Fe y ciencia, Iglesia y Estado

San Pío X

Hace cien años San Pío X analizaba con acuidad profética una peligrosa falacia: si la Iglesia nace de la conciencia religiosa de los individuos, debería plegarse ante la autoridad civil y hacer evolucionar sus dogmas al gusto de las vicisitudes de la Historia.

 

Habría sido un error común de las pasadas edades —según los modernistas— pensar que la autoridad de la Iglesia venía inmediatamente de Dios; y por eso le habría merecido, con razón, ser considerada una institución autocrática.

Tal creencia, no obstante, ya estaría anticuada, porque una vez que se reconoce, como hacen ellos, que la Iglesia nace de la colectividad de las conciencias, su autoridad emanaría de la misma fuente. Y si tanto la Iglesia como su autoridad están sujetas a la conciencia religiosa, cualquier forma de gobierno que menosprecie esta última debería ser, ipso facto, considerada tiránica.

Ese sentimiento de libertad ha alcanzado su pleno desarrollo en los tiempos actuales.

La conciencia pública ha optado, en el orden civil, por un régimen de gobierno popular. Pero la conciencia del hombre es una sola, como la vida es una sola. Luego la autoridad eclesiástica debería evitar suscitar y fomentar en los fieles un conflicto interno, al doblegarse a esas formas democráticas.

Tanto más cuanto que si no actúa así su ruina sería inminente. Pensar que puede haber un retroceso en el sentimiento de la libertad ahora dominante sería una locura. Reprimirlo y acorralarlo por la violencia supondría hacerlo estallar con más fuerza aún, y lo destruiría todo —la religión y la Iglesia— juntamente.

Todo ciudadano debería disfrutar de libertad completa

En base a esos raciocinios, los modernistas se entregan de lleno a buscar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.

La autoridad eclesiástica debería evitar suscitar y fomentar en los fieles un conflicto interno, al doblegarse a esas formas democráticas

Pero la Iglesia no debería entenderse amigablemente sólo con los que viven en su interior, sino también con los que viven fuera. Ella no está sola en el mundo: existen otras sociedades con las cuales no puede dejar de tratar y de comunicarse.

Así pues, convendría determinar los derechos y deberes de la Iglesia en orden a las sociedades civiles; pero tal definición únicamente puede proceder de la propia naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han descrito. […]

Antaño se podía subordinar lo temporal a lo espiritual; se podía hablar de cuestiones mixtas, en las que ella intervenía cual señora y reina, porque en aquella época se creía que la Iglesia había sido fundada directamente por Dios, como autor del orden sobrenatural.

Esa doctrina, sin embargo, ya no sería admitida por filósofos e historiadores. Hoy debería separarse la Iglesia del Estado; y el fiel del ciudadano. Y como ciudadano, todo católico tendría el derecho y el deber de hacer lo que creyera más oportuno para el bien de la patria, sin importarle la autoridad, los deseos, los consejos y las órdenes de la Iglesia, e incluso despreciando sus reprensiones.

Querer imponerle al ciudadano una norma de proceder bajo cualquier pretexto sería, por parte del poder eclesiástico, un verdadero abuso, que debe ser rechazado con toda energía. […]

Entonces, ¿para qué serviría la autoridad de la Iglesia?

Mas no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separado de la Iglesia. Así como la fe, en lo que llaman elementos fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así también la Iglesia debería someterse al Estado en las cosas temporales.

Tal vez no lo digan aún tan abiertamente, pero por la fuerza del raciocinio se ven obligados a aceptarlo. En efecto, admitido el dominio absoluto del Estado sobre todo lo que es temporal, los actos exteriores de cualquier fiel que no desee restringir su religión a meros actos internos recaen necesariamente bajo el dominio del Estado. Y aquí se incluye, por ejemplo, todo lo que se refiere a la administración y recepción de los sacramentos.

Admitido el dominio absoluto del Estado sobre todo lo que es temporal, los actos exteriores de cualquier fiel recaen necesariamente bajo el dominio del Estado

Entonces, ¿para qué serviría la autoridad eclesiástica? Sujeta en todo y por todo al poder civil en lo que se refiere a los actos externos, perdería su razón de ser.
Esa es la ineluctable consecuencia que lleva a muchos protestantes liberales a desembarazarse de todo culto externo, e incluso de cualquier sociedad religiosa, tratando de poner en boga una fe que etiquetaron de individual. Y si los modernistas no se lanzan ya claramente a esos extremos, insisten en que, por lo menos, se les deje llevar a la Iglesia hasta donde pretenden dirigirla amoldándola a las formas civiles.

La ley de la evolución, fundamento del «método histórico»

Si así piensan en cuanto a la autoridad disciplinar, más graves y perniciosas son todavía sus afirmaciones con relación a la autoridad doctrinal y dogmática. […]

Como, en resumidas cuentas, el magisterio no es más que un producto de las conciencias individuales y que solamente se le atribuye en su beneficio una función pública, síguese forzosamente que depende de esas conciencias. […] De modo que los modernistas tienen por principio general que, en una religión viva, nada existe que no sea mutable y que, por lo tanto, no deba variarse. Y, de este modo, abren el camino a una de sus principales doctrinas: la de la evolución. El dogma, la Iglesia, el culto, los Libros Sagrados y hasta la fe, si no son cosas muertas, deben sujetarse a las leyes de la evolución. […]

El principal estímulo para el desarrollo del culto sería, en consecuencia, la necesidad de adaptarse a las costumbres y a las tradiciones populares y de beneficiarse de la eficacia de ciertos actos que se hicieron habituales en la esfera temporal. La Iglesia encontraría la razón de su evolución, en último término, en la necesidad de adecuarse a las condiciones históricas y armonizarse con las formas del gobierno civil públicamente adoptadas.

Los modernistas tienen por principio general que, en una religión viva, nada existe que no sea mutable y que, por tanto, no deba variarse

Esto lo aplican los modernistas a todas las cosas, de ahí nuestro deseo, antes de seguir adelante, de advertir bien sobre esta doctrina de las necesidades o indigencias, pues ella es la base y fundamento no sólo de cuanto ya hemos visto, sino también del famoso método que ellos denominan histórico.

El progreso sería resultado de dos fuerzas contrapuestas

Continuando el análisis de esa doctrina de la evolución, debe además señalarse que, si bien las necesidades concretas sirvan de estímulo para la evolución, no son el único factor que actúa en el proceso. Si así sucede, la evolución traspasaría fácilmente los límites de la tradición y, arrancada, por tanto, de su primitivo principio vital, se encaminaría más bien a la ruina que al progreso.

Por lo que, si estudiamos más a fondo el raciocinio de los modernistas, se debería describir la evolución como el resultado de dos fuerzas que se combaten, una de las cuales pugna por el progreso y la otra por la conservación del estado actual.

La fuerza conservadora reside en la Iglesia y se contiene en la tradición. Estaría representada, tanto de derecho como de hecho, por la autoridad religiosa. De derecho, por ser propio de ella defender la tradición; de hecho, porque, al hallarse fuera de las contingencias de la vida, la autoridad no siente, o siente poco, los estímulos que inducen al progreso.

En sentido contrario, la fuerza que impele a avanzar como respuesta a las necesidades concretas residiría y actuaría en las conciencias individuales, sobre todo, en aquellas que, como dicen ellos, están más en contacto con la vida. […] Así, pues, si prestamos oídos a la doctrina y a las maquinaciones de los modernistas, nada habría estable o inmutable en la Iglesia.

Fragmentos de la encíclica
«Pascendi Dominici gregis», 8/9/1907.
Traducción: Heraldos del Evangelio.
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