«Kintsugi» y el arte del perdón divino

En nada trasluce tan claramente la omnipotencia de Dios como en el acto de perdonar. He aquí el misterio de amor de un ser infinito y eterno que, al escuchar el gemido de un corazón contrito, realiza lo «imposible».

Estamos acostumbrados a lo desechable, a lo práctico, a lo efímero; además, vivimos en una sociedad que, en consecuencia, cada vez es más enemiga de lo pulcro, de lo elevado, de lo perenne. Así pues, quizá nos sea difícil entender una forma del arte oriental: el kintsugi, cuyo objetivo es restaurar objetos destrozados de manera a sublimarlo, afirmando con ello que de los fragmentos resultantes de un desastre supuestamente irreparable puede surgir algo superior.

La historia del kintsugi —del japonés, carpintería de oro— se remonta a finales del siglo XV, cuando el sogún Ashikaga Yoshimasa envió a China dos de sus tazas favoritas para que las repararan. Las piezas de porcelana volvieron arregladas, pero con algunas grapas de metal que les daba una apariencia rústica y desagradable. Descontento, decidió encargar la empresa a artesanos japoneses.

Tan magníficos fueron los resultados obtenidos por esos artistas que, según se dice, muchos aristócratas orientales llegaron a romper de propósito preciosas piezas de porcelana para que fueran reparadas por ellos. Nacía así una técnica de restauración de cerámica que se convertiría en arte y atravesaría los siglos.

Dicha técnica consiste en unir las piezas rotas con laca urushi —procedente de la resina del árbol del mismo nombre— espolvoreada con oro, plata o platino. Para aplicar la laca se usa un pincel de kebo o makizutsu. Al final del proceso la pieza presentará su forma original, pero estará repleta de cicatrices brillantes.

Al reflexionar sobre esta tradición, notamos que parece que existe una serie de realidades metafísicas que a ciertas naciones paganas le ha sido dado intuir con mayor acuidad que a las del Occidente cristiano, con vista, sin duda, a prepararlas para que en determinado momento acojan la verdad revelada. De hecho, es admirable que exista en el Lejano Oriente un pueblo suficientemente contemplativo y transcendente, dotado de un preclaro don de metáforas, para percibir en esa forma de restauración un reflejo de lo que sucede con el hombre en el orden moral y fundar una escuela artesanal que perdura hasta nuestros días.

Cicatrices de un guerrero

En el kintsugi relucen varios principios superiores. Especialmente destellante es el de la belleza de las cicatrices, algo intuitivo para una sociedad militarizada y dotada de sumo sentido del honor, que durante siglos tuvo como más alto modelo la figura arquetípica del samurái, guerrero intrépido y dispuesto a sacrificarlo todo por su señor.

El auténtico combatiente nunca se avergüenza de las marcas de la guerra. Lo que para una estética superficial puede ser repulsivo adquiere una elevada pulcritud, de dimensión transcendente, al ser analizada desde la perspectiva del valor metafísico del sufrimiento en pro de un sublime ideal.

Sin embargo, en el kintsugi está representado algo aún más elevado, que toca en el Altísimo.

El divino Artesano

Comúnmente se representa a Dios como un artesano que modela un jarrón de arcilla, imagen de cada ser humano. Al ser absoluta la destreza del Artista, el buen resultado de su obra depende, en este caso, de la docilidad del barro en dejarse moldear.

Podemos imaginar a ese divino Artesano manoseando la más vil materia prima y produciendo una refinada pieza de porcelana, adornada con bellas figuras dibujadas por hábiles pinceladas de esmaltes paradisíacos. Se trata de una vasija inigualable, ¡una obra de arte!

Supongamos ahora que ese magnífico jarrón tenga voluntad propia y decida arrojarse al suelo, haciéndose añicos… Pues bien, es exactamente lo que el hombre hace, trabajado por la gracia desde el día de su bautismo, cuando decide destruir la obra del Creador en su alma y — por un capricho o para satisfacer sus pasiones— abraza el pecado.

¿Cómo se reconstruye un jarrón reducido a fragmentos, hasta el punto de confundirse con el polvo?

Jarrón japonés de la era Meiji

Omnipotencia del perdón divino

En nada trasluce tan claramente la omnipotencia de Dios como en el acto de perdonar. He aquí el misterio de amor de un ser infinito y eterno que, al escuchar el gemido de un corazón contrito que se humilla y pide perdón, realiza lo «imposible».

Infinitamente más precioso que el oro, la sangre del Redentor actúa como una sacrosanta «resina» que une los pedazos del pobre jarrón y no sólo lo restaura, sino que le confiera un nuevo brillo.

El alma restaurada por el perdón divino conserva cicatrices, pero éstas serán su gloria y alegría por toda la eternidad, pues refulgirán como la inconfundible luz de quien mucho amó porque mucho le ha sido perdonado (cf. Lc 7, 47).

Por lo tanto, es absurdo desanimarse y perder la paz cuando nos sentimos miserables, aunque hayamos cometido por infidelidad un pecado mortal. Tan magnífica resulta la obra realizada por Dios al derramar su perdón que, como la de los artesanos japoneses, supera su estado original. De ahí se entiende el comentario tantas veces repetido por Mons. João Scognamiglio Clá Días en sus predicaciones: si por absurdo pudiéramos pecar sin ofender a Dios, ¡cómo desearíamos hacerlo sólo para recibir su perdón!

Esta verdad nos debe llenar de ánimo invencible, sobre todo al considerar que, cuando se trata de restaurar por entero un alma, Dios confía tal obra a la divina Artesana, María Santísima. Amparo y refugio de los pecadores, Ella aplica el oro de su misericordia incluso sobre aquellos que ni siquiera saben pedir perdón y, para ello, tan sólo impone una condición: que se abandonen en sus manos maternales. 

 

4 COMENTARIOS

  1. Muy profundo! El Señor es Misericordioso…
    Nuestra Señora es la que nos consuela y conduce a los brazos del Señor a los corazones arrepentidos y deseosos del Perdón Divino.

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