¿Quiénes eran? Misteriosas figuras que salen de las tinieblas de un paganismo secular. Magos venidos del lejano Oriente, en busca del Rey de los judíos que acababa de nacer (cf. Mt 2, 2). Su insólita caravana puso en alerta a la adormecida Jerusalén: habitantes atónitos, fariseos sobresaltados, un monarca nervioso e inquieto.
Ese encuentro entre reyes fue también el encuentro de dos posturas de alma: envidia y admiración. La inocencia admirativa de los Reyes Magos buscaba a un rey recién nacido para adorarlo; la envidia homicida de Herodes buscaba un competidor para destruirlo. ¡Qué abismo entre estas dos mentalidades!
Pero ni el desinterés de los hierosolimitanos, ni la antipatía de los fariseos, ni el cinismo del rey infanticida pudieron sacudir la fe de esos hombres decididos. Confiados, prosiguieron su camino bajo la luz exterior de la estrella milagrosa y el resplandor interior de su admiración.
Buena voluntad y sencillez infantil; orden, alegría y piadoso entusiasmo en las cosas más pequeñas; ojos siempre fijos en la estrella; corazones llenos de bondad, fuego y amor;1 así describe la mística alemana Beata Ana Catalina Emmerick las virtudes de aquellos reyes. De hecho, es difícil imaginarlos de otro modo…
Cuando llegaron al sitio indicado por la estrella, no vieron un palacio, ni una corte, ni un rey-niño acostado en una cuna de oro. En lugar de eso, se encontraron con la pobre morada de una cándida pareja y un recién nacido envuelto en modestos pañales.
Esos reyes venían de muy lejos, habían llegado allí a un precio muy alto… Entonces, ¿todo ha sido un terrible error? Santo Tomás responde: «Como comenta el Crisóstomo: “Si los Magos hubieran venido en busca de un rey terrenal, hubieran quedado confusos por haber acometido sin causa el trabajo de un camino tan largo. […] Pero, como buscaban a un rey celestial, aunque no vieron en Él nada de la majestad real, le adoraron, no obstante, satisfechos”. […] Ven a un hombre, pero reconocen a Dios en Él».2
Una vez más observamos en estos varones el distintivo de las almas admirativas: la capacidad de discernir el valor real de las cosas y su significado más profundo. Si hubieran sido pragmáticos o superficiales, habrían despreciado al Rey del universo en su aparente pobreza. Si hubieran sido envidiosos como Herodes, habrían intentado destruirlo.
La Beata Ana Catalina Emmerick nos ofrece, además, esta piadosa descripción del ansiado encuentro de los Reyes Magos con el Divino Infante: «Estaban como completamente hechizados. Encomendaron al Niño Jesús, con una oración infantil y embargada de amor, a los suyos, a su país y su gente, su hacienda y sus bienes y todo lo que para ellos tenía valor en la tierra; que el rey recién nacido quisiera aceptar sus corazones, sus almas y todos sus pensamientos y obras; que los iluminara y les enviara todas las virtudes […]. Al decirlo resplandecían de humildad y amor y les rodaban lágrimas de alegría por las mejillas y las barbas».3
Es necesario comprender bien el uso del adjetivo «infantil». No se refiere a los defectos propios de la condición pueril: ingenuidad, inmadurez, inconsecuencia…, sino a la pequeñez de alma que hace al hombre flexible a las inspiraciones de la gracia y le revela horizontes grandiosos, propios de quien sabe admirar a los demás y olvidarse de sí mismo.
En aquella noche de Navidad, si Nuestro Señor ya se hubiera expresado en lenguaje humano, ciertamente habría alabado al Padre eterno en términos similares a los que emplearía años más tarde, en su vida pública: «Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños» (Lc 10, 21). ◊
Notas
1 Cf. Beata Ana Catalina Emmerick. Viaje de Jesús al país de los Magos. Madrid: EDAF, 2008, pp. 51-53; 77.
2 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. III, q. 36, a. 8, ad 4.
3 Beata Ana Catalina Emmerick, op. cit., pp. 78-79.