Intervenciones divinas en la existencia humana

El Señor de la Historia no es indiferente ante el atropello de los prepotentes, que se creen los únicos árbitros de las vicisitudes humanas: Dios humilla hasta el polvo a los que desafían al Cielo con su soberbia.

El salmo que se acaba de cantar es la primera parte de una composición que comprende también el salmo siguiente —el 147— y que en el original hebreo ha conservado su unidad. En la antigua traducción griega y en la latina el canto fue dividido en dos salmos distintos.

El salmo comienza con una invitación a alabar a Dios; luego enumera una larga lista de motivos para la alabanza, todos ellos expresados en presente. Se trata de actividades de Dios consideradas como características y siempre actuales; sin embargo, son de muy diversos tipos: algunas atañen a las intervenciones de Dios en la existencia humana (cf. Sal 146, 3.6.11) y en particular en favor de Jerusalén y de Israel (cf. v. 2); otras se refieren a toda la creación (cf. v. 4) y más especialmente a la tierra, con su vegetación, y a los animales (cf. vv. 8-9).

Cuando explica, al final, en quiénes se complace el Señor, el salmo nos invita a una actitud doble: de temor religioso y de confianza (cf. v. 11). No estamos abandonados a nosotros mismos o a las energías cósmicas, sino que nos encontramos siempre en las manos del Señor para su proyecto de salvación.

Bondadoso Padre de los humildes, severo Juez de los soberbios

Después de la festiva invitación a la alabanza (cf. v. 1), el salmo se desarrolla en dos movimientos poéticos y espirituales. En el primero (cf. vv. 2-6) se introduce ante todo la acción histórica de Dios, con la imagen de un constructor que está reconstruyendo Jerusalén, la cual ha recuperado la vida tras el destierro de Babilonia (cf. v. 2). Pero este gran artífice, que es el Señor, se muestra también como un padre que desea sanar las heridas interiores y físicas presentes en su pueblo humillado y oprimido (cf. v. 3).

Demos la palabra a San Agustín, el cual, en la Exposición sobre el salmo 146, que pronunció en Cartago en el año 412, comentando la frase: «El Señor sana los corazones destrozados», explicaba: «El que no destroza el corazón no es sanado. […] ¿Quiénes son los que destrozan el corazón? Los humildes. ¿Y los que no lo destrozan? Los soberbios. En cualquier caso, el corazón destrozado es sanado, y el corazón hinchado de orgullo es humillado. Más aún, probablemente, si es humillado es precisamente para que, una vez destrozado, pueda ser enderezado y así pueda ser curado. […] “Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. […] En otras palabras, sana a los humildes de corazón, a los que confiesan sus culpas, a los que hacen penitencia, a los que se juzgan con severidad para poder experimentar su misericordia. Es a esos a quienes sana. Con todo, la salud perfecta sólo se logrará al final del actual estado mortal, cuando nuestro ser corruptible se haya revestido de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se haya revestido de inmortalidad».

Ahora bien, la obra de Dios no se manifiesta solamente sanando a su pueblo de sus sufrimientos. Él, que rodea de ternura y solicitud a los pobres, se presenta como juez severo con respecto a los malvados (cf. v. 6). El Señor de la Historia no es indiferente ante el atropello de los prepotentes, que se creen los únicos árbitros de las vicisitudes humanas: Dios humilla hasta el polvo a los que desafían al Cielo con su soberbia (cf. 1 Sam 2, 7-8; Lc 1, 51-53).

Señorío sobre la Historia y sobre la Creación

Con todo, la acción de Dios no se agota en su señorío sobre la Historia; Él es igualmente el Rey de la Creación; el universo entero responde a su llamada de Creador. Él no sólo puede contar el inmenso número de las estrellas; también es capaz de dar a cada una de ellas un nombre, definiendo así su naturaleza y sus características (cf. Sal 146, 4).

Ya el profeta Isaías cantaba: «Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha creado los astros? El que hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella la llama por su nombre» (40, 26). Así pues, los «ejércitos» del Señor son las estrellas. El profeta Baruc proseguía así: «Brillan los astros en su puesto de guardia llenos de alegría; los llama Él y dicen: “¡Aquí estamos!”, y brillan alegres para su Hacedor» (3, 34-35).

Después de una nueva invitación, gozosa, a la alabanza (cf. Sal 146, 7), comienza el segundo movimiento del salmo 146 (cf. vv. 7-11). Se refiere también a la acción creadora de Dios en el cosmos. En un paisaje a menudo árido como el oriental, el primer signo de amor divino es la lluvia, que fecunda la tierra (cf. v. 8). De este modo el Creador prepara una mesa para los animales. Más aún, se preocupa de dar alimento también a los pequeños seres vivos, como las crías de cuervo que graznan de hambre (cf. v. 9). Jesús nos invitará a mirar «las aves del cielo: no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26; cf. también Lc 12, 24, que alude explícitamente a los «cuervos»).

El Señor defiende a quien en Él espera

Pero, una vez más, la atención se desplaza de la Creación a la existencia humana. Así, el salmo concluye mostrando al Señor que se inclina sobre los justos y humildes (cf. Sal 146, 10-11), como ya se había declarado en la primera parte del himno (cf. v. 6).

Mediante dos símbolos de poder, el caballo y los jarretes del hombre, se delinea la actitud divina que no se deja conquistar o atemorizar por la fuerza. Una vez más, la lógica del Señor ignora el orgullo y la arrogancia del poder, y se pone de parte de sus fieles, de los que «confían en su misericordia» (v. 11), o sea, de los que abandonan en manos de Dios sus obras y sus pensamientos, sus proyectos y su misma vida diaria.

Entre estos debe situarse también el orante, fundando su esperanza en la misericordia del Señor, con la certeza de que se verá envuelto por el manto del amor divino: «Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar su vida de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. […] Con Él se alegra nuestro corazón; confiamos en su santo nombre» (Sal 32, 18-19.21). 

SAN JUAN PABLO II.
Audiencia general, 23/7/2003.

 

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