Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor
La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, la conmemoración más solemne del año litúrgico, es la fiesta de la victoria absoluta del bien sobre el mal, que da sentido a toda la historia. Para Dios, que está fuera del tiempo, es un presente eterno; para nosotros, es la celebración presente de una victoria pasada, que garantiza el triunfo futuro y definitivo.
Se trata, sin duda, de la prenda de nuestra propia resurrección, pero sobre todo la demostración de que Dios siempre vence, al infundirnos la certeza del cumplimiento de su plan sobre la creación.
¿Cómo se forma en nosotros esa certeza?
En la primera lectura (Hch 10, 34.37-43) San Pedro insiste en la importancia del testimonio. ¿Cuáles son los testigos presentados por él? Primero, las obras que Jesús realizó, que atestiguan que el Padre lo había enviado (cf. Jn 5, 36); después, los que acompañaron al Señor, que presenciaron la realización de esas obras; finalmente, el inmenso cortejo de almas fieles a la tradición de la Iglesia, mediante la cual se establece una continuidad a lo largo de los siglos, de testigo en testigo, pasando por nosotros hasta llegar al fin del mundo.
Ya en el Evangelio (Jn 20, 1-9) encontramos algunas circunstancias históricas de la Resurrección, acreditadas por muchas personas, cuyo testimonio dio origen a esta inmensa estela de luz.
De modo que si tenemos mérito en creer en la Resurrección de Cristo por la adhesión a la fe de la Iglesia, la victoria de Cristo sobre el mal es una mera consecuencia lógica de esa misma fe, porque Él afirmó que ya había vencido al mundo (cf. Jn 16, 33).
Ese triunfo, sin duda, sólo será definitivo en el Juicio final. Hasta entonces, se multiplicarán los vaivenes, y las conquistas de Dios parecerán efímeras… Aunque no lo son, si se las considera en el conjunto más amplio de la historia. En efecto, una guerra se compone de varios enfrentamientos, cada uno con episodios diferentes. Hay éxitos y fracasos, pero al término de las batallas sólo hay un vencedor: habiendo derrotado a sus adversarios, sus peores reveses serán su mayor gloria.
Viendo como el mal se extiende en la tierra, podríamos dudar de esta victoria final de Dios. Ahora bien, la Resurrección del Señor proclama precisamente lo contrario: ningún poder humano ha logrado derrotarlo, ni la muerte dominarlo. ¿Quién podrá oponerle resistencia?
Ahora bien, todo lo que se ha dicho sobre la «inderrotabilidad» de Cristo puede y debe ser aplicado a la Iglesia, en virtud de la promesa de inmortalidad que la asiste (cf. Mt 16, 18), demostrada innumerables veces a lo largo de la historia. ¿Cómo podemos dudar de que Él sea capaz de cumplirla?
Así pues, la fiesta de la Pascua es fuente de gallardía y brío, para nosotros, por ser cristianos, que nos ayuda a luchar con denuedo hasta el final y a participar, con Cristo, en su victoria. ◊