La bendición, perfume de Dios

Ciertas realidades sobrenaturales, como los efectos de una simple bendición, nos llevan a darnos cuenta de que hay un Dios comprometido en salvarnos, que ha puesto a nuestro alcance bienes espirituales inestimables, para unirnos más fácilmente a Él.

Antes de dedicarse a salvar a las almas, San Blas curaba los cuerpos: era médico. Y sucedió que una vez una mujer, en busca de socorro, acudió al obispo para que curara a su hijo pequeño, que se encontraba en peligro de morir por una espina de pescado atravesada en la garganta.

Debido a las circunstancias tan extremas, el santo acabó apelando no a la medicina, sino al poder de Dios: tomando dos velas, las cruzó sobre el cuello del niño y le dio su bendición. Inmediatamente, la espina saltó fuera y el muchacho se salvó. La iglesia, en memoria de este hecho, comenzó a bendecir las velas, y con éstas a los fieles, en la fiesta de San Blas, obispo y mártir, conmemorada el 3 de febrero, para preservarlos de los males de garganta.

Una realidad muy presente en nuestras vidas

Atengámonos al hecho mencionado: junto con el acto simbólico de unir las dos velas, San Blas le otorgó una bendición al niño necesitado. He aquí una realidad con la cual vivimos, quizá sin conocerla en profundidad: el valor de la bendición.

La bendición de San Blas concedió la curación al niño necesitado, salvándole la vida
San Blas – Catedral de Salta (Argentina)

Se trata de algo corriente para los católicos: muchos piden que se bendigan sus objetos, su vehículo, su casa… Sin embargo, lo que se vuelve muy habitual en la vida del hombre tiende a perder valor a sus ojos con el paso del tiempo. Y en el caso de la bendición, puede ocurrir algo aún peor cuando a su verdadero concepto se le añaden ideas supersticiosas. De hecho, es común que el fiel se dé cuenta de la existencia de las realidades sobrenaturales, incluso sin tener una noción profunda de ellas.

Como explica Santo Tomás de Aquino,1 existe una «luz» sobrenatural que, al incidir sobre nuestra razón, nos da un conocimiento superior, que supera nuestras capacidades intelectivas. Es la denominada luz de la felumen fidei—, recibida en el Bautismo, que ilumina la inteligencia del hombre para que, de alguna manera, pueda vislumbrar aquello en lo que cree y así consentir en la verdad divina, rechazando lo que difiere de él, sin que le expliquen nada. Es esta luz la que permite al bautizado sondear el valor invisible y desconocido de una bendición.

No obstante, es tan grande la confusión de las mentes en la actualidad que se vuelve cada vez más común mezclar conocimientos auténticos con nociones erróneas sobre el tema. Un buen remedio para ello es conocer lo que enseña la Iglesia Católica al respecto.

La bendición en el Antiguo Testamento

«La bendición del padre afirma las casas de sus hijos; pero la maldición de la madre las arruina hasta los cimientos» (Eclo 3, 11). Los antiguos usaban estos términos con precisión y conocían bien su realidad, quizá por experiencia propia. Hasta llegar a nuestros días, el vocablo bendición fue enriqueciéndose de matices y significados —especialmente después de la venida de Nuestro Señor Jesucristo a la tierra y de la fundación de la Santa Iglesia—, pero sin perder sus atributos originales.

En el idioma hebreo, bendición deriva del sustantivo berākā, que básicamente significa fuerza que obra la salvación. De ahí el nombre de Baruc —el bendito—, profeta del Antiguo Testamento, discípulo y auxiliar de Jeremías en su misión entre los israelitas (cf. Jer 32, 12-13). Con todo, la mentalidad oriental, en su natural comprensión del valor simbólico de las cosas, discernía aún en ese término otras características.

Efectivamente, las ideas de bienaventuranza y felicidad estaban presentes en el acto de bendecir o recibir una bendición. De modo que, además de ser una fuente de fortaleza espiritual, los israelitas la veían como una señal de su destino, seguros de que tal privilegio no sería anulado, ya que provenía del Creador, que determina y dirige el futuro de los hombres: «Dios dijo a Balaán: “No vayas con ellos, ni maldigas a ese pueblo, porque es bendito”» (Núm 22, 12).2

Había igualmente un aspecto natural. Era el Señor quien hacía que los campos fueran fértiles, duradera la vida y productivo el trabajo, y eso constituía también una bendición: «Daréis culto al Señor vuestro Dios y Él bendecirá tu pan y tu agua. Y yo alejaré de ti las enfermedades» (Éx 23, 25).

Con la venida de Cristo, las bendiciones se enriquecen

Llegada la plenitud del tiempo, la bendición reservada a los elegidos del Antiguo Testamento fue concedida también al nuevo pueblo elegido, la Santa Iglesia Católica. Por su nacimiento, muerte y resurrección gloriosa, Nuestro Señor Jesucristo extendió a los gentiles la bendición de Abrahán, para que por la fe recibieran el Espíritu de la promesa (cf. Gál 3, 14).

La noción de bendición siguió vinculada a la protección divina, a la preservación del mal, al fortalecimiento y a la prosperidad, tanto física como espiritual. Sin embargo, esta realidad se enriqueció con la Encarnación del Verbo, ya que el mismo Hombre-Dios dejó su bendición a aquellos que fueron las primeras piedras vivas de la Iglesia que Él fundó: «Los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el Cielo (Lc 24, 50-51).

Nuestro divino Fundador, ávido de nuestra santidad, nos hizo herederos de la bendición (cf. 1 Pe 3, 9) y nos dejó a la Iglesia como madre, dotándola de privilegios especiales en la distribución de sus riquezas (cf. Rom 15, 29 ), a través de los ministros consagrados. Así, aunque la bendición la pronuncien los hombres, en última instancia proviene de Dios.3

Curación de almas, curación de cuerpos

La Santa Iglesia vinculó a algunos objetos y gestos, acompañados de un movimiento de reverencia hacia Dios y las cosas divinas, el perdón de las faltas veniales y la obtención de beneficios espirituales. Son los sacramentales que, a diferencia de los sacramentos —que producen directamente la gracia—, nos preparan a recibirla.4 Entre ellos se encuentran la bendición sacerdotal, el uso de medallas y escapularios bendecidos y el simple acto de santiguarse con agua bendita.

Mons. João dando uma bênção no ano de 2005

Cabe recordar que el poder de la bendición y de los objetos bendecidos se extiende también a la sanación de los cuerpos. Ilustrémoslo con algunos ejemplos.

En cierta ocasión, una noble dama de Antioquía buscó a San Juan Crisóstomo para rogarle que curara a su hijo menor, gravemente enfermo. Entonces el santo siguió el camino que ella le había indicado y, llegando allí, bendijo al moribundo y lo aspergió con agua bendita. La gracia de la curación no se hizo esperar.

En otra circunstancia, en Italia, sucedió que una niña aquejada de paperas estaba enferma de muerte. No podía ingerir nada más que un poco de leche, y aun así con gran dificultad. A pesar de haber sido desahuciada por los médicos, su tío no dudó en pedir auxilio a un clérigo con fama de santidad que vivía en Padua, llamado Leopoldo. El sacerdote le entregó una manzana bendecida por él y le dijo que se la diera a la chiquilla. Al recibir la fruta, la muchacha se la comió con avidez y se recuperó enseguida.

La curación de las almas, sin embargo, suele ser más milagrosa e impresionante… En 1904 sucedió un hecho que prueba la existencia de una virtud especial en los objetos de piedad bendecidos.

Había en Lérida un chico de vida escandalosa, que ingresó en el hospital tras haber recibido dos puñaladas. Pese a su grave estado de salud, blasfemaba y amenazaba con agredir a quienes intentaran hablarle de Dios. Este comportamiento le valió el apodo de «el demonio». Las monjas que lo cuidaban se daban cuenta de que las soluciones humanas estaban agotadas y apelaron a una «instancia superior», redoblaron sus oraciones por el desdichado y colocaron disimuladamente una medalla milagrosa bendecida debajo de su almohada. Poco después, «el demonio» pidió que un sacerdote lo confesara, mostrando un sincero arrepentimiento por sus faltas.

El privilegio de las indulgencias

Además de estos extraordinarios beneficios que las bendiciones pueden operar entre los hombres, muchas veces van acompañadas de indulgencias.

Éstas son la remisión, ante Dios, de la pena temporal adjunta a los pecados ya perdonados en términos de culpa, que el fiel debidamente dispuesto obtiene por medio de la Iglesia, la cual aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Nuestro Señor y de los santos. Y la indulgencia será parcial o plenaria según libere, en parte o en todo, de aquella pena.

Más que en otros casos, aquí se verifica que, cuanto más cerca de Dios esté el que bendice, más ricos serán los privilegios: «El fiel que emplea con devoción un objeto de piedad (crucifijo, cruz, rosario, escapulario o medalla), bendecido debidamente por cualquier sacerdote, gana una indulgencia parcial. Y si hubiese sido bendecido por el sumo pontífice o por cualquier obispo, el fiel, empleando devotamente dicho objeto, puede ganar también una indulgencia plenaria en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, añadiendo alguna fórmula legítima de profesión de fe».5

De esta forma, como exhalando un «perfume de Dios», los objetos benditos comienzan a difundir los beneficios divinos. Y hubo almas privilegiadas que pudieron «sentir» el suave aroma de este olor sobrenatural.

Almas que «sienten» lo sagrado

Procedente del griego, la palabra hierognosis significa conocimiento de lo sagrado. Así es llamado por la teología mística el don especial concedido por Dios a ciertas almas a lo largo de la historia que, de manera sensible, reconocían los objetos sagrados, diferenciándolos de los demás sin dudarlo.

Un ejemplo elocuente lo encontramos en la vida de la mística Luisa Lateau, nacida en Bois d’Haine, Bélgica, que sorprendió a eminentes médicos y teólogos. Al recibir objetos bendecidos, aunque estos no fueran precisamente sagrados o religiosos, sonreía con satisfacción, dispuesta a besarlos, mientras que, hacia los no bendecidos, era completamente insensible.

Os objetos abençoados por um clérigo passam a difundir benefícios divinos
Sacerdote abençoa medalhas e sal

A tal punto llegó su discernimiento que cierta vez le presentaron a un sacerdote disfrazado, vestido de civil, con un crucifijo sin bendecir en sus manos. El objeto no la impresionó en absoluto. Dándole la espalda, el sacerdote trazó la señal de la cruz sobre el mismo objeto. Al volverse nuevamente, de inmediato sonrió la mujer y dijo: «Ved qué realidad tan grande es la bendición sacerdotal, de que tan poco caso se hace…».6

Muy valiosos son los testimonios de estas almas, premiadas por la Providencia con tan elevado don, pues nos ayudan a reconocer el incomparable valor de las cosas sagradas. Y más: nos hacen darnos cuenta de que hay un Dios muy comprometido en salvarnos, que ha puesto a nuestro alcance, con inmensa dadivosidad, bienes espirituales inestimables, para que podamos unirnos a Él más fácilmente. De esta manera, al comprender el valor de una bendición, vemos con más profundidad el amor infinito que nuestro Padre celestial tiene por nosotros.

Nos queda, por tanto, implorar que Él derrame cada vez más sus bendiciones sobre la humanidad, y que éstas nos guíen y amparen durante nuestra peregrinación en este valle de lágrimas, colmándonos de riquezas sobrenaturales para la vida eterna. 

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 1, a. 4, ad 3.

2 Cf. JANOWSKI, Bernd. «Bênção/Maldição. Antigo Testamento». In: BERLEJUNG, Angelika; FREVEL, Christian (Orgs.). Dicionário de termos teológicos fundamentais do Antigo e do Novo Testamento. São Paulo: Loyola, 2011, pp. 124-125.

3 Cf. SCHOLTISSEK, Klaus. «Bênção/Maldição. Novo Testamento». In: BERLEJUNG; FREVEL, op. cit., p. 125.

4 CCE 1670.

5 SAN PABLO VI. Indulgentiarum doctrina, norma 17.

6 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 921.

 

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