Ha habido muchas ocasiones en la Historia en las que el futuro de una nación, o incluso del mundo, se decidió en función de un alma aparentemente débil, pero que llevaba dentro de sí la promesa de grandes realizaciones.
Así pues, la bella Francia de principios del siglo XVII le debió todos los faustos y esplendores de Luis XIV a un joven que no había cumplido siquiera los 22 años: Luis II de Borbón, duque D’Enghien y príncipe de Condé, conocido como Grand Condé. Y esto sucedió gracias a una batalla…
Un gran peligro para Francia
Corría el año de 1643. Europa sufría la Guerra de los Treinta Años, conflicto religioso profundamente entrelazado con cuestiones políticas, a propósito del cual ríos de sangre ya habían regado gran parte del continente.
El monarca francés, Luis XIII, se encontraba enfermo, de un mal que lo llevaría a la muerte en poco tiempo. Su hombre de confianza, el cardenal Richelieu, estadista que se había mostrado irreductible ante las grandes potencias de la época, tampoco pudo hacer nada cuando la dolencia —ese enemigo a menudo enviado por el propio Dios— llamó a su puerta y, ya en el año anterior, había entregado su alma al justo juicio divino, y el título de primer ministro, a su protegido, el cardenal Mazarino.
Debilitada con tanta inestabilidad política, combatida en todos los flancos, Francia veía, además, erguirse la sombra amenazadora de la mayor fuerza bélica de entonces, los temidos tercios españoles, invencibles desde hacía más de cien años, que se dirigían contra ella comandados por un experimentado oficial, don Francisco de Melo. Si no se tomaba alguna medida drástica, en poco tiempo la hija primogénita de la Iglesia sucumbiría bajo los piquetes y arcabuces de la infantería enemiga.
El monarca francés, viviendo sus últimos días, no temió poner a todo su ejército bajo la dirección de un militar relativamente inexperto, y echó una carta a la desesperada: nombró a Luis, duque D’Enghien, como jefe de sus fuerzas armadas. En ese momento, el destino de Francia estaba en las manos de un joven de 21 años… Pero ¿quién era el joven al cual el rey le había confiado sus tropas?
La juventud de Luis II de Borbón
Luis, hijo de Enrique II de Condé y de Carlota Margarita de Montmorency, nació el 8 de septiembre de 1621, en la más ilustre familia de Francia: los Borbones. Heredó el título de duque D’Enghien y, tras la muerte de su progenitor, también el de príncipe de Condé.
A los 8 años, su padre determinó que debería estudiar bajo los auspicios de los jesuitas, en el Lycée Sainte-Marie, de Bourges. Pese a la sencillez del aula, quien entrara en ella vería un estrado dorado separado de los otros alumnos, para que el aprendiz, sobrino del rey, tuviera la debida deferencia.
Desde temprana edad, el gusto por las armas encendió en el corazón de Luis el deseo de heroicas hazañas. Cuando niño, organizaba pequeñas guerras con los demás chiquillos, siendo él mismo el comandante. Antes de iniciar el combate, pronunciaba discursos en latín, lengua en la que se expresaba tan bien como en francés.
Con el paso de los años, ingresó en la Academia Real para la joven nobleza. Siempre decoroso y especialmente dedicado, Luis se destacó en todas las artes, desde la equitación hasta las matemáticas. En suma, poco a poco el príncipe desarrollaba el perfil de un general. Sin embargo, Richelieu propuso que se alistara en el ejército primero como soldado, antes de que asumiera algún mando. Así pues, conociendo de cerca las luchas y dificultades enfrentadas por los subalternos, estaría capacitado para ser un hombre firme en las decisiones arriesgadas y afable como un verdadero padre en las treguas, ganándose la confianza de sus subordinados, condición indispensable para el triunfo en la guerra.
De hecho, un líder carismático era imprescindible, ya que el ejército de Francia se encontraba desmoralizado. Tras la muerte del primer ministro, varios oficiales habían dejado sus puestos bajo pretextos diversos y los salarios se encontraban atrasados. De un modo general, los militares ya se habían resignado a la derrota.
Rumbo al campo de batalla
Ahora bien, le correspondía a él que, según la expresión de Bossuet, era «un joven príncipe de sangre real que llevaba la victoria en la mirada»,1 levantar la moral de las fuerzas francesas y conducirlas al triunfo. Y el duque lo consiguió.
Empezó restaurando la disciplina, reuniendo en plazas fortificadas a las tropas que se encontraban dispersas por todo el país, a fin de que pudieran desplazarse con agilidad ante cualquier ataque enemigo. Pero el factor decisivo para la cohesión fue su genio y su presencia marcante:
«Tenía, sobre todo, en el más alto grado, ese don supremo del líder, ese don que nada sustituye y sin el cual todo el resto es nada: la autoridad. Le bastaba aparecer para imponerse. Tenía la prontitud y la firmeza de decisión que inspiran confianza; la valentía y el entusiasmo que despiertan admiración; y ese irresistible predominio que asegura la obediencia y rompe todos los obstáculos. […] Sabía también calcular, acertar y templar el entusiasmo cuando había necesidad. Sabía, según las circunstancias, aliar la prudencia a la tenacidad».2
Habiendo devuelto el ánimo a los soldados, se puso en marcha a fin de hacer frente a los españoles, a los cuales encontró en Rocroi, cerca de la frontera con Bélgica.
Era el 17 de mayo de 1643. Para llegar al campo de batalla había que cruzar un estrecho en el cual los enemigos tenían a tiro fácilmente al ejército francés. Luis optó por arriesgarse. Debido a su extrema rapidez, la osada maniobra logró el resultado esperado: el duque D’Enghien pudo acampar delante de los españoles.
La víspera, el príncipe había recibido la noticia del fallecimiento de Luis XIII. Sin embargo, esto no afectó para nada su postura frente al adversario. Reunió a su Estado Mayor y preguntó qué sería más conveniente, entablar batalla o hacer pequeñas escaramuzas, con el único propósito de confundir al enemigo y ganar tiempo. La voz prudente de sus consejeros, sobre todo del mariscal L’Hôpital, decía que ante tantos infortunios la segunda opción parecía la más plausible. Sumada a la muerte de su soberano, una derrota sería desastrosa para Francia.
No obstante, aquel joven guerrero, audaz y perspicaz, no compartía la misma opinión y, en este caso, su genio prevaleció contra las voces lánguidas de sus oficiales. Interrogado sobre la posible derrota, Luis respondió: «Esto no me preocupa, porque moriré antes».3 Arriesgar el todo por el todo, ésta fue su determinación.
Cuando el día 18 de mayo llegaba a su ocaso, el comandante francés pasó revista a toda la tropa y señaló la batalla para la mañana siguiente. La noche fue tan amena para el joven príncipe que hubo que despertarlo a la hora acordada porque, al contrario que la mayoría de los combatientes, incapaces de conciliar el sueño por la euforia que los envuelve en la víspera del enfrentamiento, él descansaba.
Los ejércitos
D’Enghien tiene bajo sus órdenes a 22.000 soldados, 6.000 jinetes y 12 cañones distribuidos en buen orden de batalla, manteniendo la caballería en los extremos. Melo, por su parte, posee 17.000 infantes, 18 cañones y 8.000 caballeros distribuidos de similar manera, con los temibles tercios viejos en el centro.4
Al contrario de lo que se pudiera pensar a primera vista, la paridad no reina entre los ejércitos. Aunque los franceses poseen más infantes, sin duda alguna el ejército español tiene a los suyos mejor disciplinados.
En esta batalla, en que se decidirá el futuro de la hija primogénita de la Iglesia, todo indica que un fin trágico parece irreversible. Sólo lo parece. A fin de cuentas, en los grandes lances el fiel de la balanza es la fuerza del espíritu del comandante, y ésta el futuro príncipe de Condé la tenía grabada a hierro y fuego en su alma bélica.
El momento auge de la batalla
En la madrugada del 19, habiendo sido despertado a la hora indicada, se arma por completo con toda agilidad, pero rechaza el yelmo. Como Enrique IV en Ivry, toma un sombrero de fieltro, en el cual extiende una pluma blanca a manera de penacho. Así sus soldados reconocerán que el valiente guerrero desafía a sus enemigos con garbo. En ese momento, le avisan que Melo espera refuerzos al mediodía. Con el tiempo agotándose, Luis ordena el ataque. Son las cuatro de la mañana.
Los españoles, desorganizados, se sorprenden con la rapidez y la furia del ejército francés, y sucumben ante la caballería del duque. Su mirada aquilina le hace percibir la vulnerabilidad de los tercios ante la posición que acaba de conquistar. Lanza entonces un nuevo ataque, que otra vez los desestabiliza.
Pero en el instante en que D’Enghien conquista el centro, su ala izquierda, liderada por La Ferté Senneterre, es dispersada por la caballería enemiga debido a un acto imprudente de éste. Los refuerzos proporcionados por los franceses no hacen sino agravar la crisis. Todos los cañones están en manos enemigas. Mientras que al principio todo parecía victoria, ahora ocurre la más terrible pérdida. No obstante, el coraje y la valentía del comandante francés, en un impulso irresistible, lo lleva a pasar como un relámpago al otro lado de la contienda, donde se encuentra Sirot al frente del cuerpo de reserva y lo ayuda de tal modo que, en poco tiempo, el ala derecha de los españoles es reprimida.
Sin embargo, los temibles tercios hacen valer su posición de defensa que les mereció el título de invencibles. Tres veces intenta D’Enghien atravesar la fortaleza humana, y tres veces es dispersado. Pero no hay muralla que haga parar a aquella fuerza jovial. Los españoles caen uno tras otro, hasta que Fontaine, valiente comandante de la famosa infantería, entrega su alma. En ese momento auge, los españoles izan la bandera blanca. Es el final de la batalla.
Del ejército español, 8.000 murieron, 7.000 fueron hechos prisioneros y el resto se dispersó en la huida, abandonando víveres, equipaje, decenas de estandartes, centenas de banderas y el noble bastón de mando de Melo, grabado con el nombre de sus victorias. Luis, duque D’Enghien, en ese instante se quita el sombrero y da gracias a Dios por la conquista.
Rocroi, un hito en la Historia
Con la victoria en Rocroi, salvó al reino de la posible invasión española, que sorprendería a Francia en el momento trágico de la muerte de Luis XIII.
Este episodio marcó tanto al país y a sus combatientes que, en otra batalla en 1648, cuando Luis —que ya ostentaba el título con el cual sería inmortalizado, Grand Condé— enfrentaba un ejército enemigo muy superior, en una maniobra desesperada simuló una retirada y, volviendo su memoria a aquel bendito 19 de mayo de 1643, reunió sus últimas fuerzas, dio media vuelta justo a tiempo y dijo: «¡Acordaos de Rocroi!».5 El osado gesto produjo una oleada de entusiasmo entre los soldados, dando un giro a la batalla y logrando una magnífica victoria más para Francia.
El genio de este héroe, si bien se haya lanzado en muchos peligros, lo hizo inmortal, pues la verdadera gloria nace cuando el alma sabe arrancar de sí —o mejor, obtener de Dios— la determinación necesaria para enfrentar las mayores dificultades. No es sin razón que Bossuet,6 en los homenajes fúnebres al gran comandante, citara las palabras del ángel a Gedeón: «El Señor esté contigo, valiente guerrero […]. Ve con esa fuerza tuya […]. Yo, el Señor, estaré contigo» (Jue 6, 12.14.16). ◊
Notas
1 HENRI ROBERT. Os grandes processos da História. Porto Alegre: Globo, 1961, t. IV, p. 54.
2 Ídem, p. 56.
3 Ídem, p. 59.
4 Cf. PALADILHE, Dominique. Le Grand Condé. Héros des guerres de Louis XIV. Paris: Pygmalion, 2008, p. 37.
5 HENRI ROBERT, op. cit., p. 67.
6 Cf. BOSSUET, Jacques-Bénigne. Oraison funèbre du Prince de Condé. In. MIGNE, J.-P. (Ed.). Collection intégrale et universelle des orateurs sacrés. Paris: Ateliers Catholiques du Petit-Montrouge, 1846, t. XXV, col. 1309.
Muy bueno el artículo del hermano Fabio Ricardo sobre Condé. Había oído decir que lo que le dio la victoria en la batalla de Rocroi -casi perdida para los franceses, fue un gesto que él tuvo lanzando su propio bastón de mariscal entre las filas enemigas y diciéndole a sus soldados que fueran a recogerlo.