«Teniente primero Louis Laforge, su obediencia, competencia y destreza en los entrenamientos y combates le han valido un ascenso. Tengo el honor de nombrarlo capitán de la Junta de Aviación de la Fuerza Aérea Francesa».
Corría el año de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Tal noticia era de gran consuelo para quien se encontraba en medio de numerosas batallas. Desde su ingreso en el Ejército, Louis deseaba servir por completo a lo que tanto amaba: su patria, cuna de reyes intrépidos y ejemplos de fe, como San Luis IX, y de campesinos aguerridos que, deseosos del triunfo de la fe católica, derramaron su sangre en las luchas de la Vendée.
El capitán Laforge poseía mucha experiencia. Servía en la Fuerza Aérea desde hacía dos décadas. Las tareas rutinarias las ejecutaba con los ojos cerrados: poner en marcha el avión, ajustar los blancos de tiro, comprobar la altitud y la reserva de combustible para el desplazamiento, verificar el funcionamiento de la aeronave, etc.
El 30 de abril, el nuevo capitán es llamado al despacho del mayor. Mientras se dirige allí, le vienen a la mente pensamientos como: «¿A qué misión me convocará el comandante? Siempre es muy sabio, seguramente habrá elegido que ataque el cuartel general enemigo, o bien una base secreta, o incluso…». A cada paso le surgía una nueva idea.
Entra en la oficina, saluda y permanece firme hasta que su superior le dé permiso para descansar.
—Le voy a conceder una recompensa por los nobles servicios prestados a nuestra compañía. Mañana llegará un subteniente; se llama Bernard-Jean y le ha sido asignado como auxiliar suyo. Mientras esté bajo sus órdenes, deberá instruirlo gradualmente en el arte de la guerra, a fin de que se convierta en un buen aviador, pues formará parte de nuestro equipo.
—Pero, mi mayor, llevo dos décadas sirviendo a la Aviación y nunca he necesitado un ayudante. Pienso que ahora tampoco es el momento de tener uno…
—Capitán Laforge, cuando ascendemos en los rangos de la oficialidad, todos nosotros, tanto expertos como novatos, precisamos de un asistente en los quehaceres comunes para poder dedicarnos a las tareas más importantes, para el bien del conjunto. Por mucho que aún no tenga la preparación suficiente, estoy seguro de que usted se beneficiará de esta convivencia y aprenderá nuevos principios con respecto al mando.
Sin osar plantear más objeciones, Louis saluda y acata la orden dada:
—¡Sí, señor!
—Se puede marchar.
A la mañana siguiente el capitán se dirige a la entrada de la base aérea, para encontrarse con su auxiliar. El joven oficial está esperando y con la mirada recorre todos los rincones en busca de su jefe inmediato. Louis se acerca y le dice:
—¿Es usted el subteniente Bernard-Jean?
—¡Sí, señor! ¡A sus órdenes! Listo para obedecerlo en lo que haga falta.
—Muy bien. Empezaremos en una hora.
El joven se va, se arregla rápidamente y regresa, ansioso, para cumplir con su deber. Cada día que pasa, aprende con más avidez todo lo que se le transmite y se esfuerza al máximo por ser un apoyo para su superior.
Tres semanas después, el mayor reunió a los oficiales y les anunció el próximo enfrentamiento:
—Ayer recibimos la orden de atacar un importante objetivo enemigo. Se utilizarán treinta aviones de caza, y otro de transporte para llevar municiones, víveres y suministros a la base aérea que nos servirá como plataforma de ataque. Ahora sigue la alineación de los comandantes: el coronel Romuald coordinará el grupo de…, el teniente primero Thomas estará al cargo de…
Y fue leyendo toda la lista. Por último, el mayor concluyó:
—El capitán Louis Laforge se encargará de las municiones y los víveres; el subteniente Bernard-Jean estará al servicio de Laforge en lo que necesite. Ahora reúnanse todos los comandantes conmigo; les daré detalles del plan.
«¡Caramba! —pensó consigo el capitán—, este muchacho ignorante va a entorpecer mi trabajo. Fíjate: porque siempre tengo que quedarme con él, ¡he acabado siendo asignado para una misión de quinta categoría! Podría estar en la vanguardia del ataque, pero he acabado en la intendencia… ¡De verdad que…!». Lamentos de esta clase poblaban su espíritu, aunque su comportamiento exterior era el de un perfecto soldado.
Al día siguiente, al rayar la aurora, todos subieron a sus respectivas aeronaves. El avión de Laforge aún estaba repostando, mientras el piloto ajustaba el asiento y hacía las comprobaciones necesarias.
—¿Les ha pedido usted a los mecánicos que revisaran las piezas vitales de la maquinaria? —preguntó su auxiliar.
—No hace falta. Antes de embarcar, yo mismo lo he verificado todo. Ajusté algunas cosas y comprobé, por mis años de experiencia, que podemos viajar con seguridad.
—Pero mi capitán, usted me ha enseñado que es bueno pedirle al técnico que revise el avión, para que así nos certifiquemos de que está todo en orden para el vuelo. Si hay algún problema, no seríamos nosotros únicamente los perjudicados, sino todo el ejército, que cuenta con el material que llevamos a bordo.
Louis, reacio a reconocer que había actuado mal, le respondió con impaciencia:
—Teniente. Si se queda más tranquilo con la inspección del mecánico, entonces llámelo. Pero dese prisa, porque falta poco para el despegue.
Bernard salió apresuradamente en busca del especialista, y en cinco minutos ambos ya estaban comprobando cada parte del avión. En este ínterin, Laforge decía para sus adentros: «Hum…¿Y si encuentran algún fallo? ¡Menuda vergüenza voy a pasar!». Enseguida el amor propio se impuso y concluyó: «¡No, hombre! ¡Tengo suficiente experiencia y he verificado que no hay ningún problema! Ni que ese chico me fuera a sorprender con algo errado. El que está aprendiendo es él, no yo; ¡venga ya!».
—¡Mi capitán! —gritó el mecánico.
—¿Qué sucede?
—Va a tener que atrasar su salida. Hay una hélice cuya juntura está defectuosa. ¡Vaya peligro, eh! Se podría haber desprendido durante el trayecto y hubiera acarreado graves consecuencias…
Tratando de ocultar su vergüenza y dignidad herida, Laforge accedió al arreglo.
Una vez completadas las reparaciones, Louis y Bernard-Jean se instalaron en la cabina para iniciar el despegue. Aquel era un momento que exigía del capitán valentía, pero no para levantar vuelo y dirigirse a la guerra, sino para vencer su propia soberbia y hacer un acto de humildad:
—Teniente Bernard-Jean —susurró.
—¡A sus órdenes, señor!
—Mire, tengo que agradecerle su ayuda, pues hoy he aprendido una lección que me ha faltado en estas dos décadas de servicio: nunca podemos querer abarcarlo todo sin el auxilio de quienes están bajo nuestro mando. A su manera, los jóvenes también son capaces de enseñarnos a los veteranos, siempre que exista una dedicada lealtad a su ideal. ¡Enhorabuena por su actuación, compañero! Y, ¡muchas gracias! ◊