El secreto de la victoria angélica

El Libro de Job constata una realidad que vivimos todos los días: «Militia est vita hominis super terram» – La vida del hombre sobre la tierra es una lucha (Job 7, 1).

Esa batalla cotidiana es un reflejo del prœlium magnum del Cielo, entre el ejército de San Miguel y los ángeles insurgentes. Bajo el estandarte del Señor, el santo arcángel proclamó la magnificencia divina: «Quis ut Deus?!» – ¡¿Quién como Dios?!; bajo la bandera de las tinieblas, Lucifer exhaló rebelión e insubordinación: «Non serviam!» – ¡No serviré!

Sin embargo, este antagonismo no termina con la precipitación de los ángeles malos al abismo infernal; ha sido trasladado a la vida terrena, como continuidad y consumación. De hecho, el Apóstol afirma que «nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12).

Para Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. I, q. 114, a. 1), tal combate, en sí mismo, tiene su origen en la malicia del demonio que «peca desde el principio» (1 Jn 3, 8); en cambio, la ordenación al fin último viene de Dios, que sabe permitir el mal para encaminarlo al bien. En la visión meramente humana, el significado de estos arcanos divinos sigue siendo un misterio.

En este sentido, la misión de Cristo en la tierra fue una gran reconquista. Jesús luchaba en todo momento contra las acciones diabólicas, materializadas en tentaciones, vejaciones o posesiones. Esta cruzada contra el demonio constituía la propia esencia de su misión: «Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (Hch 10, 38).

No obstante, aunque la Redención supuso un gran revés para los espíritus de las tinieblas, éstos persisten en su oficio de tentar a los hijos de la luz. Los ángeles buenos, por su parte, están literalmente «en guardia» para ayudarnos en el combate contra el «príncipe de este mundo» (Jn 6, 11).

Las armas del demonio son bien conocidas, así como sus aliados: el mundo y la carne. Además, sus recursos tácticos ya han sido escudriñados y desgastados por el tiempo, como la sorpresa y el disimulo —de hecho, a menudo se disfraza de «ángel de luz» (2 Cor 11, 14). Estas artimañas están a disposición de cualquier ejército; pero solamente los hijos de la luz son capaces de valerse de lo que ningún dominio humano puede ofrecer, es decir, la gracia.

He aquí el secreto para la victoria: la unión con aquella que es la «llena de gracia» (Lc 1, 28). Ahora bien, si el fondo de la rebelión de los demonios se resume en la actitud revolucionaria del «non serviam», la contrarrevolución hacia el bien sólo se distingue por el servicio desinteresado, por el «serviam», a semejanza de María Santísima, «la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

Así pues, no hay acto más exorcístico que consagrarse como esclavo a la Sabiduría encarnada por las manos de la Reina de los ángeles, porque Ella, por medio de su descendencia, aplastará definitivamente la cabeza de la serpiente (cf. Gén 3, 15). Entonces esos «apóstoles de los últimos tiempos», unidos a los ángeles y a los santos, proclamarán a una voz: «¡¿Quién como María?!».

 

Detalle de «El Juicio final», de Fra Angelico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)

 

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