Cuando el heroísmo venció a la frivolidad

María Antonieta, que fue fútil como princesa y frívola como reina, ante el oleaje de sangre que inundó Francia, se transformó de manera sorprendente. De la reina surgió una mártir y de la muñeca, una heroína.

Nacida en una de las familias más ilustres de Europa, la archiduquesa María Antonieta de Habsburgo armonizó desde temprana edad una majestad y una dulzura propias a conmover a las personas de su alrededor. Su madre, María Teresa, emperatriz de Austria, se esmeró todo lo posible en la educación de su hija con vistas a su porvenir. Sin embargo, pese a que un espléndido futuro le sonreía ya desde su cuna, difícilmente alguien, en aquella mitad del siglo XVIII, podría ser más superficial que ella.

Sí, la niña de rasgos graciosos y bien definidos, cuyos ojos de un azul cristalino cautivaban a todos, valiéndose de su encanto era capaz de imponer a los demás su propia voluntad, encontrando en ello un pretexto para evadir las obligaciones que el protocolo le imponía. Por esta razón, como narra el célebre escritor austriaco Stefan Zweig, «ya a la edad de 13 años, descubren en ella todo el peligro de ese carácter, que todo lo puede, pero que en verdad nada pretende ni quiere».1

Si hubiera crecido bajo los auspicios de su rigurosa madre, quizá se habría corregido. No obstante, su destino cambió rápidamente al comenzar los preparativos para la boda de la archiduquesa de Austria con el príncipe heredero y futuro rey de Francia, Luis, que sería el décimo sexto con este nombre.

La boda de María Antonieta

En 1769, Luis XV pidió oficialmente la mano de la joven de 14 años a la emperatriz, a fin de unirla a su nieto. Así, las dos casas más eminentes de Europa, los Habsburgos y los Borbones, se vincularían en una alianza de la cual podría nacer una nueva estirpe aún más gloriosa…

Una vez en territorio francés, la hija de María Teresa se encontró con aquel que habría de desposarla. El contraste llamaba la atención. Ella era ágil, dulce, cariñosa, bella; él, pesado, gélido y profundamente tímido. El joven Borbón no parecía muy comprometido en la nueva relación. Por cierto, en general, tan sólo le interesaban verdaderamente dos cosas: la caza y la buena mesa…

Luego del no tan romántico matrimonio, María Antonieta era presentada a la corte de Versalles.

La conquista de París

¿Qué pensarían un Alejandro Magno, un Julio César, un Atila o un Genghis Khan al ver a esa niña conquistando, a base de sonrisas, a los poderosos de un reino con mucha más desenvoltura que lo harían ellos a través del hierro, el fuego, la sangre, el sudor y las lágrimas?

A pesar de su propia inexperiencia y de las sutilezas de la vida de la corte, la princesa logró triunfar sin problemas en esa primera batalla. Sin embargo, la conquista de Francia aún no se había consumado, hacía falta marchar sobre la capital. Después de tres años de inexplicables retrasos, el 18 de junio de 1773, finalmente obtuvo permiso de Luis XV para visitar París.

Los carruajes reluciendo a pleno día, los vestidos de seda y los sombreros de tres picos sobre la peluca empolvada de los nobles anunciaban la pomposa llegada de la corte a la Ciudad de la Luz. El pueblo, admirado, no cesaba de exclamar.

Estando ya en el palacio de las Tullerías, María Antonieta sale a la ventana y se encuentra con tal muchedumbre que se sobresalta. Al ver la estupefacción de la princesa, el mariscal Brissac le gasta una broma típicamente francesa: «Mi señora, que su alteza el Delfín no se lo tome a mal, pero aquí hay doscientos mil parisinos enamorados de vuestra alteza».2

Pero María Antonieta no solamente conquistó París. La capital también la cautivó a ella, quizá demasiado…

El trono sin la reina

María Antonieta en 1769, poco antes de su matrimonio con el delfín, por Joseph Ducreux – Palacio de Versalles (Francia)

Repicaban las campanas anunciando la muerte del rey y la consecuente elevación al trono de Luis XVI. Podemos imaginarnos cómo, para María Antonieta, las mil y una obligaciones de la corte, ahora aún más exigentes por su condición de reina, sumadas a la indiferencia de su marido hacia ella, se presentaban como una carga insoportable.

Esta situación explica —aunque en absoluto lo justifica— todas las actitudes que aquella alma, poco habituada desde pequeña a la ascesis, empezó a adoptar. Escapadas nocturnas de Versalles para ir a los bailes parisinos, enmascarada, para no ser reconocida; prolongadas salidas hacia el Trianon, rico palacete rodeado de engalanados jardines, huertas y casas campestres, en el cual pasaba los días en costosas fiestas; y otras muchas diversiones frívolas. Tales excesos eran expuestos por la prensa, sin escrúpulos de inundar los relatos con pormenores tan obscenos como ficticios.

Los días trascurrían y con ellos, los años, las extravagancias, las mentiras. Si bien, el comportamiento de la reina no mejoraba en nada, hasta que un hecho vino a cambiarle la vida: el nacimiento de sus hijos.

El matrimonio tuvo cuatro descendientes, de los cuales dos fallecieron prematuramente antes de la Revolución. Esta profunda metamorfosis —provocada por su condición de madre— llevó a María Antonieta a dejar durante un tiempo los juegos joviales para dedicarse a los cuidados del embarazo y posteriormente a los deberes relacionados con la prole.

¿No sería el primer paso hacia una vida más ordenada y tranquila? Parece admisible; pero el destino no le concedió esa oportunidad: «En el momento en que se había sosegado el corazón de María Antonieta, el mundo amaneció inquieto».3

La reina sin el trono

Poco a poco, la popularidad de la reina fue menguando, no sólo por sus malos hábitos, que infelizmente volvieron a ser públicos, sino también porque sus súbditos querían verla como la responsable de la crisis financiera que azotaba a Francia.

Como si esto no bastara, una gota vino a añadirse a ese caldo a punto de rebosar: el llamado «caso del collar», un gigantesco malentendido, envuelto en mil y una deshonestidades y mentiras, que llevó a María Antonieta a pedirle a Luis XVI que ordenara apresar y juzgar públicamente al cardenal de Rohan.

Es difícil para nosotros, en pleno siglo XXI, imaginar el escándalo que suponía en aquella época que un monarca exigiera el encarcelamiento y el juicio de un príncipe de la Iglesia Católica. Y lo peor es que el reo fue declarado inocente, al menos de esa falta…

No obstante, como dijimos, eso fue una mera gota de agua. A los ojos de la opinión pública, el prestigio de la monarquía estaba muerto. Sólo faltaba un soplo para transformar el cadáver en polvo.

La familia real deja Versalles

El día 14 de julio de 1789, la toma de la Bastilla marcó el inicio de la sucesión de convulsiones sociales violentísimas —muy bien coordinadas, es cierto— a la cual la Historia le dio el nombre de Revolución francesa.

Pocos meses después, el 5 de octubre, una horda de mujeres, mezcladas con hombres disfrazados para garantizar el éxito de la agresiva operación, salieron de la capital rumbo a Versalles, a fin de llevar a la familia real a París. A partir de entonces, ésta tendría que residir en el viejo palacio de las Tullerías, en un mal disimulado régimen de prisión domiciliaria.

¡Qué diferencia entre esa situación y la vida de antaño! De las fiestas en el Trianon y de la agitación de los bailes, a la reclusión, el silencio, la sobriedad. En aquel ambiente, María Antonieta empezó a entender el lenguaje mudo del sufrimiento, encontró la calma que purifica, recoge y ordena. Allí, ella se reconoció y dio otro paso hacia una madurez tan y tan demorada.

La reina ideó planes de huida y de alianzas, pero todos fracasaron, ora por la indecisión por parte del rey, ora por falta de aliados. Sólo una cosa seguía trayéndole felicidad: la compañía de sus hijos. Por ellos, aún luchaba.

Con la ayuda de Fersen, un amigo fiel hasta el punto de arriesgar su vida para salvarla, planearon y ejecutaron el 20 de junio de 1791 la famosa fuga de Varennes, que se vio frustrada a última hora, cuando, por una serie de imprudencias de Luis XVI, se descubrió la verdadera identidad de los fugitivos.

De ahí en adelante, la agresividad y el terror sobre la familia real no hicieron más que aumentar, hasta desembocar en el episodio sangriento de la abolición de la monarquía.

El Temple

10 de agosto de 1792. Instigada sobre todo por Danton, una multitud invade las Tullerías y masacra a la guardia, con excesos de barbarie que el pudor nos impide narrarlos.4 Esas atrocidades inmortalizan con letras de sangre en las páginas de la Historia el día en que Luis XVI y María Antonieta dejan de ser reyes de Francia.

La familia tendría que trasladarse entonces al Temple, antiguo palacio de los templarios —de ahí su nombre— muy conocido por la reina que, en su juventud, iba a visitar al hermano del rey que vivía allí. No obstante, ya no existían las alegrías de las fiestas ni los ecos de los bailes, sino el barullo de los pasos de los soldados y de las burlonas canciones contra la monarquía.

La monotonía de aquel cautiverio era interrumpida además por otros ruidos, como el de la muchedumbre portando un nuevo trofeo, la cabeza de la princesa de Lamballe, para enseñársela a la reina. Le aconsejaron al rey que no permitiera que ella se acercara a la ventana, pero ni siquiera fue necesario: María Antonieta se desmayó nada más conocer la decapitación de su amiga.

Unos meses después, el 21 de enero de 1793, otra cabeza rodó y, junto con ella, una corona. Moría Luis XVI. En aquel día «la guillotina le había conferido a María Antonieta, que había sido archiduquesa de Austria, después delfina y luego reina de Francia, un nuevo título: Viuda Capeto».5

Pero todavía era poco. La Revolución quiso asestarle otro golpe: apartarla de su querido hijo, el delfín de Francia. Y como tutor del niño eligieron a un zapatero, llamado Simón, que se había mostrado extremadamente celoso por la causa de los rebeldes. Así, después de haberle arrancado la corona, los amigos, su esposo, también le quitaban a su hijo. ¿Qué más faltaba?

Finalmente, a las dos de la mañana llamaron a la puerta de su celda, le comunicaron que estaba siendo procesada por la Revolución y le exigieron el traslado a otra prisión, la Conciergerie, conocida como la «antecámara de la muerte». Mientras la reina vivía en ese horrible lugar, empezaron los interrogatorios.

Una muchedumbre invade las Tullerías y marca en las páginas de la Historia, con letras de sangre, el día que Luis XVI y María Antonieta dejaron de ser reyes de Francia
«Toma del palacio de las Tullerías», por Jean Duplessi-Bertaux – Palacio de Versalles (Francia)

Morir es una victoria

El 14 de octubre de 1793, la Viuda Capeto comparecía ante el tribunal. Ante sus acusadores nunca mostró gesto alguno que diera la impresión de nerviosismo. Como mucho, rasgueaba en su silla como si tocara un clavecín.

El jurado lanzaba acusaciones sin pruebas ni orden. No lograron nada, aparte de demostrar cómo aquel proceso era movido más bien por el odio ciego que por los valores tan pregonados por la Revolución: libertad, igualdad y fraternidad.

Hébert, la única cabeza pensante en medio de tanto fantoche, quiso entonces jugar su última carta, por la cual María Antonieta se vería sometida a un suplicio tal vez peor que la muerte: la acusó de cometer pecados escandalosos con su propio hijo. Sin embargo, la falsedad de esos ataques era tan llamativa, que no surtieron el efecto esperado. Se hizo el silencio. La reina no decía palabra.

Por fin, con la cabeza erguida y profundamente emocionada, redarguyó en un tono propio a las almas grandiosas: «Si no he respondido ha sido porque la naturaleza se rehúsa a contestar a semejante acusación dirigida a una madre. Apelo a todas las madres que puedan estar en esta sala».6 ¿Sería posible que una madre cometiera semejante abuso? Sus palabras estallaron como una bomba en las manos de Hébert. En aquel momento, la majestad de María Antonieta, aniquilada por horas de interrogatorio, hizo que una corriente de conmoción recorriera la sala y dejara a los promotores del proceso temerosos de perder el control.

Aun así, las acusaciones continuaron. Faltaban pruebas, es verdad, pero ¿qué importaba? La indagatoria sería la prueba… De modo que se votó su condenación sin más preámbulos. El 16 de octubre de 1793, la guillotina hizo que rodaran por el suelo aquellos rizos que, otrora dorados, habían encanecido de tanto dolor.

Este cambio, aunque sea tan sólo un detalle, sintetiza la existencia de María Antonieta. El sufrimiento le había conferido a la dama que lo había tenido todo en la vida, el único atributo que le faltaba: la venerabilidad.

La jovial reina de Francia, cuya sonrisa tuvo otrora los encantos de una felicidad sin nubes, sorbió con dignidad, altivez y resignación cristianas el cáliz de hiel que la Providencia le había reservado
María Antonieta con sus dos hijos, durante la invasión de las Tullerías – Museo de la Revolución francesa, Vizille (Francia)

Un precioso homenaje

No osamos omitir, al finalizar este artículo, algunas palabras del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, varón que supo admirar a María Antonieta con verdaderos arrebatos de entusiasmo, desde un prisma tan católico, que no dudó en escogerla como tema del primer discurso de su vida, pronunciado en una reunión de congregados marianos:

«En pleno derrumbe del edificio político y social de la monarquía de los Borbones, cuando todos sentían que el suelo se desmoronaba bajo sus pies, la alegre archiduquesa de Austria, la jovial reina de Francia, cuyo elegante porte recordaba a una estatuilla de Sèvres, y cuya sonrisa tenía los encantos de una felicidad sin nubes, bebía, con una dignidad, con una altivez y con una resignación cristiana admirables, los tragos amargos del inmenso cáliz de hiel con que la Divina Providencia había decidido glorificarla.

«Hay ciertas almas que sólo son grandes cuando sobre ellas soplan las ráfagas de la desgracia. María Antonieta, que fue fútil como princesa e imperdonablemente frívola en su vida de reina, ante el oleaje de sangre y miseria que inundó Francia, se transformó de manera sorprendente; y el historiador constata, tomado de respeto, que de la reina surgió una mártir y de la muñeca, una heroína».7 

 

Notas


1 ZWEIG, Stefan. «Maria Antonieta». In: Obras completas. Rio de Janeiro: Delta, 1953, v. VII, p. 14.

2 Ídem, p. 66.

3 Ídem, p. 147.

4 Para una descripción realista, conmovedora y, en cierto sentido, repugnante de lo que ocurrió ese día, véase: ESCANDE, Renaud (Dir.). Le livre noir de la Révolution Française. Paris: Du Cerf, 2008, pp. 53-64.

5 ZWEIG, op. cit., p. 386.

6 Ídem, p. 446.

7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Maria Antonieta, arquiduquesa d’Áustria, rainha de França e Viúva Capeto». In: Opera Omnia. Reedição de escritos, pronunciamentos e obras. São Paulo: Retornarei, 2008, v. I, p. 84.

 

1 COMENTARIO

  1. Es de agradecer el magnífico artículo de D. Fábio Ricardo Soares sobre la histórica figura de María Antonieta, pues nos hace ver cómo el dolor y el misterio de la cruz, en la trayectoria de esta reina, le hicieron cambiar su vida, llegando a ser heroína y mártir. El dolor nos lleva a una expiación, nos da sabiduría, es corrección y medio indispensable de santificación. En general, los hombres tenemos verdadero horror al sufrimiento, porque no sabemos que en la cruz hay salvación, en la cruz hay vida, en la cruz llega a haber paz y en la cruz está la perfección de la santidad. Sin todas las cruces que le sucedieron, María Antonieta nunca habría vencido aquella frivolidad y tendencia a lo mundano, ni tampoco habría bebido –como sabiamente dice el Dr. Plínio en el primer discurso de su vida–, con admirable resignación cristiana, los tragos amargos del inmenso cáliz de hiel con que la Divina Providencia habría decidido glorificarla.

    Fé Colao García
    Asturias – España

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