El tejido social perfecto

La familia auténticamente católica, tal como existió ampliamente en la Edad Media, y la red de relaciones individuales vivificada por la observancia de los diez mandamientos generan el tejido social perfecto.

La cellula mater del tejido social orgánico es la familia. Tiene, propiamente hablando, la plenitud de la organicidad, y a causa de la irradiación de su calor, de su aliento, cierta organicidad se comunica al resto de la sociedad. Por cierto, esta organicidad de la familia y el conjunto del trato de unas personas con las otras según los mandamientos de la ley de Dios, es decir, la caridad recíproca, son los elementos que constituyen la organicidad de la sociedad.

Cuando me refiero a la familia, evidentemente no hablo de la familia deteriorada como se presenta hoy, sino de la familia ideal, que no es una quimera, pues existió en gran medida en la Edad Media, aunque con los defectos inherentes al ser humano.

El vínculo familiar, en una familia normal, se establece mediante una serie de tendencias instintivas que son orgánicas por excelencia, ya que resultan del propio organismo humano. Existen afinidades entre padres, hijos y hermanos que derivan de temperamentos y modos de ser análogos, los cuales surgen en gran medida de circunstancias biológicas, étnicas, hereditarias, y que forman semejanzas muy valiosas por dos razones: primero, porque son muy íntimas; segundo, porque diferencian mucho esa unidad familiar de las demás. De esta manera, cada familia constituye un pequeño mundo distinto de las otras familias. Exagerando un poco, podríamos decir que cada familia tiene una cultura y una civilización propias.

De pequeño, al visitar las casas de familias que no estaban emparentadas con la mía, tenía la impresión de estar haciendo un viaje a otro mundo, pues notaba disimilitudes en algunos aspectos, minúsculas a los ojos de un adulto, aunque enormes a los ojos de un muchacho. Los niños no entienden, pero relacionan instintivamente las singularidades que notan en esa familia y se dan cuenta de manera implícita de que esas características provienen de una raíz psicológica común, que en su familia se manifiesta de una forma y en cada una de las demás familias, de otra. En los caseríos de una ciudad, cada residencia corresponde a una familia y tiene su particularidad, que se aprecia hasta en lo culinario.

Visitando a otra familia

Consideremos dos hogares absolutamente del mismo nivel social, de familias que se estiman y se relacionan entre sí. Un niño perteneciente a la familia «A» va a comer por primera vez en la residencia de la familia «B». Incluso puede suceder, no necesariamente así, que le digan:

—Veo que tienes apetito, pero aguanta un poco porque lo mejor está por llegar: un pavo preparado por la propia ama de casa, ¡y es una delicia!

El niño enseguida piensa en un pavo idéntico al que come en su casa. Llega el plato y le parece completamente diferente. Lo prueba, a ver si es tan rico como lo pintan, pero no considera que lo sea, porque no es igual al pavo de su casa.

De ahí surge una especie de rechazo hacia esa familia: «¡Qué gente más rara, fíjate lo que entienden por un pavo bien hecho! ¡Qué cosa tan extraña! Un pavo no es eso, se prepara de otra manera…».

Vamos a suponer que mientras está jugando con tierra se ensucia las manos y tiene que lavárselas. Junto al lavabo hay un jabón enteramente distinto del que utiliza en su casa. Puede ser incluso un jabón muy superior, por ejemplo, de la marca inglesa Pears, en forma de bola negra. Sin embargo, el niño está acostumbrado a un jabón brasileño rosa o azul clarito, y piensa: «¡Vaya!, tengo que lavarme las manos con esta bola negra. ¡Qué gente más rara! Su pavo y su jabón son diferentes… Y durante la comida estaba uno de los primos, considerado muy divertido, contando chistes que no tenían ni pizca de gracia. Dios me libre de volver a la casa de esta familia».

Cada familia constituye un pequeño mundo distinto, con características que provienen de una raíz psicológica común y que forman un todo propio
«Jugando a la escuela», de Harry Brooker

Cambio de impresiones entre iguales

El niño regresa a su casa y la madre le pregunta:

—¿Cómo te ha ido en casa de Fulano?

El chico mira a su madre e instintivamente se da cuenta de que no le dará la mínima importancia a los rasgos diferenciales que ha visto; así que no le cuenta sus impresiones y responde de una manera muy vaga:

—Ha ido muy bien…

Como diciendo: «No me preguntes por qué no quiero contártelo».

El muchacho está almacenando impresiones propias que únicamente transmitirá a personas de su edad. Cuando se queda a solas con sus hermanos, les dice:

—¡No os podéis imaginar cómo es su casa! Es así, hay tal cosa…

—Pero eso no tiene nada de raro —contesta su hermano mayor.

Sus hermanos mayores dan una opinión un poco más cercana a la de sus padres; por lo tanto, son más abiertos. En cambio, sus hermanos más pequeños son «fundamentalistas» y uno de ellos afirma:

—¡Qué horror! Cuando haya un cumpleaños allí, no iré. ¡Dios me libre de meterme en ese sitio!

Pasan los meses y se celebra otro cumpleaños en la residencia de la familia «B». La madre de la familia «A» les dice a sus hijos:

—Hoy iréis todos allí.

Respuesta de uno de los más jóvenes:

—Mamá, yo no puedo; tengo que hacer los deberes.

—Los haces por la noche, cuando vuelvas.

Otro dice:

—Yo tampoco puedo; no me encuentro muy bien.

—Vale. Dime qué sientes, te doy una medicina y se te pasará el malestar.

Con cierta dificultad logra convencer a sus hijos para que vayan a la residencia de esa familia.

Pero, de repente, la madre cambia de parecer y todos van a la casa de un pariente suyo, que aún no conocen, del cual piensan que se halla en un nivel intermedio entre la casa del pavo raro y su residencia.

Similitudes y disimilitudes

Llega también un momento de la vida en el que el niño entra en crisis con su propia familia y empieza a juzgarla aburrida, se avergüenza de sus padres, piensa que la familia del otro es prodigiosa y a veces establece amistades brillantes con alguien de la otra familia y queda como un apóstata de su propia familia, que se ha metido en la casa de los otros.

Estas similitudes y disimilitudes provocan actitudes instintivas, nacidas de apetencias e inapetencias oriundas de lo íntimo de su ser.

Estoy describiendo el fenómeno sólo por alto, porque es mucho más profundo; entran en juego muchas otras personas, como los profesores e incluso el sacerdote de la parroquia.

Se trata de un universo hecho de organicidad, que se forma a partir de disimilitudes, que, cuando entran en orden, están dotadas de originalidades propias, fecundas, interesantes, creativas. Pero también con similitudes ultraunitivas, ultracreadoras de afinidad, que pueden hacer que un conjunto de familias provenientes de un clan originario constituya un mundo y sea una fuerza en la sociedad.

La organicidad se encuentra, de abajo arriba, ante todo, en esos impulsos medio hereditarios, medio genéticos, medio étnicos; pero, después, está en los fenómenos del alma y en la lucha de la gracia contra el demonio dentro de la persona. Se forma entonces un cuadro complejísimo y riquísimo.

Ahora bien, el mundo de relaciones basadas en esos datos constituye el tejido social.

El analogado primario de las demás relaciones

¿Qué relación tiene esto con el resto no familiar de la sociedad?

Cuando un individuo vive intensamente la vida familiar, comprende de una manera profunda e instintiva que, o traslada a otras relaciones el carácter de la vida de familia, o las demás relaciones serán falsas.

Se tiende, pues, a extender la vida de familia a todos los otros sentimientos benévolos que se pueden tener hacia las personas. Cuando se es amigo, se tiende a convertirlo en pariente, por el lado favorito, afectivo. Cuando se es colega, por ejemplo, dos médicos que trabajan juntos porque tienen especialidades complementarias, se tiende a convertir esa colaboración en amistad, y ésta en una relación fraterna. Cuando se tiene un maestro, se ve inclinado a tratarlo como a un padre; y cuando se es maestro, se tiende a convertir al discípulo también en hijo. La relación familiar se vuelve una especie de analogado primario de las demás relaciones.

Cuando un individuo vive intensamente la vida familiar, comprende que debe trasladar a otras relaciones el carácter de la vida de familia
El Dr. Plinio en 1986

Esto coloca a la amistad en una situación muy importante en la vida de las personas, porque tener auténticos amigos es tener amigos de vida y de muerte, lo cual sólo es posible cuando existe, de hecho, verdadero afecto. Y no posee tal afección quien no tiene originariamente en la familia una fuente de afecto muy grande.

Algunos ejemplos

De ahí viene el hecho de que ciertas asociaciones se denominen fraternidades, y en el lenguaje interno sus miembros se llamen entre sí hermanos. Por ejemplo, Hermandad del Santísimo Sacramento. Es una tradición de la penetración del ambiente familiar en todos los demás ámbitos.

De donde se desprende que las asociaciones profesionales así organizadas no tienen la frialdad de un sindicato, constituido más en función de intereses que de la amistad. El pobre miserable que vive solamente pendiente de sus intereses económicos no entiende que ha perdido uno de los mayores intereses de la vida: el afecto.

El antiguo derecho sajón de Alemania, en la época en que los alemanes eran bárbaros, establecía como ley la obligación de que cada sajón tuviera con relación a otro de su raza ciertas disposiciones interiores. Lo cual es algo imposible de imponerse como ley, pues no se puede obligar a alguien a tener una disposición interior. Mas se ve que unos observaban en los otros si el comportamiento exterior correspondía al cumplimiento de esta prescripción. Y cuando no correspondía, llegaba el castigo.

Así pues, la primera de todas las leyes era: amor al prójimo, demostrado por la lealtad. Si había alguna forma de deslealtad, se castigaba de determinada manera prescrita en la ley.

Naturalmente, hay algo de barbarie y de sabiduría asociadas en eso, pero corresponde al trasfondo religioso de la idea que tengo del tejido social.

El elemento vivificante del tejido social

El tejido social se alimenta o se constituye de una particular red de relaciones individuales en las que el elemento vivificante, como la sangre para el organismo, es la observancia de los diez mandamientos y la doctrina católica. Esto genera el tejido social perfecto.

Con respecto a la lealtad, por ejemplo, aún en tiempos de mi abuelo había en Brasil situaciones en las que era inconcebible que dos hombres hicieran negocios entre ellos por escrito, porque demostraba que uno no confiaba en el otro.

Un hombre, pongamos por caso, compraba una hacienda a plazos. El propietario recibía una parte del pago, pero estaba obligado a cuidar de la hacienda mientras todavía estuviera en sus manos. ¿Cómo se hacía el trato? Cada cual se arrancaba un cabello de la barba y se lo daba al otro. Nada más.

Como la barba era símbolo de respetabilidad, acercarse a un hombre y decirle: «¡Mire, aquí tiene el cabello de su barba como prueba!», significaba crear una situación en la que él no sería tan mezquino como para, ante su propia barba, no avergonzarse. Y la barba servía así de garantía.

Supongo que los antiguos obispos de São Paulo compraban y vendían sin dar documentos. Porque Mons. Duarte Leopoldo e Silva, el arzobispo más antiguo que conocí, tenía la siguiente costumbre. La curia de São Paulo poseía muchos inmuebles y, a veces compraba, a veces vendía alguno. Por exigencia de los bancos, Mons. Duarte tenía que firmar documentos, pero lo hacía poniendo simplemente una pequeña cruz y una «D.» sobre el sello. Decía que iba contra el honor del arzobispo poner su nombre completo. Y aun así escribía eso porque los bancos se lo exigían, mas antes no escribía nada, bastaba su palabra de arzobispo.

Consideren unas almas convencidas de la sabiduría y de la santidad de los mandamientos, y que se han moldeado enteramente de esa manera, que se conocen y se entrelazan bien: forman un tejido social perfecto. El punto de partida es la familia, pero la verdadera vida es la vida sobrenatural de la gracia.

¿Puede existir una sociedad orgánica de malos y entre paganos?

Surge la pregunta: ¿sería posible una sociedad orgánica de gente mala?

Durante un tiempo, sí, aunque sería efímera. Es decir, cuando existe la tradición de, sintiendo lo mismo, forjar una amistad, los primeros delincuentes que aparecen se hacen amigos también por el mismo proceso. Y si bien son enemigos de aquellos a quienes quieren perjudicar, porque anhelan quitarles su dinero, tienen hábitos de buena conducta en otros puntos. Son restos del tejido social que aún no está completamente podrido.

Consideren unas almas convencidas de la sabiduría y de la santidad de los mandamientos, y que se han moldeado enteramente de esa manera, que se conocen y se entrelazan bien: forman un tejido social perfecto.
«Oración antes de la cosecha», de Félix de Vigne – Museo de Bellas Artes de Gante (Bélgica)

Se plantea, ahora, otra cuestión: ¿sería posible una sociedad orgánica entre paganos?

Conviene hacer una distinción. Una sociedad auténtica y duraderamente orgánica, lo dudo. Una sociedad más o menos orgánica, tal vez llegaran a constituirla. El régimen feudal de ciertos pueblos orientales, por ejemplo, era feroz, a diferencia del feudalismo católico, mas podía tener el esqueleto de una sociedad feudal.

Lo que me parece fundamental del asunto es reconocer que eso duraría poco, porque acabaría en un enfrentamiento de unos contra otros.

Alguien podría objetar: «Pero, Dr. Plinio, pareciera que usted sustenta la tesis de algunos herejes según la cual el hombre sólo es capaz de hacer el mal. Ahora bien, existen ciertas virtudes naturales que el hombre puede practicar sin el auxilio de la gracia, y usted parece negarlo al decir que fuera de la Iglesia no existe ningún bien».

Hablamos de realidades diferentes. Puede haber un hombre excepcional, que, sin ser consciente de esta cuestión, practique cierto bien. Sin embargo, practicar el bien integral sin conocer la doctrina católica y sin la gracia de Dios no es posible. ◊

Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XVIII.
N.º 209 (ago, 2015), pp. 18-23.

 

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