Pocos relatos resultan tan fascinantes como los que narran las misteriosas relaciones entre Creador y criatura, sobre todo cuando manifiestan la sublime paternidad divina, dispuesta a todo para salvar al hijo pecador.
Tales descripciones, sin embargo, se vuelven más admirables cuando en ellas está presente —discreta, pero acogedora e insistente— la figura augusta y maternal de aquella que, siendo Madre de Dios, también es Madre de los hombres: María Santísima. Entran en escena una santa persecución, en la cual la Señora de las misericordias se convierte en perseguidora, y el hijo descarriado, por muy esquivo que se revele, en el blanco de su rebosante afecto.
Todo esto lo encontramos en una historia iniciada el 25 de agosto de 1835.
El despuntar de una vocación
Hijo de una piadosa familia de la región francesa de Auvernia, Gabriel-Antoine Mossier era sin duda un alma dilecta. Cuando tenía alrededor de 12 años fue matriculado en Billom, un renombrado colegio jesuita cuyo origen data del siglo XV. En este centro de enseñanza conoció a otro joven de su edad, Víctor Bosdure, con quien entabló una fraternal relación, que duraría hasta el final de sus vidas.
Como era costumbre en los colegios de la Compañía de aquellos tiempos, al comienzo del año escolar se les predicaba a los alumnos un retiro, siempre ocasión de innumerables gracias. Terminado el recogimiento, mientras conversaban acerca de las mociones interiores recibidas, los dos amigos decidieron exponer un pensamiento que ya no conseguían guardar: ¡qué querían ser de mayores!
Impulsados, no obstante, por el gusto a lo secreto que suele constatarse en las almas pueriles, para no revelarlo de inmediato y, al mismo tiempo, garantizar que un día pudieran conocerlo, acordaron escribir sus planes en sendas notas y esconderlas en un agujero de la pared. Las dejarían allí hasta que un día, de vuelta a Billom, pudieran comprobar su elección.
Ahora bien, como era previsible en muchachos poco habituados aún a las largas esperas, apenas hubieron guardado los papelitos, se dispusieron enseguida a recogerlos, abrirlos y leer su contenido.
En el de Víctor estaba escrito: «Seré misionero». En cuanto al de Gabriel, no revelaremos ahora su tenor; dejemos que el tiempo y la historia lo hagan por nosotros.
La carrera militar
Los años pasaron y con ellos la etapa colegial. Llegó el momento de la decisión, pero ésta, Mossier la había tomado hacía mucho tiempo.
Su ímpetu, su pasión ecuestre, su ardiente patriotismo y sus altas pretensiones sólo le podrían proporcionar un camino a seguir. Sin dudarlo, presentó a sus familiares su determinación a ingresar en el Ejército francés. Recibido el consentimiento, marchó para alistarse en el mismo cuerpo que, años antes, había visto desfilar en el campo de maniobras de Clermont: el Regimiento 3.º de dragones. Su rápida adaptación, acompañada de una gran alegría, parecía indicarle que había encontrado el lugar adecuado y que se dirigía hacia un futuro prometedor. Sin embargo, antes de que los primeros vientos del éxito inflaran las velas de aquella frágil embarcación, María Santísima le preparaba, maternal y amorosamente, una tempestad.
Cuando parecía que todo concurría para que el joven Gabriel fuera ascendido, cayó en cama sin fuerzas para proseguir su carrera. Había sido víctima de una epidemia de fiebre tifoidea y caminaba inexorablemente hacia la tumba. Avisada de esta noticia, su madre decidió acercarse al lecho de su hijo moribundo, a fin de rogarle a la Santísima Virgen que lo curara. Tan pronto como escuchó el santísimo nombre de María, el delirante Gabriel pareció revivir y, comenzando a mover los labios, se unió a las súplicas de su madre. Las oraciones de ambos fueron atendidas: en poco tiempo, ya se encontraba de nuevo con su vigor natural. No obstante, espiritualmente se vio todavía más fortalecido por la insigne prueba de desvelo y amparo maternales que la Reina del Cielo le había dispensado.
Pese a esa profundización en las relaciones con María, la principal meta de Mossier estaba muy lejos de lo que su Madre celestial le deseaba. El anhelo por subir, realizarse y ser un gran oficial constituía una idea fija que dominaba sus pensamientos y a la cual dedicaría todas sus fuerzas. De hecho, su ascenso no tardó en llegar…
En 1854, siete meses después de ingresar en el ejército, el joven de 19 años fue elevado a cabo, un rango humilde entre la tropa, pero con el que, al otorgarle los anhelados galones y el mando sobre unos pocos hombres, se dirigía en línea recta hacia tan ansiado objetivo.
En 1861, lo vemos radiante de entusiasmo y con ojos brillantes de contento vistiendo su nuevo uniforme de subteniente. ¡Por fin, ya era un oficial! ¿No ostentaría pronto el título del general más grande que Francia haya conocido jamás? Tal vez sí, aunque el futuro aún le reservaba muchas sorpresas.
Un amigo fiel
Tras su nombramiento, Gabriel Mossier resolvió pasar un tiempo en casa de su familia a fin de reponer las energías y amenizar su añoranza. Cierto día, le llegó una carta de su viejo, mas cuán estimado y fiel amigo, Víctor Bosdure, invitándole a la ceremonia en la que haría su profesión religiosa y se convertiría en carmelita. Evidentemente, el oficial aceptó comparecer.
Mossier se hospedó en el propio monasterio. Al llegar a su celda, inició inmediatamente una minuciosa revista. ¡Qué diferente se veía aquello! Una habitación pobre y casi sin amueblar albergaba en sus paredes algunas imágenes piadosas. En la cabecera de la cama, un gran Cristo de ojos tristes y dulces fijaba su mirada en el huésped. Debajo de éste vio una disciplina, bastante gastada, ciertamente olvidada por el buen monje que había ocupado el cuarto. El panorama de la vida religiosa se abría ante sus ojos: hermoso, pero duro; elevado, aunque exigiendo completa humildad; admirado por muchos, abrazado por pocos… Mientras se sumergía en estas consideraciones, un discreto «quién sabe» escapaba de sus labios.
A la mañana siguiente tuvo lugar la ceremonia. Entre tanto Víctor hacía su profesión los sentimientos traicionaban al soberbio oficial que, acordándose del episodio de Billom y de la fidelidad de su amigo a la gracia, no podía contener la emoción ante el bello ejemplo que se le presentaba. Desafortunadamente, sabía que no se podía decir lo mismo de él.
De todos modos, en 1867, Gabriel fue nombrado teniente. Más que nunca, estaba decidido a continuar su brillante carrera.
La guerra
¡Año 1870!, una fecha que marcaría la historia de Francia para siempre y, con ella, también la de nuestro oficial, ya que empezaba la terrible guerra franco-prusiana. La noticia salía al encuentro de sus más ardiente y fogosos deseos. ¡Para eso había nacido!
Durante la larga jornada que lo separaba del campo de batalla, muchos pensamientos asaltaban su mente. En primer lugar, claro está, los jubilosos anhelos que tenía acerca de la guerra. Sin embargo, otras cogitaciones —discretas, pero penetrantes— también le sobrevenían y pesaban en su conciencia. ¿No había podido constatar la misteriosa predilección que existía sobre él por parte de María Santísima? ¿Acaso no trazó otro destino para su vida cuando en Billom escribió aquella nota? ¿No era en otro sitio donde la Providencia lo estaba esperando?
Una visita al Cielo
Como todo cristiano, Gabriel sabía que con la muerte no se bromea. Por eso le rezaba a la Virgen para que le concediera la oportunidad de enmendarse de verdad, mediante el sacramento de la Confesión, antes de que llegara el momento del enfrentamiento.
En determinado momento de la extenuante marcha, su división tuvo que hacer una pausa para, además de recuperar fuerzas, informarse de la ruta que tenían que tomar, misión que quedó a cargo del teniente Mossier. Mientras interrogaba a los habitantes del lugar, se enteró de la existencia de un monasterio trapense en los alrededores. Era exactamente lo que estaba buscando. Después de presentarle al comandante la información que había obtenido, Gabriel le pidió permiso para pasar la noche, junto con otro soldado de su amistad y confianza, en la Trapa del Monte de los Olivos. Ambos se marcharon enseguida.
Recibidos por el padre hospedero, le solicitaron que los confesara, tras lo cual se retiraron a las celdas asignadas. ¡Ah, cuánta paz! A las dos de la madrugada se despertaron, no al toque de la corneta para emprender una nueva marcha, sino al sonido de las campanas, que invitaban a alabar al Señor. Acomodados en la iglesia, pudieron sentir la viva y profunda emoción de escuchar aquellos cánticos celestiales entonados por hombres que se semejaban a ángeles. ¡Aquello era la antecámara del Cielo!
Cuando dejaron el «paraíso terrenal» para volver al valle de lágrimas, recogidos y mudos, parecían como transformados. Rasgando el silencio, Gabriel le confió a su amigo que había oído una voz interior que lo llamaba a esa vida. Era el mismo timbre que, otrora, le había hablado al corazón en su primer retiro, el mismo que a los 12 años lo llevó a escribir en su nota: «Seré trapense». El tiempo había pasado, el niño había crecido, pero el llamamiento se mantenía. Esto no podía continuar así, concluiría el teniente de 35 años.
Con todo, el deber de luchar por Francia le haría prorrogar un poco más su entrega. El voto, no obstante, estaba hecho: si regresaba vivo de la guerra, se haría trapense.
El fin de la guerra
El Regimiento 3.º de dragones emprendió su ofensiva dejando tras de sí un reguero de valentía y sangre, a pesar de los resultados negativos que la campaña venía arrojando, hasta que en la mañana del 16 de agosto llegó el momento soñado por Mossier: acometer con una carga de caballería. En Gravelotte, se encontraron ante las tropas enemigas. Sable en mano, ahí estaba Gabriel que, al grito de «¡Viva Francia!», se lanzó con todo su furor sobre las filas prusianas.
Al final de la batalla, muchos oficiales estaban muertos, otros heridos; entre ellos, el teniente Mossier. No pasó mucho tiempo antes de que, de capitulación en capitulación, el ejército francés acabara teniendo que deponer las armas y marchar cautivo a Prusia. ¡Qué duro fue para nuestro joven el ver arruinados sus sueños!
Si bien que, tras largos meses prisionero, Gabriel volvió a Francia y en 1872 fue ascendido a capitán. Pese a su fracaso en la guerra, su carrera aún parecía muy prometedora. Pero… ¿y su voto?
La gran decisión
De lo alto del Cielo, la paciente Madre ya no podía esperar más por su extraviado hijo. ¡Iría definitivamente a su encuentro! Un día, el capitán Mossier se hallaba solo en su habitación cuando, de repente, le pareció oír la voz, dulce, suave y ya familiar, de la Santísima Virgen. Le decía, en el fondo de su alma: «He dejado pasar a Francia delante de mí, pero ha llegado mi hora. Me hiciste una promesa, empeñaste tu palabra de caballero, querías ser mío». Y concluía: «Todas tus esperanzas de revancha, de gloria, de ascenso, son vanos pretextos para ocultar tu cobardía».1
Cobardía… ¡De qué manera retumbó esto en su corazón! Mossier y cobarde eran dos términos que parecían irreconciliables. ¿No era él el audaz soldado que había luchado intrépidamente en la batalla de Gavelotte? ¿Cómo podía un oficial tan valiente reconocerse débil? Pobre Gabriel… No sabía aún que mucho más duro que derrotar a un enemigo en el campo de combate era vencerse a sí mismo en el altar de la santidad. Recibía ahora esta lección y, con todo cariño, pero también con mucho dolor, estaba dispuesto a aceptarla.
Se pasó la noche entera rezando para pedir fuerzas. Al día siguiente su vida era otra. Desvinculándose del mundo y de sus engañosas esperanzas, fue en busca de la Trapa más humilde de Francia. En poco tiempo ya la había encontrado: Chambarand.
Al ingresar en la Orden insistió en mantenerse como un simple monje sirviente, lejos de las glorias del sacerdocio, deseoso de vivir desconocido de todos, pero recordando siempre a aquella que nunca le había olvidado. Había muerto Gabriel-Antoine Mossier y nacía el Hno. Marie-Gabriel. Si por el orgullo se había hundido, por la humildad resurgía del lodo del pecado. Y, para ello, aplicaría toda su formación militar en la lucha contra el hombre viejo.
Finalmente, el 10 de abril de 1897 terminaba la peregrinación terrena de un alma que, perseguida por el amor materno de María, supo decir sí a la gracia, abandonarlo todo y seguir el llamamiento de Dios. Su fama de santidad ya se había extendido no sólo dentro del monasterio, sino por toda la región de Chambarand.
Si Gabriel Mossier abandonó el Ejército fue porque se supo llamado a unirse a la falange incomparablemente más gloriosa de los soldados de María, héroes de la virtud y conquistadores del Cielo. ◊
Notas
1 DU BOURG, Antoine. Du champ de bataille à la Trappe: le Frère Gabriel. Paris: Perrin, 1939, pp. 72-73.