La oración es intérprete de nuestros deseos ante Dios (cf. Suma Teológica, II-II, q. 83, a. 9). Sin embargo, ¿sería justo alimentar el anhelo de vernos libres de los sufrimientos de esta vida, permitidos por la Providencia para nuestro bien? ¿No deberían elevarse nuestras plegarias al trono de la Majestad divina sólo para que aceptemos la cruz con resignación? ¿O nos es lícito suplicar consuelo, curación y favores?
La devoción no consiste únicamente en ofrecerle a Dios la reverencia de nuestra entrega o en agradecerle los beneficios recibidos, sino también en expresarle nuestras necesidades con filial confianza: «No dirigimos nuestra oración a Dios para ganar su favor, sino para excitar en nosotros mismos confianza en la petición. Y, en efecto, tal confianza se excita principalmente al considerar esa caridad suya hacia nosotros con que quiere nuestro bien, y es el motivo por el que nosotros le llamamos “Padre nuestro”» (ad 5).
No debemos tener miedo de presentarle a Dios nuestros deseos y necesidades con confianza, pues participamos de la naturaleza divina por el don de la gracia santificante (2 Pe 1, 4) y somos hijos. Por lo tanto, no hay inconveniente en pedir alivio, acortamiento o eliminación de nuestros sufrimientos, si le rezamos de forma condicional y sumisa a su voluntad santísima.
Un ejemplo absoluto y perfectísimo de ese principio lo encontramos en el divino Maestro. Poco antes de su pasión, Jesús elevó al Cielo una conmovedora plegaria: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). He aquí la súplica del Hijo unigénito que no oculta su dolor, sino que desea, ante todo, cumplir el designio del Padre.
Como explica el Doctor Angélico, Cristo oró expresando su sensibilidad humana para instruirnos sobre tres cosas: «Primera, para demostrar que había asumido una naturaleza humana verdadera con todas sus inclinaciones naturales; segunda, para hacernos ver que al hombre le es lícito, conforme a sus sentimientos naturales, querer algo que Dios no quiere; tercera, para probar que el hombre debe subordinar sus propios deseos a la voluntad divina. Por eso dice Agustín: “Así Cristo, comportándose como hombre, manifestó su voluntad humana particular, al decir: ‘Pase de mí este cáliz’. Era su voluntad humana la que quería algo propio y como privado. Mas, porque quiere ser un hombre recto y dirigirse hacia Dios, añade: ‘Sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú’, como si dijera: Mírate en mí, porque puedes querer una cosa propia, aun cuando Dios quiera otra”». (III, q. 21, a. 2).
A la luz del ejemplo de Cristo en el huerto de los olivos, y en armonía con la doctrina tomista, Mons. João también enseña cuán legítimo es rogar a Dios para que nos libre del sufrimiento, si la petición se somete a la voluntad divina con amor y abandono: «Convenía que el Señor rezara para darme un ejemplo de oración perfecta, que debe ser humilde, filial, llena de confianza y perseverante. Había anunciado varias veces que lo matarían y resucitaría; por lo tanto, sabía bien que esa oración condicional no sería atendida. No obstante, la hizo para demostrar que es verdaderamente hombre y que le está permitido a la criatura humana expresar su dolor. ¡Qué magnífico ejemplo nos da Nuestro Señor Jesucristo! Así debo rezar: “Si es posible…”».1 ◊
Notas
1 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. Meditación. São Paulo, 16/10/1992.