Es bien conocido el empeño mostrado por los potentados de todos los tiempos en la construcción de monumentos grandiosos, en su afán por legar a la posteridad un recuerdo imperecedero de sus hazañas. Para ello mueven elevados contingentes humanos y no denotan parsimonia con los tesoros de sus arcas, hasta concluir un nuevo coloso capaz de atravesar generaciones haciéndose eco de las gestas en las que fueron protagonistas.
Pirámides, arcos triunfales y anfiteatros se levantaron con ese propósito en los siglos del paganismo, mientras que el insuperable esplendor de la cristiandad inspiró con fines más altos construcciones como la Sainte-Chapelle de París, el monasterio de El Escorial o el castillo de Chambord. Sin embargo, aunque la costumbre de erigir edificios está más difundida, el pasado también nos dejó verdaderas joyas donde se emplearon técnicas muy diversas para alcanzar el mismo objetivo.
Un nuevo arte para decorar los recintos sagrados
En los albores del primer milenio de la era cristiana se volvió habitual decorar iglesias y catedrales con grandes tejidos bordados, una variación de las pinturas murales y mosaicos tradicionalmente empleados hasta entonces. Escenas del Evangelio comenzaron a relucir en magníficas urdimbres gracias al elevado número de damas nobles hábiles en el uso de la aguja, dispuestas a comandar grupos de bordadoras en trabajos de mayor envergadura. Papas, obispos, abades, reinas y duquesas se convirtieron en amantes del nuevo arte, fomentando su desarrollo en los recintos sagrados confiados a su jurisdicción o influencia.
En adelante, la ejecución de motivos sacros se generalizaría y evolucionaría hacia representaciones complejas, compuestas por varias escenas, personajes y ambientes que retrataban historias completas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Se apreciaba en esto el florecimiento de una tendencia de la época, reflejada también en los vitrales, que avanzaba hacia prodigiosas narraciones con fines didácticos para mostrarles a los iletrados lo que no podían aprender en los escasos y carísimos libros.
En este contexto de fecunda creatividad es cuando los bordados acabaron rebasando el ámbito religioso para retratar los acontecimientos más notables del momento, tanto de carácter social como militar. Así nacía una obra maestra única en el mundo por su extraordinaria importancia histórica, su imponente tamaño y su fascinante riqueza de detalles, sorprendentemente bien conservada hasta nuestros días: el tapiz de Bayeux, también conocido como el tapiz de la reina Matilde.
Narración completa de una epopeya
El extenso tejido de lino de casi setenta metros de longitud se convirtió en un libro en blanco sui géneris, preparado para contener la narración completa de una epopeya cuyas consecuencias fueron decisivas para la configuración del Occidente tal y como lo conocemos hoy. Bayeux era en el siglo xi una importante ciudad del ducado de Normandía, gobernado por Guillermo el Conquistador, y sede episcopal del obispo Odo, su hermano.
En ella se construyó una bellísima catedral en honor de la Virgen María que sería dedicada en 1077, con la presencia de ambos personajes. Para abrillantar la ceremonia, Matilde de Flandes, esposa de Guillermo, supervisó personalmente la confección del bordado, en el cual trabajaron sus damas y nobles de la corte. Otras fuentes señalan al propio obispo Odo como artífice del proyecto, que en este caso habría sido llevado a cabo por monjes, sin que se pueda determinar con exactitud su autoría.
No obstante, hay un dato que sigue siendo incuestionable: el tapiz fue hecho en los años posteriores a la conquista normanda de Inglaterra y retrata fielmente los acontecimientos de toda la embestida bélica, que culminaron con la batalla de Hastings, en octubre de 1066. Además de ser la mejor referencia contemporánea de estas hazañas, se convirtió en una fuente privilegiada para conocer los usos, costumbres e indumentarias de una época tan remota y en un punto de atracción para antropólogos, estrategas militares e historiados de los últimos siglos.
La conquista normanda de Inglaterra
Pero ¿qué trama histórica dio lugar a esa trama artística singularmente célebre? Todo comenzó con San Eduardo el Confesor, rey de Inglaterra. Era un varón íntegro a los ojos de Dios, empeñado en gobernar en la observancia de los mandamientos y deseoso de mantener a sus súbditos en el camino de la justicia. La falta de descendencia lo dejaba aprensivo en cuanto al futuro del trono, a la inestabilidad del territorio ante las invasiones vikingas y a la asimilación de la fe católica por parte de los anglosajones, aún muy próximos a la barbarie y no siempre modelados por el espíritu del Evangelio.
Esta situación le hizo dirigir su atención hacia las benditas tierras de Normandía, donde la civilización cristiana florecía visiblemente. Siendo él mismo hijo de una noble normanda y habiendo pasado veinticinco años de exilio en el ducado durante la invasión de los vikingos daneses a Inglaterra, San Eduardo nunca disimuló la admiración que aquel territorio despertaba en su alma. Allí, las gracias emanadas del Mont Saint-Michel parecían modelar lo más profundo de aquellos corazones, que, junto a un indomable temperamento guerrero, demostraban ser entregados hijos de la Santa Iglesia. Estas cualidades le hicieron atraer hacia Inglaterra a todos los nobles normandos que pudo a lo largo de su reinado y, finalmente, elegir al duque Guillermo como sucesor.
Y aquí comienza la aventura, cuya primera escena es el envío de su sobrino Harol para comunicar la importante noticia al Conquistador. Tras varias peripecias y escollos, Harold se encuentra con el duque, le hace el informe y le presta juramento de fidelidad, pero… cuando regresa a Londres para presentarse con la misión cumplida, halla a San Eduardo a punto de morir. Tras las exequias solemnes realizadas en la abadía de Westminster, Harold, que era el principal representante de la dinastía anglosajona, traiciona el deseo de su soberano y se hace coronar como nuevo rey.
El espurio episodio desencadena una reacción inmediata por parte del duque Guillermo, que ordena la preparación de un escuadrón para enfrentar al traidor. En la batalla de Hastings se produce el desenlace entre ambos ejércitos, que acaba con la muerte de Harold en combate y la asunción de Guillermo al trono, coronado en la capital inglesa en la Navidad de 1066.
Monumento milenario construido con aguja e hilo
Todos esos episodios están estampados con lujo de detalles en el tapiz, que puede entretener durante largas horas desde el mayor especialista hasta un simple curioso. Con sus escenas dramáticas, otras pintorescas y varias muy inocentes y piadosas, nada se desperdicia en este bordado, fruto de la paciencia y del entusiasmo de un pueblo deseoso de conservar su propia memoria.
Los hilos de lana teñidos en ocho colores resistieron hasta hoy en las 58 escenas retratadas, con algunos números que pueden agudizar nuestro interés por él, pues cuenta nada menos que «626 personajes, 190 caballos y mulas, 35 perros, 506 animales diversos, 37 embarcaciones, 33 edificios y 37 árboles».1 Todo ello en una pieza sometida a las inclemencias de los siglos y usada incluso para envolver mercancía durante la Revolución francesa.
Cuando el tapiz de Bayeux salió del anonimato y se convirtió en el monumento apreciado que hoy conocemos, un erudito comentó al contemplarlo: «Qué cosa tan singular, cuando han sido derrumbados tantos edificios muy sólidos, esta frágil franja de tela nos ha llegado intacta a través de los siglos, de las revoluciones y de toda suerte de vicisitudes. ¡Un trozo de tapicería ha sobrevivido ochocientos años!».2
Ahora que va camino de un milenio de existencia, recibimos de este tapiz una importante lección: nada puede vencer o borrar la memoria de hombres temerosos de Dios que luchan y se esfuerzan por cumplir su voluntad, cuando ésta se manifiesta en sus hijos más ilustres: ¡los santos! ◊
Notas
1 LEVÉ, Albert. La Tapisserie de la Reine Mathilde dite la Tapisserie de Bayeux. Paris: H. Laurens, 1919, p. 11.
2 Ídem, p. 22.