El Antiguo Régimen, como se denominó al sistema político y social vigente en Francia en el período inmediatamente anterior a la Revolución de 1789, fue una época compleja. En él, toda la tradición forjada a lo largo de los siglos por la civilización cristiana convivía a menudo junto con los peores disparates oriundos del ya explosivo desenfreno de las pasiones, nacido del debilitamiento de la fe y de la corrupción de las costumbres.
Este conflicto, que se manifestaba en los usos de la sociedad, era un reflejo de los conflictos —no menos violentos y mucho más profundos— que agitaban las almas de aquella época y cuyo desenlace, pocos años después, serían las sangrientas convulsiones de la Revolución. Sólo así se comprende que, junto a un refinamiento inaudito en las relaciones sociales, encontremos en tal etapa histórica ejemplos de extravagancia que ni siquiera las excentricidades de hoy, en sus múltiples expresiones, logran superar.
Por citar sólo una, consideremos la figura de Rose Bertin, una dama de recursos modestos que, alrededor de 1774, se convirtió en la sombrerera oficial de la corte y ascendió socialmente gracias a sus notables dotes artísticas. Fue esta modista revolucionaria la responsable de realizar el arreglo capilar que el lector puede ver en la primera ilustración del presente artículo.

La extravagancia es evidente, incluso para los hábitos cada vez más carnavalescos que han invadido la vida social hodierna. La composición representa un enorme barco balanceándose en un increíble equilibrio sobre la cabeza de la pobre soberana que lo lleva. No solamente sus dimensiones, sino el propio tema elegido —una victoria francesa sobre la armada británica— son dignos de asombro, especialmente en el aparato social de una persona de tan noble condición. Ni una tarta nupcial comportaría semejante representación…

En la foto de abajo, el lector puede contemplar a Santa Catalina Labouré revestida del hábito religioso de las Hijas de la Caridad, instituto fundado por San Vicente de Paúl. Hoy en día, la cornette —una amplia cofia utilizada por esas religiosas— puede parecer insólita, pero enseguida despierta simpatía. En su blancura, parece abrirse como las alas de una paloma simbólica o como un luminoso halo de virginidad dentro del cual se esconde la vidente de las apariciones de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. No es de extrañar, pues, que hasta hoy circule la piadosa creencia de que fue intención del santo fundador representar, con la cornette, las alas de los ángeles…

En realidad, se trata de un magnífico ejemplo de cómo la Iglesia desea que brille la grandeza de la vocación religiosa, protegiendo a sus hijas mientras las muestra como modelo de virtud: desde su fundación en 1633, las Hijas de la Caridad adoptaron la hermosa cornette precisamente como un rasgo de humildad. De hecho, San Vicente de Paúl quiso que sus hijas espirituales vistieran a la manera de la clase media y trabajadora de su tiempo, y la cornette era característica de las campesinas de aquella región, Île-de-France. Bajo inspiración de la sabiduría de la Iglesia, fue estilizada por las religiosas y, al caer en desuso entre el pueblo, se convirtió en un signo distintivo de la orden.

Todo adorno femenino pretende realzar la belleza de quien lo luce. Sin embargo, el peinado naval de Rose Bertin parece orientado simplemente a llamar la atención. Cuanto más se manifiesta, más la extravagancia eclipsa la dignidad femenina y la personalidad de la que se deja llevar por ella. Por el contrario, en su radiante sencillez, la cornette de las Hijas de la Caridad es una verdadera osadía, hecha de humildad sin bajeza y cultivada por el altísimo concepto de fe de aquellas que ocultan su encanto natural bajo el holocausto de la vida religiosa. Cuanto más se esconden, más irradia de sus rostros la luz de Cristo, resaltando, en el género femenino, toda su auténtica dignidad. ◊