Hablaba siempre por Dios y de Dios

Cuando [San Nicolás de Tolentino] subía al púlpito, la sola vista de su rostro angelical y austero cautivaba el auditorio, dominándolo de tal suerte, que todos permanecían profundamente recogidos, silenciosos y como pendientes de sus labios. […]

El poder de su elocuencia era tal, que se podía dar por moralmente segura la conversión de un pecador desde el momento en que se le pudiera reducir a escuchar al siervo de Dios; así como segura podía juzgarse la vuelta de los desgraciados herejes a la verdadera fe; siéndoles imposible resistir a sus acentos de fuego, que les hacían acudir en tropel a renunciar a su vida licenciosa y falsas creencias. […]

El amor a Dios, a la Iglesia y a las almas, el odio a la maldad eran las únicas pasiones de esta gran alma. Olvidado de sí mismo, despreciando la gloria del mundo y buscando tan sólo la de Dios, Nicolás no se inquietaba por los juicios de los hombres. Ni las calumnias, ni las injurias, ni las amenazas eran capaces de intimidarlo ni detenerlo: cumplía su deber sin temor de ningún género, y flagelaba públicamente el vicio y la herejía. Hablando siempre por Dios y de Dios, a él no le intimidaban ni el mundo ni el infierno.

TONNA-BARTHET, OSA, Antonino M.
«Vida de San Nicolás de Tolentino».
Madrid: Gregorio del Amo, 1901, pp. 113-115.

 

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