba salir lo antes posible. La noticia de que Scott transportaba trineos motorizados atormentaba su espíritu.
El 8 de septiembre, el capitán del Fram decidió zarpar. Aquella mañana el termómetro marcaba –37 °C. Por regla general, debería esperar a que al menos la temperatura se estabilizara, pero el pánico a perder la carrera le hizo adelantarse. En vano intentaron disuadirlo, pues Amundsen estaba decidido. Partieron.
El resultado fue dramático: fuertes vientos, terribles nevadas, un frío inclemente (un promedio de –55 °C). Era imposible continuar. Afortunadamente, el jefe noruego abrió los ojos y acordó regresar. Sin embargo, su peor error no estuvo en su prematura salida, sino en haber acelerado su regreso, disparando su trineo hacia el refugio y dejando atrás a los demás.
Una típica laguna de mando es la de no preocuparse por los otros. El jefe ha de estar dispuesto a sacrificarse, a ponerse en el sitio más arriesgado, difícil e inhóspito. Debe seguir al divino Modelo de liderazgo que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1). Sólo así podrá decir, como el Señor: «No he perdido a ninguno de los que me diste» (Jn 18, 9). De pura suerte, Amundsen no perdió a nadie.
Mientras tanto, Johansen, un hombre mayor que él y, en algunos puntos, más experimentado que el comandante, censuró públicamente su actitud y cuestionó su liderazgo.
Amundsen lo escuchó con serenidad, pero no podía permitir una rebelión declarada. Tenía que actuar enérgicamente. Lo dispensó de la expedición al Polo Sur y le ordenó que «explorara» las tierras del rey Eduardo VII.
Acción severa, sin duda, pero en la que brilla una faceta de la caridad propia del comandante, aquella que se revela en la reprensión: «¿Qué padre no corrige a sus hijos?» (Heb 12, 7). A veces es duro castigar, pero un dirigente nunca puede permitir que sus sentimientos subyuguen la razón. Y en este caso una demostración de debilidad arruinaría todo el ataque.
«Finis coronat opus»
Finalmente, el 20 de octubre Amundsen se dirigió hacia el polo. El día 1 de noviembre, Scott también inició la travesía.
No existía comunicación entre los grupos, lo que aumentaba el temor de Amundsen y sustentaba de alguna manera la esperanza de Scott. Aun constatando el fracaso de muchas de sus operaciones, este último creía que el noruego no se arriesgaría a tomar un camino desconocido, sino que también seguiría las indicaciones de Shackleton. En realidad, cuando Scott inició la marcha, el otro ya se encontraba a más de 320 km de ventaja.
Amundsen, habiendo aprendido con su error a no apresurarse, reprimía su tensión interior ante el miedo a la derrota y dirigía a su comitiva bajo una rutina controlada. Caminaban unos 24 km al día y el resto de la jornada era destinado al descanso y a la alimentación. Como los depósitos estaban bien distribuidos, no se produjo ningún incidente grave.
Mientras tanto, el andar británico se veía plagado de dificultades. Los trineos a motor se estropearon por completo al cabo de unos kilómetros y fueron abandonados en el hielo. Los ponis, a pesar de haber ayudado mucho a Scott, tuvieron que ser sacrificados porque no estaban ya en condiciones de avanzar. El transporte se volvió entonces muy penoso, pues el trayecto era demasiado largo para arrastrar todo el equipo con las propias manos.
Para tratar de recuperar el retraso causado por los contratiempos, Scott empezó a exigirse constantemente a sí mismo y a sus subordinados lo máximo, hasta el agotamiento. Desde su óptica, ésa era la única manera de evitar el fracaso. ¿Habría cometido un error al tomar esta decisión?
Cuando un hombre guía a otros en la conquista de un ideal —o en el camino hacia el Cielo— necesita saber que no todos andan al mismo ritmo que él. En la mayoría de los grupos de este género, están los radicales, los buenos, los moderados y los tibios, por no hablar de los malos. Obligar a alguien a «darse prisa» cuando no quiere es una locura: crea fricciones, revueltas y estancamientos aún peores. Se requiere mucho tacto para tratar con esas personas. De lo contrario, el «eslabón débil de la cadena» empezará a resquebrajarse. Si Scott forzó demasiado la nota o no, les corresponde a los historiadores debatirlo. El caso es que, por culpa de unos pocos, tuvo que reducir la marcha, y el fracaso acabó llegando de todos modos.
La llegada
Tras casi dos meses de aventura, recorriendo una distancia de 1.126 km, pasando por elevadas montañas de hasta 3.600 metros, grietas y abismos sin fin, Amundsen llegó al polo el 15 de diciembre. Antes de celebrar la victoria, se aseguró de que realmente estaba en las coordenadas geográficas correctas, pues sus aparatos de medición no eran nada sofisticados. Después envió a tres hombres en diferentes direcciones, para recorrer 16 km y colocar una señalización, rodeando, de este modo, la meta de la conquista. Así, no podrían errar.
En el centro del cerco, dentro de una tienda de campaña, Amundsen dejó una carta destinada al rey de Noruega, envuelta por otra para Scott; además de algunos objetos que podrían ser de utilidad para la comitiva británica. En la cordial misiva se leía:
Querido capitán Scott:
Como probablemente sea usted el primero en llegar a esta zona después de nosotros, le ruego tenga la amabilidad de enviar esta carta al rey Haakon VII. Si alguno de los artículos dejados en la tienda le son de utilidad, no dude en aprovecharlo. Con un cordial saludo, le deseo un regreso seguro.
Atentamente,
Roald Amundsen
La carta no era una provocación. Amundsen realmente no sabía si lograría sobrevivir al camino de vuelta. Pero tanta cordialidad le debió haber sonado a Scott como un último golpe cuando la leyó. Estaba exhausto, había gastado todas sus fuerzas para llegar hasta allí y empezaba a dudar si las tendría suficientemente para el ignominioso regreso. Corría el 17 de enero de 1912, más de un mes después de la victoria de Amundsen.
«El regreso de Scott fue como la derrota de los vencidos»,5 declaró Huntford. Tenían que volver a pie, arrastrando sus propios trineos, con la ciega esperanza de que alguien viniera a socorrerlos. Emprendieron el camino de vuelta, acompañados únicamente por el abatimiento, el dolor y el hambre.
Poco a poco, aquellos hombres robustos empezaron a parecerse a cadáveres. No tardó mucho en fallecer el primero. Con la muerte de un compañero, todos sentían su fin igualmente cerca. Faltaban algo más de 200 km cuando Scott, ante la terrible intemperie, decidió detener la marcha en espera del porvenir. Permanecieron encerrados dentro de la tienda, que gradualmente fue siendo cubierta por la nieve, y no debieron tardar mucho en marchar hacia la eternidad…
La columna de incienso
Han pasado más de cien años de tales hechos. Monumentos, obras literarias, homenajes de todo tipo premian, con razón, el heroísmo de estos hombres. Pero ante Dios, ¿de qué valió la victoria de Amundsen y qué resultó del sacrificio de Scott?
Es difícil juzgar una cosa y la otra. De los lances de arrojo antes mencionados se percibe que eran almas en las que el heroísmo brillaba de manera inconfundible. Sin embargo, eran hijos de una sociedad cuyos ideales se confundían con la ambición, y la fe católica ya no regía los pueblos como otrora. La audacia de estos personajes podría compararse a una columna de incienso, que llena los pulmones con su perfume, pero irrita los ojos y ofusca la visión.
El constante crepuscular entre grandeza y debilidad hace de estos gigantes, desde cierto punto de vista, unos enanos, pues donde falta la santidad, las demostraciones de valentía poco o nada valen. Por el contrario, la osadía del espíritu intrépido, cuando es purificada por la honestidad de conciencia, florece en los más grandes santos. ◊
Notas
1 HUNTFORD, Roland. O último lugar da Terra. São Paulo: Companhia das Letras, 2002, p. 398.
2 Ídem, p. 396.
3 FIENNES, Ranulph. Capitán Scott. Juventud, 2003 (e-book).
4 HUNTFORD, op. cit., p. 477.
5 Ídem, p. 611.