Acerquémonos a la Eucaristía y pidamos la intercesión de María Santísima para adorar a su divino Hijo como Él debe ser adorado. Amémoslo como Ella lo amó cuando lo llevaba en su seno virginal.
—¡Ah!… Eso no me lo creo.
—Bueno, pues te estoy diciendo la verdad. ¡Ven conmigo y lo verás!
Estos dos amigos se dirigieron a la plaza de la ciudad y pudieron ver entonces el extraordinario acontecimiento que allí estaba teniendo lugar.
Desafiado por un incrédulo
Nos encontramos en Rímini, en pleno siglo XIII, en una época conturbada en la que las herejías provocaban divisiones e intrigas. Cierto hombre llamado Bonvillo osó negar ante San Antonio de Padua la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo las especies del pan y del vino en el sacramento del altar.
El santo predicador, sin titubear, inquirió al incrédulo con el que discutía diciéndole: «Si tu mula adorara al verdadero cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas, ¿creerías en la verdad del Sacramento de Dios?».
¡Un cuadrúpedo! Qué disparate el tomar por juez a semejante animal en una disputa teológica, pensarían algunos en nuestros días… No obstante, en aquella época los hombres creían en Dios, por más que muchos no lo respetaran o incluso lo ofendieran. Sobre todo, las personas escuchaban atentas las palabras de un santo taumaturgo, como el que allí se encontraba.
Intrigado, le respondió el hombre: «Durante dos días dejaré en ayunas a mi mula y al tercero yo mismo la llevaré a la plaza pública. En un lado colocaré un excelente forraje y en el otro tú te pondrás con la hostia que dices que contiene el cuerpo de Cristo. Si el animal ignora la avena y se arrodilla ante la hostia, confesaré de buena gana también yo, con la boca y con el corazón, la verdad del sacramento eucarístico»1.
La mula se arrodilla en adoración
Por inspiración del Espíritu Santo y lleno de sabiduría y discernimiento, San Antonio aceptó la propuesta.
Dos días estuvo la mula sin probar bocado y al tercero fue llevada a una plaza abarrotada de gente.
Con el codiciado forraje en un lado y en el otro la prenda de nuestra Redención conducida por las manos de San Antonio, el animal se dirigió solemnemente hacia el cuerpo adorable de Jesús y se arrodilló a los pies del predicador. Y sólo concluyó este signo de adoración a las sagradas especies cuando el sacerdote le ordenó que se levantara.
Un milagro más era realizado en la historia de la Iglesia, demostrando la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Gracias a este prodigio, el hereje se convirtió y la multitud que asistía se llenó de piadoso temor, estupefacta al ver a una tosca bestia manifestar tal respeto y adoración al Santísimo Sacramento.
Misterio que supera la razón
«Lo que no comprendes y no ves, una fe viva lo atestigua, fuera de todo el orden de la naturaleza»2. Así describe Santo Tomás de Aquino, con poética inspiración, ese misterio que supera la razón, acerca al hombre a lo sobrenatural y lo hace participar de la felicidad celestial ya en esta tierra.
No obstante, para tener fe en tal misterio es necesario, ante todo, aproximarse a ese sacramento, beneficiándose de sus efectos. Aunque no lo vemos con los ojos del cuerpo, al entrar en contacto con Jesús eucarístico es seguro que Él nos hará verlo de algún modo con los ojos del alma.
Dejémonos asumir por la presencia de aquel que nos ama infinitamente y que nos desea sólo el bien. La gracia nos hará comprender cómo Él es accesible y cómo depende de nosotros que sea manifestado ese amor.
¡Dios quiere ser respetado!
Si a todo hombre le gusta ser bien tratado, ¿qué decir del Creador del universo, que humildemente se esconde bajo las especies eucarísticas? Si mostramos un respeto filial por aquellos que nos engendraron, ¿no debemos tenerlo aún más para con aquel que nos creó, sacándonos de la nada?
Por amor, Dios se hizo alimento que nos posee y transforma en sagrarios divinos. Nos dio la vida divina y la alegría de tenerlo presente en la Santísima Eucaristía, y a cambio desea ser amado y respetado en ese augusto sacramento.
El primer paso para darle todo el honor, la gloria y adoración debidos es creer que Jesús está ahí tan presente como lo estaba otrora recorriendo las calles de Jerusalén y Cafarnaún predicando, perdonando y realizando milagros.
¡Cuántas iglesias han sido erigidas para adorarlo! ¡Cuántos himnos, cánticos y oraciones de devoción a su misterio eucarístico compuestos a lo largo de los siglos! ¡Cuántos milagros, curaciones y liberaciones obradas a través de su presencia real! ¡Cuántas y cuántas gracias silenciosas, profundas y transformadoras infundidas al recibir y adorar el «Pan de los ángeles»!
Ante tantos beneficios, ¿por qué dudar?
Pidamos la intercesión de María Santísima para adorar a su divino Hijo como Él debe ser adorado. Amémosle como Ella lo amó cuando lo llevaba en su seno virginal. Deseemos ser, como la Madre de Dios, sagrarios purísimos en los cuales la presencia de Dios se haga especialmente sensible en los momentos de dificultad y prueba. Seamos, en fin, un ostensorio vivo en el cual Cristo sea respetado, glorificado y adorado por aquellos que se acercan a nosotros. ◊
Notas