Tras milenios bajo el yugo del pecado original, la humanidad anhelaba una renovación. Por medio de una nueva Eva, María Santísima, nació el Redentor de la primera culpa, Jesús, el nuevo Adán, para restaurar al hombre viejo.
Semejante auge no era consecuencia de una primavera del pueblo elegido. Al contrario, se vivía bajo la férula de los fariseos, los cuales, apegados a las tradiciones de los antiguos, habían subvertido los mandamientos (cf. Mt 15, 2-3) hasta invalidarlos (cf. Mc 7, 13), como lo denuncia el divino Maestro. En realidad, el Señor increpa sobre todo la hipocresía y el rígido formalismo de los fariseos, así como una especie de «miedo a lo nuevo». Ante esto, el Apóstol de las gentes enseñará que es necesario «recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 10) a fin de que Él sea «todo, y en todos» (Col 3, 11), conservando las legítimas tradiciones (cf. 2 Tes 2, 15).
De hecho, no existe una contradicción intrínseca entre tradición y actualidad, entre lo nuevo y lo antiguo. Importa siempre «la renovación de la mente» para que sepamos «discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12, 2), sin dejar de considerar los días remotos ni las edades pretéritas (cf. Dt 32, 7).
Ya en la Iglesia primitiva, el martirio se manifiesta como una «gracia nueva»: nunca se había visto a tantos entregar su propia vida con tal amor, por un ideal y por una Persona, Cristo. Más tarde, sobre las ruinas del Imperio romano, santos como Columbano y Benito de Nursia reedificaron la civilización occidental. Por inspiración de este último, floreció en el siglo x el monasterio de Cluny, fuente de un nuevo renacimiento medieval.
En el siglo xiii, apogeo de la escolástica y del recién formado estilo gótico, despuntaron santos como Tomás de Aquino y Buenaventura, con una nueva manera de hacer teología e incluso de predicar —el llamado sermo modernus—, que no se dirigía únicamente a los religiosos, sino a todo el pueblo de Dios.
Más tarde, en medio de la Revolución protestante del siglo xvi, la Providencia no deja de restaurar su Iglesia con santos ilustres, como Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús y Felipe Neri. Y se podrían mencionar muchos ejemplos más.
Considerado esto, cabe preguntarse: ¿la Iglesia, entonces, siempre necesita modernizarse? Respondamos con Plinio Corrêa de Oliveira: «Si por “moderno” se entiende todo lo que es contemporáneo, sólo un estúpido puede condenar en bloque las cosas modernas sólo porque son modernas. Pero si por “moderno” entendemos las innumerables y triunfantes manifestaciones de cierto espíritu materialista, nivelador y pagano que ha llegado hoy a su paroxismo, entonces estamos en contra de todo lo que es moderno, en bloque y por principio» (Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año IV. N.º 39 [mar, 1954]; p. 7).
Luego, ¿cómo proceder, ora ante la tentación farisaica, ora ante el canto de sirena modernista? Basta mencionar que ninguna solución surgirá de las ideologías de moda. «Si se observan fielmente los mandamientos de Dios, si se honran las cosas sagradas, si es frecuente el uso de los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana, […] ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se instaure en Cristo» (SAN PÍO X. E supremi). Por lo tanto, la Iglesia será siempre nueva en la medida en que, paradójicamente, fuera siempre antigua. Después de todo, la experiencia pastoral no nos muestra otra cosa: esa armonía entre tradición y futuro es la que atrae a las ovejas del «pequeño rebaño» (Lc 12, 32) hacia su único y verdadero redil. ◊