Soy inseparable de la Iglesia, sirvo de abrigo para preciosos objetos, oigo magníficas confidencias, colaboro en la promoción de solemnes ceremonias… Permítame que le cuente, yo misma, mi historia.
Cuando Jesús se ofreció a los suyos en una cena, el Jueves Santo, y los habitantes del Cielo bajaron a la tierra para asistir, estupefactos, a la institución del sacramento de la Eucaristía, prenda de la Resurrección, yo aún no existía, aunque estuviera siendo gestada en el corazón de las Santas Mujeres que acompañaban al Maestro (cf. Lc 23, 48-56).
Algunos apóstoles —pocos— de mí tuvieron ciertos vislumbres (cf. Lc 22, 8-12). Uno de ellos, el traidor, sin duda me juzgaría innecesaria, receloso quizá de que supusiera una carga económica para la bolsa común, pues normalmente los bienes terrenales que se acercan a las realidades celestiales son muy caros. Sin embargo, más que las monedas, exigen pertinacia y sufrimiento para ser edificados.
Simultáneamente a la expansión del cristianismo, aún en la soledad y en el silencio tan propios a toda obra radicada en sólidos fundamentos, yo hincaba mis estacas en terreno firme: en el alma de hombres santos, deseosos de decoro y llenos de amor por la Misa, ya muy conocida en el vasto Imperio romano, donde nací.
Atravesando los siglos
Cuando empezaron a levantarse mis paredes, Constantino ya había dado libertad de culto a los católicos. Mis ventanas, inicialmente pequeñas, con el paso de los siglos acabaron siendo marcadas por un arte más angélico que humano. Me volví esbelta. Había llegado a mi juventud y era muy hermosa.
En ese período histórico, Mons. Maurice De Sully1 me imaginó formando parte de un conjunto de belleza perfecta. No obstante, antes de estar edificada por completo, murió. Muchos siglos después un arquitecto llamado Viollet-le-Duc,2 al reconocer lo necesaria que yo era, me restauró a mi antiguo esplendor. Un contemporáneo suyo, Augustus Pugin,3 me concibió revestida de aderezos. Pero ellos también eran mortales y se fueron; sin embargo, yo continúo.
Otros difuntos me sirven de pavimento. Bajo mis pies están enterrados hombres virtuosos que lucharon por Dios en el anonimato, volviéndose tan gloriosos en el Cielo como de la gloria estuvieron alejados en este mundo. Hoy ellos me contemplan sonriendo desde la eternidad. Pero allí también yacen personajes famosos a los cuales, aunque hubieran sido brillantes a los ojos de los hombres, la justicia divina les reservó una suerte distinta.
A veces pude estar presente en concilios,4 ser testigo de acuerdos y juramentos, oír confidencias de almas deseosas de perfección, presenciar conversiones, registrar coloquios entre hombres de esta tierra y bienaventurados del Cielo. Numerosos son los que encontraron en mí un prenuncio de la Patria celestial…
He sido útil a lo largo de los siglos a occidentales y orientales, cuyas costumbres difieren mucho, y a todos fui provechosa. Soy, efectivamente, una atenta espectadora de la Historia.
Testigo de las intenciones de los corazones
Pero, infelizmente, cuando mis paredes de sólida albañilería estaban ya recamadas de broqueles, pinturas y finas decoraciones, empecé a notar en mi interior, a disgusto, ciertos cuchicheos, desavenencias y, por desgracia, conspiraciones. Los que así actuaban querían desfigurar la fisonomía de mi señora y eligieron, no sé por qué, mis dependencias para ello.
Aunque me indignaba albergar a extraños en mi recinto sagrado, sólo pude permanecer en silencio, a la espera de que alguien limpiara el polvo que envilecía mi hermosura y la pátina que obstruía la luz de mis ojos, los vitrales.
Mientras esto sucedía, preferí admirar los tesoros que me incumbieron custodiar. Los óleos que tengo son santos: han ungido desde agonizantes desconocidos hasta reyes y Papas. Las vestimentas que guardo son un bálsamo para la vista, además de ornato para el cuerpo. Mi interior está forrado del brillo precioso de los vasos sagrados. En virtud de estas riquezas soy tan famosa.
Preparando el acontecimiento más augusto del orbe
Sin embargo, mi labor es diaria: soy quien recibe a los convidados más importante para el Banquete y los provee de todo lo necesario. Los que estarán junto al soberano Anfitrión van a mi encuentro, anhelando participar de su dignidad y honor.
Después de estar adecuadamente vestidos, los invitados se congregan para rezar una oración, pues deben preparar dignamente su espíritu para ejercer su alto ministerio. Todos, en ese momento, hacen que sus miradas converjan en mi punto monárquico, la cruz. En efecto, ostento el Crucificado para recordar que la nobleza de mi recinto es fruto de un Redentor.
A parte de esto, una de mis paredes sustenta un instrumento que atrae a los ángeles y con el cual anuncio, diariamente, el acontecimiento más augusto del orbe: cuando mi campana toca, gritos de alerta y súplica son lanzados por la Iglesia militante a la Iglesia gloriosa. La Misa va a empezar.
Mientras tanto, todos se callan, hasta yo misma. Sólo puedo contemplar el cortejo que desfila… Mi función está cumplida, mi vocación, una vez más, brilla.
Partícipe de una promesa divina
Sin duda, soy escenario de dolores y glorias.
A lo largo de los siglos —tantas veces implacables en sepultar bellezas— he venido siendo visitada, contemplada y perfeccionada por varones que marcaron la Historia: Ambrosio, obispo de Milán; Gregorio, el Papa Magno; Bernardo, abad de Claraval; San Pío V, San Pío X y tantos otros.
Pero hoy estoy siendo menos frecuentada y por eso desvelo mi soledad.
Aun así, el aislamiento no me entristece. En los momentos de silencio, puedo rememorar un hecho evangélico que mis paredes retratan, mis vitrales hacen lucir, el sonido de mi campana no deja de recordar y mis utensilios no se olvidan de evocar: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del Infierno no la derrotará» (Mt 16, 18).
Siempre he creído en las divinas palabras dirigidas por Jesús al Dulce Cristo en la tierra. Siendo parte de la Iglesia, participo de algún modo de esa promesa de inmortalidad. Mientras las puertas del Infierno no prevalezcan sobre ella —cosa que jamás ocurrirá— estaré de su lado.
Soy perenne como la Iglesia, siempre estoy junto a ella, y a ella pertenezco y sirvo. Mi nombre es: ¡sacristía! ◊
Notas
1 Mons. Maurice de Sully (1120-1196). Obispo de París que inició la construcción de la catedral de Notre Dame.
2 Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879). Arquitecto francés, famoso por la restauración de la catedral de Notre Dame de París y otros edificios medievales.
3 Augustus Welby Northmore Pugin (1812-1852). Proyectó el edificio del Parlamento y numerosas iglesias, siguiendo un estilo neogótico bien característico.
4 Por ejemplo, el Concilio de Cartago, realizado en el año 419 en mis dependencias, en la basílica Fausti, en el cual estuvieron presentes doscientos diecisiete obispos (cf. RIGHETTI, Mario. Historia de la liturgia. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1955, v. I, p. 442).