Epifanía de la omnipotencia

Poder…, palabra que ha embriagado a tantos a lo largo de la historia, significando a menudo fuerza opresora o presuntamente justiciera, opuesta a la benevolencia o a la misericordia, fruto de la exacerbación de las pasiones desordenadas por el pecado original. ¡Cuán diferente es el dominio ejercido por el Altísimo! «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos —oráculo del Señor» (Is 55, 8). Él, que tiene todo el poder, lo manifiesta de un modo totalmente distinto al criterio de los hombres.

Santo Tomás dedica una cuestión entera de la Suma Teológica (cf. I, q. 21, a. 1-4) a esas dos virtudes —la justicia y la misericordia— en cuanto atributos de Dios y explica cómo ambas son armónicas, a pesar de aparentemente contradictorias, además de analizar cuál de ellas revela más la omnipotencia divina.

Nuestra concepción humana nos dificulta comprenderlas en su profundidad en las acciones divinas. A veces entendemos la misericordia emocionalmente: una tristeza por la miseria de los demás. Ahora bien, en Dios no hay tristeza. Por eso afirma el Doctor Angélico que esta virtud sólo debe atribuírsele a Él «como efecto, no como pasión», pues «entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto» (a. 3). La puede suprimir por la perfección de algún bien, ya que es el origen primero de toda bondad. De ahí la armonización entre ambas virtudes: «En cuanto a las perfecciones presentes en las cosas, concedidas por Dios proporcionalmente, esto pertenece a la justicia. […] Y en cuanto a las perfecciones dadas a las cosas por Dios y que destierran algún defecto, esto pertenece a la misericordia» (a. 3).

Así pues, al obrar misericordiosamente, no significa que «no actúa contra sino por encima de la justicia. […] Queda claro, así, que la misericordia no anula la justicia, sino que es como la plenitud de la justicia» (a. 3, ad 2). Más aún, «la obra de la justicia divina presupone la obra de misericordia, y en ella se funda» (a. 4), porque en ella radica cualquier obra del Creador.

En efecto, «algunas obras son atribuidas a la justicia y otras a la misericordia, porque en algunas aparece con más relevancia la justicia; en otras, la misericordia», como es el caso del juicio de las almas impenitentes. «Sin embargo, en los condenados aparece la misericordia no porque les quite totalmente el castigo, sino porque se lo alivia, ya que no los castiga como merecen» (a. 4, ad 1).

No obstante, cuando la gracia toca al pecador, ese doble aspecto puede acentuarse aún más. Esto es lo que dice el Aquinate, en palabras de San Anselmo: «Al castigar a los malos eres justo, pues lo merecen; al perdonarlos, eres justo, porque así es tu bondad» (a. 1, ad 3). Y sólo Dios tiene tal poder de perdón: «En la justificación del pecador aparece la justicia, pues quita la culpa por amor, el mismo amor que infunde misericordiosamente» (a. 4, ad 1).

De este modo, queda claro que «la omnipotencia de Dios se manifiesta en grado sumo perdonando y apiadándose, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonando libremente los pecados: […] porque perdonando y apiadándose los conduce [a los hombres] a la participación del bien infinito, que es el máximo efecto del poder divino» (q. 25, a. 3, ad 3).

He aquí, pues, la epifanía de la omnipotencia del Altísimo: ¡la misericordia! ◊

 

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