Jonatán – Docilidad a las inspiraciones del Señor

Para Dios es indiferente que promueva el triunfo del bien a través de muchos hombres o de uno solo; lo que importa es que sus elegidos sean dóciles a las inspiraciones de la gracia.

Al recorrer los anales de la Historia Sagrada, muchas veces nos encontramos con hazañas extraordinarias que superan la comprensión humana. ¿Quién podría explicar, por ejemplo, el profético atrevimiento de Jacob al enfrentarse durante una noche entera al ángel del Señor a fin de obtener su bendición? ¿O quién cuestionaría la sagaz osadía de Judit, que, sin ayuda de nadie, le cortó la cabeza al terrible Holofernes y liberó a Israel de las manos de los asirios?

Si estos antiguos héroes vivieran en nuestros días, quizá algunas mentes prácticas los tacharían de imprudentes. Sin embargo, a las almas elegidas y llenas de fe, Dios les inspira a menudo actitudes que a primera vista parecen temerarias, pero que son santamente eficaces para la promoción de su gloria y la confusión de los malos. Lo cierto es que sus ejemplos, consignados en los textos inspirados, pueden aportarnos útiles enseñanzas cuando se adaptan a las realidades actuales.

Consideremos, pues, uno de esos elocuentes y desconocidos episodios narrados en la Sagrada Escritura.

Sin armas ni combatientes

Tras entrar en la tierra prometida, los israelitas fueron gobernados directamente por Dios, en la persona de los jueces y los profetas, durante mucho tiempo. No obstante, en cierto momento, deseando igualarse a otras naciones, reivindicaron un rey. Bajo inspiración divina, el profeta Samuel ungió como soberano a Saúl, un benjamita, que, lamentablemente, enseguida se distanció del Señor, desobedeciendo sus leyes y preceptos.

Ahora bien, durante su reinado, el pueblo elegido se vio en grave aprieto: Jonatán, hijo de Saúl y valiente guerrero, destruyó la guarnición filistea de Guibeá, provocando el odio hacia los hebreos. Los filisteos se unieron «para luchar contra Israel: treinta mil carros, seis mil jinetes y una tropa numerosa como la arena de la orilla del mar» (1 Sam 13, 5), mientras que sólo había seiscientos judíos listos para la batalla, ya que muchos «se escondieron en cuevas, agujeros, roquedales, fosas y cisternas» (1 Sam 13, 6), temblando de miedo.

Además de la enorme desproporción entre los ejércitos, había otro obstáculo: «No se encontraba un herrero en todo el territorio de Israel, porque los filisteos habían decidido que los hebreos no fabricaran espadas ni lanzas. […] El día del combate no se encontró más espada ni lanza en mano de toda la tropa que la de Saúl y la de su hijo Jonatán» (1 Sam 13, 19.22).

Sin espadas, sin hombres y bajo el mando de un rey pecador: ésa era la difícil situación de los hebreos…

Una osada incursión

Cierto día Jonatán, movido por una inspiración divina, le dijo a su escudero (cf. 1 Sam 14):

—Hagamos una incursión en el campamento filisteo que está al otro lado.

Y sin avisar a su padre, Saúl, se dirigió hacia una posición junto a unas altas y escarpadas rocas, con el fin de alcanzar la guarnición enemiga. El pueblo tampoco se enteró de que Jonatán se había ido.

Al llegar al desfiladero, le dijo a su escudero:

—Anda, pasemos hasta la guarnición de esos incircuncisos. Tal vez el Señor actúe en favor nuestro. Pues no le es difícil dar la victoria con muchos o con pocos.

El soldado, fiel a su señor y a la voz de Dios, le respondió:

—Obra en todo según tu corazón. Adelántate, que estoy contigo, según tu deseo.

Jonatán, entonces, pidió una señal al Altísimo e hizo la siguiente proposición:

—Vamos a pasar hacia esos hombres y nos dejaremos ver por ellos. Si nos dicen: «Deteneos hasta que lleguemos junto a vosotros», nos quedaremos donde estamos y no subiremos hasta ellos. Pero si nos dicen: «Subid hacia nosotros», subiremos, pues el Señor los ha entregado en nuestras manos. Esta será nuestra señal.

Acto seguido, los valientes guerreros se insinuaron a sus oponentes, quienes gritaron:

—¡Los hebreos salen de los escondrijos donde se habían escondido! Subid hasta nosotros para que os enseñemos una cosa.

Lleno de entusiasmo, Jonatán comprendió la señal enviada por Dios y dijo a su escudero:

—Sígueme, porque el Señor los ha entregado en manos de Israel.

Jonatán atravesó impetuosamente las rocas y alcanzó a los filisteos, que caían uno tras otro ante él, siendo rematados por su escudero que lo seguía.

Por medio de una inspiración, que a ojos humanos podría parecer imprudencia, «el Señor salvó aquel día a Israel»
Jonatán en batalla, por J. Fouquet

El terror de Dios se extendió por la tierra

Al ver el alboroto causado por Jonatán, «cundió el pánico en el campamento, en el campo y en toda la gente. Se sobresaltaron también la guarnición y la fuerza de choque. El país se estremeció y sobrevino un terror de parte de Dios» (1 Sam 14, 15).

Saúl, que permanecía en el campamento, ignoraba lo que estaba pasando. Enseguida, los centinelas vieron una multitud de fugitivos dispersándose por todas partes. Entonces pasaron revista y constataron la ausencia de Jonatán y su escudero. Mientras tanto, el tumulto no hacía más que aumentar en el campamento de los filisteos, donde la espada de cada uno se volvía contra el otro.

Los israelitas, antes fugitivos, al oír que sus adversarios huían, salieron a hostigarlos. Por medio de una profunda inspiración, que a ojos humanos podría parecer una gran imprudencia, «el Señor salvó aquel día a Israel» (1 Sam 14, 23).

El arco de Jonatán nunca se volvió atrás

Jonatán se nos presenta como un símbolo de fe y generosidad en el Antiguo Testamento.

Fuerte y audaz en la batalla —porque ponía toda su confianza en el auxilio del Señor Dios de los ejércitos—, dotado de capacidad de mando y estimado por el pueblo (cf. 1 Sam 14, 45), era el pretendiente perfecto al trono de Israel tras la muerte de Saúl. Sin embargo, no dudó en ceder, en un gesto de profunda admiración, su lugar al ungido del Señor, David, «a quien amaba como a sí mismo» (1 Sam 18, 3): «Tú reinarás sobre Israel y yo seré tu segundo» (1 Sam 23, 17).

David lo apreciaba tanto que, más tarde, cuando se enteró de su muerte en el campo de batalla, compuso un hermoso cántico en su honor, enalteciendo incluso —por consideración a Jonatán— la figura de Saúl, a pesar de que éste había desobedecido a Dios:

«La flor de Israel herida en tus alturas. Cómo han caído los héroes. Que no se cuente en Gat, que no se pregone en las calles de Ascalón, para que no se alegren las hijas de los filisteos, para que no salten de gozo las hijas de los incircuncisos.

»Montes de Gelboé, no haya en vosotros ni rocío ni lluvia, ni campos feraces. Porque allí ha sido manchado el escudo de los héroes […]. El arco de Jonatán no se volvió nunca atrás, ni la espada de Saúl regresó vacía. Saúl y Jonatán, amables y gratos en su vida, inseparables en su muerte, más veloces que águilas, más valientes que leones. […]

»Cómo han caído los héroes en medio del combate. Jonatán, herido en tus alturas. Estoy apenado por ti, Jonatán, hermano mío. Me eras gratísimo, tu amistad me resultaba más dulce que el amor de mujeres. Cómo han caído los héroes. Han perecido las armas de combate» (2 Sam 1, 19-27).

Pidamos al valiente Jonatán que nos asista en todas las batallas de la vida y nos obtenga la gracia de imitar su santa osadía, su admiración y profunda humildad, su entera docilidad a la voz de Dios en nuestras almas. ◊

 

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