Una de las escenas más contrastantes de la Biblia se convirtió en el telón de fondo de la institución del sacerdocio. Por un lado, Moisés, que había convivido con Dios durante cuarenta días en el Sinaí, recibía las tablas de la ley; por otro, el pueblo hebreo prevaricaba postrándose ante un becerro de oro. Al bajar de su retiro en el monte, el hombre de Dios constató la enorme infidelidad de los descendientes de Abrahán y, tomado de celo, decidió intervenir. «Se plantó a la puerta del campamento y exclamó: “¡A mí los del Señor!”» (Éx 32, 26). Los hijos de Leví se aglomeraron a su alrededor para reparar la honra de Dios ultrajada.
En el antiguo Israel, Dios eligió y consagró a los levitas para que le sirvieran en el Tabernáculo y fueran mediadores suyos ante el pueblo
El Señor de los ejércitos, que protege a los que lo defienden y exalta a los que lo vengan, no dejaría de recompensar tal fidelidad. En función de la obediencia de los levitas, los eligió y consagró (cf. Núm 3, 12) para servirle en el Tabernáculo como mediadores suyos ante el pueblo. Por eso, en el reparto de la tierra prometida no recibirían ninguna porción entre sus hermanos, ya que afortunadamente tenían al Eterno: el Señor mismo sería su heredad (cf. Núm 18, 20).
De la intransigencia frente a la corrupción, se originaba el «clero» del Señor. De hecho, esta palabra procedente del griego —κλῆρος: kléros— significa herencia.1 Se trata de la parte del pueblo que sólo tiene al Señor por heredad. Sólo…, como si este término pudiera preceder al nombre de aquel que lo es todo.
Las etimologías de «sacerdote»
Desde ese momento en adelante, la Sagrada Escritura estará aquí y allá iluminada por esta palabra de oro: sacerdote. Sin embargo, para comprender lo que se entendía por tal oficio, debemos volcarnos en su sentido profundo en los idiomas del Antiguo Testamento, del Nuevo Testamento y de la Iglesia.
En la Biblia hebrea, el término kohen es el que lo designa. Su etimología puede conducir a dos significados que, en parte, describen al levita: si nos remontamos al verbo kánu, encontramos el sentido de inclinarse, prestar homenaje; si vamos a la raíz triliteral kwn, el de estar de pie, pues solamente al sacerdote se le otorga comparecer de pie ante Yahvé.2
A su vez, la versión de los Setenta —la primera traducción griega de la Biblia—, adoptó, para la traducción de kohen, el término hiereus, que contiene la idea de sagrado, de lo que pertenece a Dios y no a los hombres. «El hiereus es el que tiene la función de cumplir las ceremonias sagradas y especialmente el sacrificio considerado como un servicio público».3
Ya en la lengua de la Iglesia, el latín, se utiliza la palabra sacerdos, que evoca de nuevo el sentido de cosa sagrada. El verbo que entra en su composición significa propiamente colocar sobre cimientos o fundar; así pues, el sacerdos tiene la misión de cumplir lo que es sagrado, confiriéndole una base justa.4
Consagrados y sagrados
El sacerdocio en cuanto instituido por un mandato divino comenzó en la persona de Aarón, hermano de Moisés, de la tribu de Leví. Hasta entonces, al parecer, las funciones llamadas sacerdotales eran realizadas por los jefes de cada familia, sin que hubiera una clase social específica dedicada a ellas.5 En el libro del Éxodo leemos la expresa orden del Señor a Moisés de consagrar una casta sacerdotal: «Haz que, de entre los hijos de Israel, se acerque tu hermano Aarón y sus hijos […], para que sean mis sacerdotes» (28, 1).
El sacerdote levita era llamado «santificado», porque pertenecía a lo sagrado; sin embargo, Dios les reservaba a los hombres un sacerdocio más elevado
Esta consagración conferida a Aarón y a su descendencia les otorgaba un estado de santidad que los capacitaba a acercarse a Dios durante el culto. Hasta tal punto que, en el mundo hebreo, a los sacerdotes se les denominaba «santificados», personas que ya no pertenecían a lo profano sino a lo sagrado. El propio sumo sacerdote, según prescribía la ley (cf. Éx 28, 36), debía llevar una placa de oro en la que estaba grabado: «Santificado para Yahvé».

De este modo, en el antiguo Israel el sacerdote era elegido primordialmente para el servicio del santuario, que consistía en ofrecer las víctimas sobre el altar, transmitir al pueblo los oráculos divinos, darle instrucción, enseñarle los preceptos de la ley.6
Raíz y fin de todos estos deberes, la función principal del levita era ser un mediador entre Dios y el pueblo: «Cuando el sacerdote transmite un oráculo, comunica una respuesta de Dios; cuando da una instrucción […] y más tarde cuando explica la ley, […] transmite e interpreta una enseñanza que viene de Dios; cuando lleva al altar la sangre y las carnes de las víctimas y cuando hace humear el incienso, presenta a Dios las oraciones y las peticiones de los fieles. Representante de Dios cerca de los hombres en las dos primeras funciones, representante de los hombres cerca de Dios en la tercera, es en todo caso un intermediario».7
Sublimación de lo sublime
Parecería imposible que hubiera mayor sublimidad que la del sacerdote de la antigua ley: ser el puente entre lo finito y el Infinito, entre el tiempo y el Eterno, entre el miserable y la Misericordia. No obstante, Dios le reservaba a la humanidad un sacerdocio aún más elevado. Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra y declaró abolido el antiguo régimen para establecer uno nuevo (cf. Heb 10, 9). El nuevo sacerdote también estaría en un pináculo más elevado.
«Imagínate —exhorta San Juan Crisóstomo—, que tienes ante los ojos al profeta Elías; mira la ingente muchedumbre que lo rodea, las víctimas sobre las piedras, la quietud y silencio absoluto de todos y sólo el profeta que ora; y, de pronto, el fuego que baja del cielo sobre el sacrificio. Todo esto es admirable y nos llena de estupor.
»Trasládate ahora de ahí y contempla lo que entre nosotros se cumple y verás no sólo cosas maravillosas, sino algo que sobrepasa toda admiración. Aquí está en pie el sacerdote, no para hacer bajar fuego del cielo, sino para que descienda el Espíritu Santo, y prolonga largo rato su oración no para que una llama desprendida de lo alto consuma las víctimas, sino para que descienda la gracia sobre el sacrificio y, abrasando las almas de todos los asistentes, las deje más brillantes que plata acrisolada. […]
»Pues quien atentamente considere qué cosa sea estar un hombre envuelto aún de carne y sangre y poder, no obstante, llegarse tan cerca de aquella bienaventurada y purísima naturaleza; ese podrá comprender bien que tan grande sea el honor que la gracia del Espíritu otorgó a los sacerdotes».8
¿Dónde está la fuente de esa excelencia de los nuevos levitas? En el Sacerdote eterno, que es al mismo tiempo la Víctima inmaculada y el Altar del sacrificio, nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Cristo Sacerdote y el sacerdote de Cristo
«Tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo»
«Tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. […] En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre (Heb 7, 26.28).
Palabras tan augustas sobre realidades tan superiores nos dejan mudos de admiración. Sin embargo, Santo Tomás de Aquino desafía el silencio del estupor y canta auténticas maravillas sobre el carácter fontal del sacerdocio de Cristo, cuando comenta la citada epístola a los hebreos.
El Doctor Angélico9 explica que Jesús, en lo que concierne a la santidad, compendió perfectamente todas las condiciones exigidas al sacerdote: fue consagrado a Dios desde el principio de su concepción; permaneció sumamente inocente, ya que no cometió pecado; se mantuvo sin mancha, aspecto bien simbolizado por el cordero sin defecto de la antigua ley (cf. Éx 12, 5); quedó separado de los pecadores, pues, aunque había vivido entre ellos, nunca anduvo por los mismos caminos (cf. Sab 2, 15); por último, «está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas» (Heb 1, 3), elevando consigo la naturaleza humana. Es, en suma, la fuente de todo sacerdocio, su cima, su finalidad.
De su sacerdocio quiso hacer partícipes a algunos elegidos. En efecto, «sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos […], los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Y para demostrar su bienquerencia, instituyó en el ocaso de su vida dos grandes sacramentos: la eucaristía, entregándose en la cena —«Esto es mi cuerpo» (Lc 22, 19a)—; y el orden, concediendo a los Apóstoles el poder de prolongar la presencia sacramental del Maestro y sus actos sacerdotales hasta el fin del mundo —«Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19b).
Desvelando esta grandeza, el catecismo afirma que «en el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor».10
Santidad: ¡una exigencia!
Esta sublime doctrina revela, es verdad, la altísima dignidad con la que Dios, nuestro Señor, ha colmado a los sacerdotes. Pero al mismo tiempo, evidencia la inmensa responsabilidad que los ministros ordenados llevan sobre sus hombros.

Concepción, Madrid
«Daos cuenta de lo que hacéis —clama la Santa Iglesia al sacerdote— e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar en una vida nueva».11
Vivir una vida nueva. No se trata de una petición, sino de una exigencia, una obligación de quien tiene las manos ungidas para el ministerio. Es una imposición de su excelsa posición de intermediario y la condición para que germinen sus labores: «La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio. […] Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20)».12
Al consagrar el cuerpo sacramental del Señor, el sacerdote adquiere también un poder directo sobre el Cuerpo Místico de Cristo. Es su deber instruir, santificar y gobernar a los miembros de la Iglesia. Tales obligaciones llevan consigo que tienda siempre hacia la perfección espiritual, hacia el extremo de la unión con el Señor, hacia la cumbre del Calvario.
Dios, sin embargo, se convierte en el omnipotente Cireneo de sus ministros y dispone de las gracias más excelentes para auxiliarlos. La gracia santificante, por ejemplo, que el sacramento del orden aumenta ex opere operato en el presbítero, «es como el último toque que asemeja el alma a Cristo».13 La gracia sacramental, además, «implica un aumento de todas aquellas virtudes y aquellos dones que podríamos llamar profesionales: los dones de la piedad y la virtud de la religión, para ofrecer dignamente el sacrificio; el don de la sabiduría, para instruir; la virtud de la prudencia, para gobernar».14
Si es cierto, en este sentido, que la existencia del sacerdote fiel se asemeja a un crisol continuo de santidad, también es verdad que con ello se hace digno de ser «ciborio vivo de la divinidad».15
La prefigura da paso a su realización
Largo ha sido el camino recorrido en este artículo: desde Moisés hasta nuestros días, casi treinta y cinco siglos. Pero la ventaja de hacer en un corto espacio de tiempo un gran viaje es la de abarcar de un solo vistazo el inmenso desarrollo histórico de la gracia sacerdotal.

El pueblo elegido de la antigua alianza acudía a los levitas para que presentaran a Yahvé sacrificios de expiación por sus pecados. En el Nuevo y Eterno Testamento, no obstante, el ministro ordenado tiene el poder de renovar cada día el sumo, perfectísimo y prefigurado sacrificio de la cruz.
Los sacerdotes de la nueva ley actúan en la persona del Señor: no están ante el Altísimo, es el Altísimo quien está en ellos
En la sinagoga, los israelitas buscaban a los hijos de Leví para escuchar los oráculos divinos. En la Iglesia, los sacerdotes de Cristo, con una palabra, obran los mayores milagros: resucitan, por medio del sacramento de la reconciliación, a las almas muertas por el pecado; transubstancian el pan y el vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del Salvador.
Los sacerdotes de la antigua ley comparecían de pie ante el Señor. Los pontífices de la nueva ley actúan in persona Christi, en la divina persona del Señor mismo. No están ante el Altísimo, es el Altísimo quien está en ellos. ◊
Notas
1 Cf. Danker, Frederick William. A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature. 3.ª ed. Chicago: University of Chicago, 2000, p. 548.
2 Cf. De Vaux, Roland. Instituciones del Antiguo Testamento. 2.ª ed. Barcelona: Herder, 1976, pp. 449-450.
3 Auneau, Joseph. El sacerdocio en la Biblia. Estella: Verbo Divino, 1990, p. 10.
4 Cf. Idem, ibidem.
5 Cf. Colunga, op, Alberto; García Cordero, op, Maximiliano. Biblia comentada. Pentateuco. Madrid: BAC, 1960, t. i, p. 663.
6 Cf. De Vaux, op. cit., pp. 453; 458.
7 Idem, p. 462.
8 San Juan Crisóstomo. «Tratado sobre el sacerdocio». L. 3, n.os 4-5. In: Obras. Madrid: BAC, 2011, t. iii, pp. 646-647.
9 Cf. Santo Tomás de Aquino. «Commento alla Lettera agli Ebrei», c. vii. In: Commento al Corpus Paulinum. Bologna: Studio Domenicano, 2008, t. vi, pp. 375-377.
10 CCE 1548.
11 Pontifical Romano. Rito de la ordenación de presbíteros. Madrid: Libros Litúrgicos, 2012, [s.p.].
12 Concilio Vaticano II. Presbyterorum ordinis, n.º 12.
13 Cf. Piolanti, Antonio, apud Bartmann, Bernardo. Teologia Dogmática. São Paulo: Paulinas, 1964, t. iii, p. 381.
14 Idem, ibidem.
15 Idem, ibidem.